sábado, 23 de febrero de 2019

CHECHÉ PARTE 2


Capitulo IX
La Práctica de tiros

        Cuando se marcharon sus familiares, Cheché caminó de regreso al área de mecánica donde le esperaban sus compañeros, estos al verlo sonriente se abalanzan sobre él y como chiquillos, le preguntan de todo. El abrumado por el interrogatorio de sus compañeros, se retira un poco y les dice.
—Esperen, esperen. No se crean ser el sargento Gutiérrez.
   Estén tranquilos ya les diré.
— ¿Esa que vimos a los lejos es tu novia?
—Bruto, es mi hermana Antonia.
—Cuñado.
—Negro, ni en sueño seríamos tú y yo cuñados.  Nada más por el mal olor de los pies que tienes, mi hermana no te haría caso.
—Tengan unas canquiñas, repártanla y tú Negro no abuses de los demás.
          Todos rieron de la ocurrencia del muchacho. Este se marchó hacia su pabellón a guardar el resto de las cosas que les había traído su padre y guardó muy bien los tres pesos que le regaló.
          Al llegar, estaba el Pinto en su camastro y vio al joven muy contento, no dijo nada. Miró lo que le daba el joven y con un gesto de agradecimiento empezó a chupar un pedazo de canquiñas, como si fuera lo último del mundo. Cheché se acomodó en su cama y sacando el sobre de su faldiquera, empezó a leer la carta que Rosa Elvira le había enviado.
—Hola mi amor, no sabes lo sola que me siento al saber que estás tan lejos de mí. En estos días que han pasado me la he pasado, noches enteras despierta tan solo pensado en ti.
—Sabes, he visitado a tu mamá unas dos veces. Ella es muy buena y ya me trata como si tú y yo tuviéramos mucho tiempo de amores. Me encanta tu familia y tu hermano Jengo, no me deja ni un momento a sola, cuando estoy en tu casa. Ese es un buen muchacho.
—Cielo, dime, ¿me extraña tanto, como yo a ti?
—Quería ir con tu papá, pero no me dejaron ir. Dizque que tú vienes pronto me dijo mi mamá.  ¿Es verdad mi amor?
—Sabes que eres lo más importante de mi vida. Eres el tesoro que Dios puso en mi camino.
—Bueno, ya me despido, Antonia me prometió que te iría a ver. Escríbeme por favor.
—Tuya entera,
—Rosa Elvira.
          Al terminar de leer su carta, hizo unos movimientos en su cama y se quedó dormido como un angelito.
          Todo era silencio en el patio de la casa de Rosa Elvira. A lo lejos unos animales pastaban y un gallo corretea a una gallina japonesa. La joven caminó hacia la frondosa mata de tamarindo que existía en el fondo del patio y de donde colgaba una gruesa cuerda, para a horcajadas mecerse en el mismo.
          Habiendo llegado al lugar, buscó un puñado de los jugosos tamarindos y con la inocencia de la época, se acomodó en la cuerda. Con un impulso de sus pies dejó que el cuerpo se balanceara sin medidas en el tiempo, chupando los tamarindos y dejando su mente joven, volar por los pensamientos y la pasión del momento.
          A lo lejos su madre le grita y saca del ensueño a la joven.
— ¡Rosa Elvira!
—Muchacha y qué hacías ahí tan embelesada, mirando sin rumbo fijo.
—Mamá, soñando, soñando.
—Esos amores te tienen más loca que esas gallinas de tu padre.
          Las dos mujeres se miraron y rieron a mandíbula batiente.
          En la casa de don Pedro le esperaban para saber cómo estaba Cheché. El con la mula detrás, llegó al portón de trancas de su casa y desde el mismo animal las destrabó. Pasó ambos animales y repitió la misma acción para colocar los troncos en su lugar. En el frente de la casa le esperaba su mujer, tenía puesto un delantal blanco, pero por el uso en el tiempo, había perdido su color.
—Hola Pedro ¿dime cómo te fue?
—Bien mujer.
— ¿Dime de mí muchacho?
—No te preocupes está bien. Aunque un poco más flaco por el modo de vida de ese lugar.
— ¿No le dan comida suficiente?
—Sí, le dan comida y todo eso, pero hacen más ejercicios que mis bueyes y eso a cualquiera le hace perder peso. Pero él, quería eso y eso tiene.
—Tú, ¿no me estás mintiendo? verdad.
Él, la mira y con un gesto de eso que no se ven a diario la atrajo hacia él y le dijo muy quietamente.
—Mira nuestro hijo es ya todo un hombre y está bien. Le di lo que le mandaste y también unos pesos para alguna necesidad.
— ¿Fuiste donde la comadre y dejaste bien instalada a nuestra hija?
—Sí, Antonia quedó bien. Ella irá la próxima quincena a ver a Cheche.
          Mientras sostenían esta conversación él había entrado al zaguán de la casa se había quitado las espuelas y se disponía a quitarse los zapatos, cuando entró Jengo y preguntó por su hermano. El padre riéndose les dijo a él y los otros que también habían llegado del achique de los becerros, la historia sobre su hermano.
          Era domingo y como siempre para unos en el campamento era de descanso, para otros era de trabajo. El grupo de Cheché tenía que prepararse ya que tenían prácticas de tiro vivo el lunes. Todos repasaban sus armas y cuando terminaron fueron llamados para un ejercicio de endurecimiento. Todos se formaron en un pelotón a cuatro filas cerradas.
          El guía derecho del mismo era Cheché. Los mismos serían dirigidos por el Cap. Lázaro Fernández, el cual, tenía fama de sacarle el jugo a los reclutas ya que muchos en sus manos eran rechazados por no dar la talla, que según él, se necesitaba para formar parte del ejército del Generalísimo.
Se escuchó su voz de mando.
—Alinearse por la derecha. Inmediatamente todo el grupo se alineó y solo una regla era más derecha que aquel grupo de jóvenes.
—Sargento, marque el paso.
—Armas al hombro.
          Todo un movimiento se produjo en ese instante. Cada recluta se puso su fusil al hombro y con la orden de marchen. La tropa se puso en movimiento.
—Un, dos, tres, un, dos, tres, un, dos, tres y con esta cadencia de movimientos de pies y manos, un ciento se ideas se moldeaban a fuerza de sudor y rayos del sol que derretían a los malos pensamientos.
Al rato de este jueguito, en todo el lugar se escuchó el: — ¡Hay hombe!
— Yo tenía una mula vieja.
— ¡Hay hombe!
— ¡La quería como a mi novia!
— ¡Hay hombe!
— La dejé triste y solita.
— ¡Hay hombe!
— Yo no sé qué hará solita.
— ¡Hay hombe!
—Cuando ella ya no me vea.
   ¡Hay hombe!
          Con este cántico se pasaron dos horas del domingo. El descanso sería ya entrado la tarde. Todos regresaron a sus cuarteles sudorosos y adoloridos de la jornada. En el lugar le esperaba el cabo Gutiérrez, con una noticia.
—Mañana vendrán a verlos en su práctica, una comisión de la ciudad del alto mando, ordenada por el Generalísimo y aquellos que desde ahora estén a la altura de lo exigido, serán considerados para formar parte de la guardia presidencial del Jefe.
—Así que, esperamos que todos estén a la altura de las circunstancias.
          Cada hombre se puso tenso. Si eso ocurría muchos por la presencia de las altas autoridades, se pondrían nerviosos y no calificarían para un traslado a esa importantísima unidad. Cheché, junto a su amigo el Pinto al salir el cabo comentaron.
— ¿Que tú piensas de esto Cheché?
—Nada, solo hagamos nuestro trabajo, con ellos o sin ellos, el que lo hace mal, lo hace y punto.
—Pues mira, yo aquí no me quedo, en esta primera evaluación, dice el Pinto.
— ¡Que así sea! Expresó Cheché.
          Todos después de la rutina y a la hora de costumbre, se fueron a sus camas con la mente fija en un hecho. Por primera vez escucharían un disparo realizado por ellos. Ya lo habían escuchado por supuesto. Pero no es lo mismo que un instructor lo diga y haga, que uno mismo lo realice. Pasó la noche y con el toque de diana, todos se tiraron de la cama. A las seis, ya estaban en filas para el desayuno y a las siete todos estaban listos para ser trasladados al campo de tiro, distante de la fortaleza.
          Al llegar al lugar, cada pelotón fue dispuesto de forma tal que los grupos se turnarían de diez en diez. Así de esta forma, se rotarían y la impaciencia no les haría ningún efecto. La comisión como guardia al fin, estaba ahí primero que ellos. El Pinto y Cheche notaron eso, se miraron y una sonrisa marcó sus labios.
          Los sargentos daban las órdenes y se empezó a escuchar la descarga de fusilería y los regaños a quienes por su estado de nerviosismo, no calificaba, como buenos tiradores.
          A esos de las diez de la mañana y con el sol en buen punto, le tocó a Cheché y su grupo. Los sargentos, instructores de armas que ellos conocían estaban ahí. Ellos lo miraban y cada uno fue colocado en una posición. El Pinto y Cheché fueron colocados en los números siete y ocho. Se le acercó uno de sus sargentos, les entregó un cargador con los seis tiros y les dijo.
—Demuestren que lo recitado en el rancho es igual en la realidad. No me fallen para que no se coman sus mierdas.
          Ambos hombres sabían que su sargento de armas no jugaba en ese momento y sin ponerse de acuerdo ambos pensaron.
—A este tipo que se lo lleve el demonio, si sale bien a Dios las gracias y si sale mal que se lo lleve Satanás.
          Poniendo todas sus actitudes en los movimientos, ambos colocaron el peine en la cámara del fusil. Dieron la voz de preparados y cada sargento se posicionó al lado de cada uno.
—Bueno muchacho, dame un buen blanco, dijo un sargento a Cheché.
          Este ajustó su arma, respiró profundo y centrando la mira un poco alta suavemente haló el gatillo. Una bandera roja se alzó en la distancia.
—Repíteme ese tiro.
Con la misma quietud del primero, realizó el segundo. El resultado el mismo. Los siguientes por igual.
          A su lado estaba el Pinto que también había hecho algo un poco similar, pero había alejado en su primer disparo, un poco el centro. En los siguientes turnos corrigió y dio en la diana en cinco.
          Al ver estos resultados, la comisión ordenó que repitieran el ejercicio. Y en esta ocasión ambos habían dado en la diana.
—Teniente, traiga a esos reclutas aquí.
—A la orden señor.
          Inmediatamente ambos fueron presentados al Mayor, que encabezaba la comisión y les felicitaron por su desempeño.
          Ambos no salían de su asombro. En la tercera ronda fueron llamados y por el cansancio solo dieron en la diana tres de los seis disparos, pero los otros se quedaron muy cerca. Ambos eran felicitados por sus compañeros que por igual, muchos de ellos tenían buenas calificaciones.
          De regreso al campamento, por el camino se escuchaban cánticos y chanzas sobre la experiencia vivida en su primer día de práctica.
          Todos estaban contentos, pero nada más llegar y ordenar la formación, el sargento ordenó una ronda de cinco km. para entrar en calor y a tono con la alegría. Ellos se estaban quitando el equipo y se le ordenó que fueran con el equipo puesto. Muchos dejaron sentir su disgusto, pero inmediatamente fueron callados y lo que era de cinco se duplicó a diez.
          Al entrar a sus barracas no tenían aliento, ni para la bazofia de comida que le tenían guardada en el comedor. Pero obedecieron como corderos, la orden de ir a comer. De regreso al cuartel, Cheché y sus compinches del pelotón se dispusieron a descansar, no había ganas ni fuerzas para las conversaciones que se daban en el mismo. Antes que se tiraran a sus camastros se escuchó la orden del cabo llamando a bañarse al grupo de hombre mal olientes y sudados.
          Antes de que el cansancio le ganara el cierre vertiginoso de sus ojos, un pensamiento vino a su mente.
—Qué día este más tranquilo, solo no fastidiamos a Satanás, porque no vino a la convocatoria.
Nunca supo cuando cerró los ojos.
          El día empezó igual para todos, aquí la rutina habitual se aprende de forma mecánica y rápida. Cada grupo realizó las tareas correspondientes y desde ese momento, hasta que terminara su entrenamiento todo ya estaba dicho. Eran y serán soldados de la Patria al servicio del Jefe. Eso era mucho para ellos que no comprendían la dialéctica de la política y el vivir del Estado, al cual ellos crían un santuario de virtud.
          En el área de la mecánica, Cheché y su grupo estaban recibiendo las instrucciones correspondientes sobre el manejo de vehículos livianos, de los llamados Jeep. El sargento encargado del mismo, les explica que estos eran de origen americano, con caja de cambios conformados por tres velocidades. El freno es de doble acción, ya que además del pedal del pie, tiene la palanca de emergencia en el lado izquierdo, que se acciona con el pie izquierdo en caso de una emergencia y cuando el vehículo está detenido.
—Quiero que se aprendan bien esta mecánica de acción con el vehículo detenido. ¿Me entendieron?
—Sí señor. Dijeron a coro todos los presentes.
—Pónganse a practicar en estos dos y en la tarde lo haremos con ellos en movimiento.
—Cabo, que cada hombre tenga el tiempo suficiente de práctica.
—Sí, mi sargento.
—Cada uno tomará turnos de quince minutos, usarán los dos vehículos y no pueden salir de aquí. Recuerden que solo es práctica para familiarizarse con los cambios, encendido y mover unos metros el vehículo.
—Entendido señor.
          Todos obedecieron la orden y en grupos de tres por vehículo, se pusieron a practicar lo enseñado en la escuela del campamento.
          La vida del recluta Cheché sigue transcurriendo de forma normal, esperando el extraño discurrir del tiempo en la vida de todos ellos, en el campamento.
          A la hora de la práctica en los vehículos, todos estaban un poco nerviosos. Ninguno se sentía confiado para asegurar que todo lo aprendido pudiera ser puesto en práctica. Las manos les sudaban y por sus espaldas les corrían gotas de grueso sudor.
          En el preciso instante de empezar la práctica, sonó un floreo, un llamado a atención que se escuchó en toda la ciudad. Era el generalísimo en persona, que llegaba a la fortaleza. En unos días celebrarían las fiestas Patrias de la Restauración y el Todo Poderoso estaba de visita. Además había un nuevo grupo de recluta y él quería verlos en persona.
          El séquito era enorme y fueron llamados a la carrera todos los soldados, que en ese momento estaban en la fortaleza. Cheché y su grupo corrieron a ponerse en formación general, cómo los demás reclutas. Nunca habían escuchado aquella voz aflautada, pero que inspiraba el respeto y temor más profundo. Subido en uno de los vehículos les dijo.
—Soldados, la Patria espera mucho de ustedes y el desempeño de sus funciones es la entrega más profunda que pueden hacer ustedes a este régimen de paz y armonía que vivimos.
—Esperamos pues que, de este grupo aquí presente, salgan los hombres que formarán parte de la brigada presidencial.
— ¡Oficiales!
— ¡A la orden señor! Se escuchó en todo el recinto.
—Ustedes son los responsables de hacer de cada hombre aquí presente un soldado amante de sus funciones. Donde solo exista un solo pensamiento y una sola acción. Servir a su gobierno en todas las circunstancias.
—Espero qué las órdenes estén bien claras.
          Otra vez en toda la plaza se escuchó unas de las afirmaciones de adhesión más grande que esos reclutas habían escuchado de sus superiores.
— ¡Si señor presidente! Comandante en Jefe de nuestro Glorioso Ejército Nacional y Padre de la Patria Nueva.
          Después de estas breves palabras, toda la comitiva encabezada por el propio Generalísimo, pasó revista a la guardia de honor, formada para la ocasión. Y mirando a algunos soldados sugirió algunas correcciones, por faltas observadas a los soldados.
          Después preguntó por los reclutas y al señalárselos se dirigió hacia ellos. Todos formados en pelotones y con la ropa de faena puestas, no sabían lo que pasaría en ese momento.
          Se paró frente al primer pelotón y su sargento. En silencio los miró y dirigiéndose al sargento le pregunta.
—Sargento ¿dígame cómo están mis muchachos?
—Señor, respetosamente le informo que cada recluta aquí presente, ha aprendido los mandos dados y están calificados para ejecutar las acciones que emanen de su excelencia.
—Tenemos excelentes tiradores entre ellos, señor.
—Muy bien, muy bien.
—General.
—A las órdenes mi generalísimo.
—Quiero un informe para mañana, del desempeño de fusilería y pistola de estos jóvenes. Su evaluación de desempeño de mando.
— ¡Si señor!
          Todos los pelotones de los nuevos reclutas fueron vistos por el Dictador. Quedó muy conforme con lo visto y felicitó a la oficialidad por los resultados. Al término de la visita se volvió a escuchar el floreo al despedir al hombre que dirigía la Nación como su finca particular.
          Al marcharse cómo un rayo, se dio la orden de presentarse todos los sargentos al despacho del ejecutivo. En esa reunión se les pidieron los datos de sus respectivos pelotones y las recomendaciones especiales para cada soldado conscripto.
          Era una faena no muy agradable, tenían que evaluar para recomendarle nada más que al mismo presidente, quienes de esos tunantes podía ser miembro de la guardia presidencial en un futuro. Si se equivocaban en sus recomendaciones, ellos pagarían caro su error. Por eso fue que les dejaron el problema de escogencia a los capitanes, ya que ellos eran solo simple sargentos. Y como ellos dicen: — ¿Qué vale un sargento cuando está presente un capitán?
          Como buenos sargentos, le dejaron el problema a cada capitán de las diferentes compañías, con los señalamientos de los mejores desempeños pero no señalaron a nadie en especial. La cuestión fue que en el despacho del Ministro de Guerra, a las ocho de la mañana había un informe pormenorizado del nuevo grupo de reclutas de la fortaleza San Luís, de Santiago.
          En el club de alistados, cada tarde y en especial los sábados en la tarde, a los nuevos reclutas se le permitía la entrada, escuchaban alguna música de moda. Entre ellas los Panchos y una que otra mejicanada. Ese día la hermana de Cheché lo visitó y le trajo un dulce que ella había hecho donde su madrina.
—Hola.
— ¿Cómo te sientes?
—Yo estoy bien, como siempre aquí con mucho trabajo.
— ¿Antonia y de casa qué sabes?
—Todos están bien, no te preocupes por ellos.
—El que debe preocuparse más por alguien, eres tú. Por ti mismo, mira que flaco estás.
—Cállate, aquí esas cosas nunca se pueden decir.
—Pero es la verdad, me puedes decir, — ¿qué dije mal?
—Óyeme bien y no lo voy a repetir.
—A partir de ahora te prohíbo que vengas a verme. Cuando yo salga de aquí los visito a todos. Tendré unos días francos y ya esto se termina pronto.
—Mira eso, y uno que viene haciendo sacrificios para verlo y él no quiere ni que lo visiten.
—No te pongas así, sabes que eres mi hermana consentida, pero por ahora no deseo que vengas a verme. Estaré fuera en ejercicios y uno sabe cuándo se va, pero nunca cuando vienes.
—Está bien. Dijo ella.
          La visita de ese día no fue larga ni en lo familiar que la joven esperaba. Ella no podía entender cómo su hermano, en tan poco tiempo había cambiado de actitud y de hablar. El joven juguetón, tenía otra imagen. Esa era la impresión que ella, en los pocos minutos que estuvieron juntos se gravó en su mente. Con estos pensamientos llegó a la casa de su madrina y al entrar a la puerta se llevó tremenda sorpresa, su hermano Jengo estaba en la casa esperándola.
          Se abrazaron con el amor filial de siempre y con las sonrisas que los caracterizaban a todos ellos.
—Dime, ¿viste al cabezón de nuestro hermano?
—Sí, lo vi y no me gusto el aspecto. Está más flaco que la última vez que fui con papá.
—Bueno, yo lo veré cuando el salga de eso. No me gusta la guardia. Por lo menos la de este tipejo.
— ¡Cállate!
—Eso nunca se dice en público y menos aquí. Te voy a pedir un favor.
— ¿Qué favor?
—De regreso no hables con nadie de esas ideas. Prométemelo por favor.
—Loca, sabes que solo contigo y ese descerebrado, es que digo estas cosas.
— ¿Qué te traes por aquí?
—Estoy por inscribirme para maestro. La maestra me dio una recomendación y pienso ingresar a la escuela normal de Licey de maestros.
—Eso está bien, te felicito por tu decisión.
—Gracias. Mañana tengo que ir para presentar los papeles.
—No te preocupes, esta noche dormirás conmigo.
— ¿Viste a Rosa Elvira?
—Sí, la vi y quedó llorando muchísimo. Ella dice que poco a poco todos nos iremos del lugar. Yo le dije que su guardia la iría a buscar pronto.
          Y con una carcajada, ambos se fueron a la cocina a preparar un sabroso café de pilón.



















Capitulo X
La graduación

            En el campo de don Pedro, la vida seguía normal y más en la casa de la familia, era la época de recoger el maíz. Los preparativos se hacían antes que empezaran las clases y aprovechando los días que le quedaban a Jengo en la casa. Había sido aceptado en la escuela para maestros primarios Don Pedro de Santiago, no cabía de orgullo y en su semblante se le veía lo feliz que era, en cada conversación siempre hablaba de sus hijos.
          El mayor Pedrito, ya estaba colocado en una finca cerca de la capital. Su hijo Cheché en los próximos días se graduaría de soldado y Jengo seria maestro. Antonia estaba aprendiendo costura en Santiago. En fin sus hijos estaban en camino de hacerse de algo en la vida como él siempre decía.
          El martes por la tarde les dice a todos sus hijos que se prepararan, la familia entera participará de la recogida del maíz.
—Miren muchachos, mañana solo Chencho vendrá a ayudarnos. Eso que hay sembrado, en dos días nosotros lo recogemos y como aquí no hay distinción, todos vamos a participar.
—María coge dos de esas gallinas coloradas y vamos a hacer un buen caldo para mañana si tú lo crees así.
—Está bien, dijo ella.
—Te dejo a Carmencita para que te ayude.
—Sí, pero cuando terminemos de cocinar, las dos nos vamos a recoger maíz.
—Cómo tú digas.
—Jengo ya sabes, tempranito te amarras a esas mañosas y les colocas los aparejos. Ellas traerán los cerones con lo recolectado.
—Oiga papá una cosa.
— ¿Dime?
—Creo que con Chencho, usted, Jacinto y Emeterio tal vez no lo podamos hacer en dos días.
—No te preocupes, Dios dispone las cosas a su manera. Ya lo verás.
          No se dijo más, esa tarde todos se dispusieron a preparar las cosas para que el próximo día todo saliera como ellos la planearon. Eran las cinco de la tarde y en el radio de baterías de la casa y orgullo de don Pedro, se escuchaban unos merengues de tierra adentro con un fuerte repiquetear de tambora. Más tarde por el camino se divisó a Genaro montado en su mulita y silbando como siempre, las canciones que de oído aprendía y que no podía cantar, ya que el mismo decía que no tenía voz ni de burro.
—Buenas noches, dijo desde la montura.
—Hola Genaro. -¿Que te trae por aquí a estas horas?
—Me dijo Emeterio que mañana vas a descocechar el maíz.
—Sí, eso haremos mañana.
—A mí me interesan algunos quintales del mismo. Ese maíz es del bueno y pienso usarlo para mis gallos y gallinas.
—Genaro déjame ver cuántos quintales sacamos, pero ya te tengo anotado. Hay algunos de Las Maritas que me han hablado para que les venda también.
—Está bien Pedro, pero recuerdas que lo de casa comen primero.
          Una carcajada se escuchó de ambos hombres, duchos en las labores del campo.
—Que sea como tú dices hombre.
—Oye Pedro ¿y tú no crees que necesita una mano? Creo que tú y tus muchachos no podrán en dos días recogerlo todo.
—Bueno ¿y tú vendría en ese caso?
—Te voy a mandar a dos de mis muchachos bien temprano.
—Está bien Genaro, que así sea.
— ¿Quieres tomarte un cafecito?
—Bueno y quien le dice a difunto que no acepte un responso.
          Los dos hombres volvieron a reír de nuevo, con la dulzura de los hombres de bien.
          Para el grupo de jóvenes que se enlistaron en el ejército y que en apenas una semana se graduarían, esas últimas horas eran de mucho trabajo. Cada pelotón se formó frente a sus respectivos cuarteles y por orden de sus sargentos formaron un solo grupo.
          Ellos iniciarían el último proceso de su entrenamiento esa tarde. Duraba todo un día con su noche y era de resistencia. En el mismo practicarían todo lo aprendido durante la fase de preparación, al que fueron sometidos en ese periodo. Los sargentos estaban muy activos y daban órdenes por doquier.
— ¡Vamos! —no tenemos toda la tarde ni la noche para verlos a ustedes, partida de flojos. — ¡Muévanse!
—Tomen sus morrales, apúrense.
—Parecen putas hoy.
—Tienen cinco minutos para iniciar la marcha.
En eso llega un capitán y dice:
—Hoy iniciaremos una marcha de 20 km. Los que se queden en el camino repetirán una semana más y lo volverán a intentar. Al llegar aquí, todos irán derecho al campo de obstáculos. Ahí lo estará esperando un equipo para evaluarlos.
—Aquí solo queremos hombres diestros que sirvan a la Patria y a nuestro presidente el Generalísimo Trujillo.
— ¿Quedó bien claro eso?
— ¡Si señor! Sonó un coro muy compacto y bien engrasado en la repuesta.
—Sargentos, que inicien la marcha.
—Yo iré en el frente, el Tte. Miguelón en el medio y el Tte. Sánchez en retaguardia.
—Ellos ya tienen sus instrucciones con los rezagados.
—En marcha.
          Un enjambre de hombres, cargando sus pertenencias militares con el pesado fusil al hombro, se puso en movimiento. Cada uno tenía un sólo pensamiento. Sobrevivir a lo que se le llamaba la noche de las cabras locas. Por el resultado de la misma. Iniciaban cargando cerca de veinticincos kilos de pertrechos, más el fusil y con unas botas endiabladas, un camino difícil, el tramo parecía el doble de lo indicado.
          A los diez km. harían la primera parada. Ya para ese tiempo ocho de sus compañeros se han retrasado, pero al rato los vieron llegar con tan mala suerte, que en ese instante daban la orden de partida.
—Todos de pie. A formar en columna de dos.
—Vamos muchachos, que hoy se las juegan ustedes, muévanse, rápido.
          Uno a uno se fue parando, formando la columna y por orden del capitán, el segundo pelotón al que pertenecía Cheche, iniciaría el canto de marcha. Se inicia la caminata y cuando tenían recorrido unos diez metros se escucha un coro de ángeles.
—Por ahí María se va,
—La vieja que yo tenía,
—Por ahí María se va
—Se la deje a mi compadre.
—Por ahí María se va
—Al otro día la devolvió,
—Por ahí María se va
—Por parecerse a una cotorra.
—Por ahí María se va.
—Muerte
—Al comunismo
—Muerte
—A los traidores
—Somos soldados, soldados de la Patria.
—Muerte
—Al comunismo
—Muerte
—A los traidores.
          Con estos y otros cánticos llegaron al segundo punto de descanso. Estaban muertos del cansancio, ya que tuvieron que subir y bajar unas lomas que convertían el trayecto en el doble de lo pensado. Como siempre, un grupo más grande se retrasó de todos los pelotones. Eso retrasaba más las cosas. Lo esperaron por media hora. Al pasar el Capitán los arengó a terminar el último tramo y los retrasados llegarían más tarde al punto final.
          En el ínterin del descanso los grupos se tiraban por doquier. El pelotón de Cheché no era la excepción del grupo de hombres, tirados en la tierra húmeda, sudados, cansados y con fatiga muscular muy fuerte.
—Oye Pinto ¿tú crees que esto durara mucho?
—Recuerda que esta es la segunda parada, tomemos agua y estiremos las piernas. Creo que el grupo de retrasados, no va a cuadrar en esta ocasión.
—Sí, lo siento por ellos, irán al grupo de recuperación y ellos estarán más forzados que nosotros.
—Es verdad y eso que les falta llegar al campo de ejercicios.
—Diablos, si todavía falta esa maldición.
—Sí, es verdad.
—Bueno ya veremos de dónde sacamos fuerza.
—jajajajaja
— ¿De qué te ríes?
—Que esos burros de sargentos también están jalando junto a nosotros.
—Sí, es verdad, pero idiota ¿tú no ves que ellos no llevan estas malditas mochilas?
—Pues mira, no me había fijado en eso. Como siempre uno escucha su voz de burros en sabana.
—Jajajajajajajaja.
Ambos jóvenes en medio de sus penurias por la marcha forzada que tenían que realizar, sacaron tiempo para sus jugarretas.
— ¡A formar! Desde este punto hasta llegar a nuestro destino, todos habrán de agregar cinco piedras que ya están dispuestas cincuenta metros más adelante. El que no las tome ya sabe el castigo que le corresponde.
—Sargentos que se formen y marchen hacia el punto rojo.
—Sí, señor.
—Vamos marranos, que no tenemos toda la noche para cantarles sus melodías favoritas.
—Muevan esas piernas, todos se detendrán a mi señal.
— ¿Me escucharon?
— ¡Sí, señor!
          Caminaron los cincuenta metros indicados en la oscuridad y como por arte de magia, empezaron a aparecer montoncitos de piedras que por su tamaño, le agregaría unos cinco kilos más, a su ya pesada mochila. Los hombres no protestaron, eran soldados y entendían muy bien su papel. Ya lo habían aprendido, al inicio de su entrenamiento.
—Alto.
—Columna izquierda tome cinco piedras el de atrás se la colocará al de delante.
—Columna derecha, haga lo mismo de su lado y el de atrás le colocará las piedras al que tenga enfrente.
—Muévanse.
          Todos se pusieron a su faena, algunos decían entre los dientes algunas palabras impublicables, otros en silencio dejaban correr dos lágrimas por sus mejillas. Cheché no dijo nada, solo atinó a colocarle las piedras al Pinto en silencio total.
—Diablos hombre y tú no dice nada para votar la ira que uno lleva dentro.
          Cuando su amigo terminó de colocarle las piedras le dijo.
—Mira, esto es para hombre y todos sabíamos a lo que vinimos. —Aquí no se llora, se paren hombres para la Patria.
— ¡Qué Patria del diablo tú me dices! Esto no es para hombres es para animales.
—Idiota que eres Pinto. Tú no entiendes que aquí nos transforman en máquinas de matar.
— ¡A callar todos!
—Sargentos, revisen que no haya lindos o inteligentes.
—Comandante, aquí encontramos uno.
—Muy bien ¿díganme cuántas dejó?
—Tres, señor.
—Recojan las que dejó y pónganle cinco más. Ese ayudará a uno de sus compañeros retrasados.
—En marcha.
          El inteligente, como dice el refrán, ahora tenía el peso doble de lo cargado. No le valió excusas ni nada por el estilo y ya sabía además, lo que le esperaba. El último tramo se convirtió en un infierno. Los hombres se caían, en un riachuelo cercano a la fortaleza tenían que arrastrarse y se llenaron de lodos hasta su ropa interior. Cuando el grupo entró al perímetro de obstáculos parecían andrajosos, menos soldados.
          Fueron dejando las mochilas junto al primer punto y con su pesado rifle máuser empezaron otra vez sus agonías. Había que realizar todo un infierno de ejercicios. Los estaban preparando para una guerra.
—De dos en dos, correrán los obstáculos y si uno se cae, el otro es responsable de levantarlo y empezar otra vez.
—Aquí, nadie deja a nadie atrás.
—Ustedes son soldados del glorioso ejército dominicano.
— ¡Vamos, adelante!
— ¡Muévanse rápido!
          Los sargentos que estaban a cargo de los ejercicios, les sacaron hasta el alma a esos muchachos. Les gritaban, les maldecían, todo por su bien. Eran forjadores de centauros y en el Olimpo, era con fuego que se forjaban los mismos. Eran hijos de los dioses inmortales, eran soldados de la Patria.
          El último tramo era arrastrándose, en una zona de un lodazar con alambres de púas muy bajitos. Era el tramo del infierno, después de ahí a las duchas y a seguir con la rutina. Esa era su vida. Los retrasados llegaron y para ellos el suplicio fue mayor, ya que a muchos las fuerzas les fallaron y en algunos lugares se dieron golpes que imposibilitaron a algunos de continuar. Pero esa era la rutina. De ese ejercicio salió como resultado, un reordenamiento de los pelotones y se formó un pelotón con los retrasados. Estos engrosarían la plantilla de la famosa Compañía D.
—Cheché, cuando salgas de aquí ¿dónde tú quieres que te manden?
—Me gustaría quedarme aquí. Pero sé que no será así. Dejemos al destino que siga jugando su jueguito.
— ¿Te vas a casar cuando salgas?
—No lo sé, quizás me la lleve para donde me trasladen. Pero recuerdas que tengo que pedir permiso para eso. En el ejército del jefe, las cosas se hacen bien.
—Sí, ya tú sabes lo que te pasa por no pedir el permiso.
—Descuida, yo sé cómo se hacen las cosas aquí.
—Solo nos resta una semana y parece que fue ayer.
—Sí, es verdad.
          Y conversando de eso y otras cosas, los jóvenes se quitaban el barro de encima. Estaban irreconocibles en esa ocasión.
          Por otro lado, en la casa de don Pedro, ya habían recogido la mitad del maíz y aparentemente les haría falta un día más.
—María, parece que tendrás alguna ayuda. Mira quien viene por ahí.
          Ella se asoma por la puerta de la cocina y mira por el camino. Montada en una burra llegaba Rosa Elvira, la novia de Cheché.
—Buenos días. ¿Cómo les amanece?
—Buen día muchacha.
— ¿Qué haces tú tan temprano por aquí?
—Bueno, vine ayudarla a usted en algo. Sé que tienen mucho trabajo y me pareció que necesitan una mano amiga y mejor si es la mía.
—Está bien muchacha, desmonta y entra, que ya estos se van para continuar la faena.
—Gracias doña María.
—Don Pedro, ¿Cómo está usted?
—Bien, muchacha, bien.
—Cuanto me alegro.
Ella echa un ojo sobre lo recolectado y ve que hay unos cincuentas sacos y como diez serones llenos y dice.
—Don Pedro, creo que mi papá le compraría una buena parte de toda la cosecha. Dígale, o yo le digo al regresar.
—Bueno, ya veremos qué pasa hoy con lo que resta de la cosecha. Yo te aviso en la tarde.
—Está bien don Pedro.
—Entra muchacha y deja eso para después, te voy a preparar un desayunito.
—No se preocupe, ya me desayuné en casa. Usted entiende cómo es mi mamá.
—unju, sí que lo sé. Bien fajadora esa mujer.
—Entra, que hoy Carmencita amaneció con dolor de cabeza y no será de mucha cosas para mí.
—No se preocupe mi doña, yo soy una de sus hijas.
—Qué Dios te oiga y te me cuide.
          En ese momento, llegaron los muchachos con los animales y los aparejaron. Les colocaron los serones y sacos donde depositarían el maíz que era recolectado por todos. Don Pedro impartió las órdenes y la pequeña recua se encaminó por el paso del tamarindo, en la parte posterior de la casa y hacia el conuco de la colorada.
          Jengo arreaba la burra y con el palo de garrote, le atizaba sus garrotazos en el cuello al mañoso animal.
—Anda burra, camina.
—Te dije que dejaras el garrote y te pusiera una espuela, pero no me hacen caso cuando les digo a ustedes las cosas.
—Papá, esta con espuelas o con garrote, como quiera es mañosa.
—Pues anímala y veremos que no nos retarde.
—Está bien.
— ¡Qué bien! Delante de nosotros va Genaro y sus muchachos. Pienso que hoy terminamos.
—Sí, eso creo yo, ya que la zona faltante es de llano y la jarda le falta poco.
—Así es mi hijo.
—Arre burra del carrizo.
          Atizándole otro garrotazo, prosiguieron por el camino hacia el maizal de don Pedro.
          En la Fortaleza San Luís, se hacían los preparativos para la graduación de los reclutas. Hacía veinte días, que se le habían tomado las medidas para el uniforme de gala, que lucirían en ese día tan especial. A muchos se le informó hacia dónde irían cuando terminen su entrenamiento. Lo primero es que tienen cinco días de permiso para ir a su casa y ver a sus familiares, después se presentarán en sus cuarteles y recibirán sus órdenes de traslado.
          El pelotón de Cheché tenía a varios de sus miembros con méritos y van a recibir medallas por eso. Entre ellos están el Pinto y Cheché que en el mismo, quedó primero en todos los estamentos de su entrenamiento. Aunque ya habían pasado los ejercicios de evaluación, continuar con la rutina era lo normal. Fueron llamados a formación por su sargento y los arengó, inmediatamente se formaron.
— ¡Firmes!
—Descansen.
—En lo que nos resta de esta semana vamos a practicar para la graduación.
—Cada miembro de esta unidad, hará todo a su alcance para que todo salga bien.
—Primero lo haremos con el fusil al hombro y después vamos a practicar en la formación cerrada, sin el fusil.
— ¿Está claro y entendido todo?
Se escuchó el coro en todo el recinto.
— ¡Si señor!
          Al mismo tiempo los diferentes pelotones se habían formado y en conjunto practicarían la formación de la marcha de graduación. Como ya estaban divididos los grupos, todos se formaron en sus respectivos lugares encabezando la marcha, la banda de música de la brigada, que por primera vez participaba con ellos.
          Un mayor dirigía los ensayos de la unidad. En cada pelotón se veía a un capitán y un teniente teniendo, como asistentes a los sargentos instructores de los pelotones. Ese día entero solo fue cadencia de marcha, al término de la tarde estaban sudados y cansados pero algunos se le había olvidado ponerse sus desodorantes y el esfuerzo de tantos ejercicios de marcha les creó un olor muy peculiar.
—Sargento, llamó uno de los reclutas.
—Por favor ¿puede usted mandar a bañar a estos marranos que huelen a letrina?
— ¿Qué dice usted?
—Sargento… es que no podemos más con estos malos olores.
—Mire buena sica, usted me está diciendo que en este ejército lo que tenemos es un grupo de asquerosos.
          El recluta al ver la reacción del sargento, se asustó y comenzó a gaguear. En eso el sargento lo mira y dando media vuelta dice.
—Los quiero a todos aquí en un segundo.
          Salieron corriendo en tropel, unos en pantalones cortos, otros en camisetas y otros casi desnudos. Los miró un poco y les dijo.
—Denme cincuenta vuelta a la explanada, por ser los puercos de la fortaleza. En cada vuelta irán haciendo como los cerdos.
— ¿Está claro y entendido?
— ¡Si mi sargento!
—Vamos a correr.
—Los quiero oír, no los oigo.
—Mi mamá es una puerca.
—Y yo soy su puerquito
—Por eso yo canto ahora.
—Como hacen los puerquitos.
—oin, oin, oin, oin, oin, oin, oin
          Como era costumbre, ese tipo de ejercicios de castigo, no era algo fuera de lo común. Lo que sí llamó la atención era la canción que entonaban los infrascritos, mientras trotaban en el patio de la fortaleza. Por otra parte no solo ellos estaban en eso, otros pelotones también estaban dando carrera como locos. Esos daban vueltas sobre sí, en la grama, se levantaban, corrían, se tiraban en la tierra, en fin si eran sus últimos días serian bien interesantes.
          En el conuco de don Pedro había caído la tarde y se recogían los utensilios de labranzas. No había quedado una sola planta sin descocechar y para cerciorarse las quebraban todas, al quitarle las mazorcas.
—Bueno muchachos, hoy si les dimos duro. Dice don Pedro.
—Así mismo es. Repite Chencho.
—Genaro, creo que tendremos maíz para ti, y don Mamota. También para mi compadre en Las Maritas.
—Mira Pedro, dime donde tú fuiste para que la suerte te llegue en todo lo que emprendes.
—Es muy fácil Genaro.
—Cada tarde, cuando empiece el rosario en la radio, júntense en familia y récenlo. Es lo que dice el cura cuando viene.
— ¿Y tú crees en ese cura?
—En el cura quizás no, pero en las palabras que dice sí.
— ¿Estás seguro?
—Muy seguro Genaro.
—Mira, yo no creo en tonterías. A mí me criaron pensado en Dios.
—Y es por eso que todo me sale bien.
—Amén, dijeron a coro.
Una fuerte carcajada se escuchó en el lugar.
          Recogieron todos los aparejos de labranzas, utilizados para la recolección y se disponían a salir en sus cabalgaduras, cuando a lo lejos divisaron un bulto que pendía de la mata de Higüero.
— ¿Qué es eso?
— ¿Qué cosa?
—Lo que cuelga de la mata de Higüero. Dice Genaro.
—Bueno solo tenemos que ir para salir de la duda. Respondió don Pedro.
          Todos se movieron hacia el lugar y qué sorpresa se llevaron todos. Cuando vieron ahorcado a Manuel, uno de los serranos de la zona. Todos se tiraron rápido de sus monturas y corrieron para ver qué podían hacer.
—Jengo toma mi mula y corre donde el Alcalde para que venga.
—Sí señor.
          El joven se montó rápido y se dirigió hacia donde vive el Alcalde de la zona. Llegó a la casa y le hizo señas, para que los demás no se enteraran del asunto.
— ¿Qué pasa muchacho?
—Tome su montura y sígame, que en los predios de mi casa encontramos una cosa.
—Bueno, de todo modo usted lo sabrá, el loco de Manuel el peón de don Pablo Gómez lo encontramos ahorcado en los calabazos de mi casa.
— ¡No jodas!
—Así es.
—Pues vámonos y no perdamos más tiempo.
          Los dos hombres se dirigieron hacia los límites de los predios de don Pedro y al llegar, vieron el macabro espectáculo.
—Pedro, que regalito te dejo este loco aquí.
—Así es, Alcalde.
— ¿Cuándo fue que lo vieron?
—Hace unos minutos, cuando ya nos íbamos, lo raro es que mientras estábamos trabajando en el día no lo vimos merodeando por aquí.
—Bueno, así es la vida. Dice el Alcalde.
—Ayúdenme a bajarlo.
—Genaro, manda a uno de tus muchachos para que le avise a Pablo.
—Está bien Alcalde.
—Muchachos vamos a bajarlo.
          Los presentes ayudaron a la autoridad del paraje, a descender el cuerpo del ahorcado y a colocarlo en el suelo.
          Jengo se dirigió a su casa y contó lo sucedido y las mujeres se pusieron las manos en la cabeza y se lamentaron el hecho. Jengo exclamó.
—Lo malo, no es que se ahorcara, es que lo hizo en nuestras tierras.
—Mira muchacho no diga eso. Es un ser humano.
—Sí mamá, es verdad todo eso. Pero el fuñío loco, vino a fastidiarnos a todos cuando aquí las cosas estaban mejorando.
—Hay mi hijo, uno nunca sabe los designios del Señor.
—Bueno yo me voy para mi casa, dice Rosa Elvira.
—Está bien mi hija y gracias por la ayuda que nos prestaste.
—No se preocupe que todavía falta desgranar todo eso.
—Así es, ahora es que falta, dice la madre de Jengo.
—Vete con Dios.
—Que ese también quede con ustedes, en esta hora tan desagradable.
          La joven se montó en su burro y arreándolo tomó el camino hacia su casa.
          Ya la noticia se había regado como pólvora, Genaro se encargó de eso en su pulpería y fueron muchos los que se dirigieron hacia el lado del conuco de don Pedro, para ver el cadáver del ahorcado.
          Don Pablo llegó con alguno de sus muchachos y vio el cadáver que, ya lo habían bajado de la mata. Saludó a los presentes y dirigiéndose al Alcalde le pregunta.
— ¿Cómo paso?
—No lo ves, el idiota se ahorcó.
— ¿Y nadie lo vio merodeando por aquí?
—Mira Pablo, tenemos dos días trabajando en lo del maíz y en ese tiempo nadie vio ni escuchó nada. Creemos que el vino por lo que pensamos como a las tres, ya qué alrededor de la una pasamos por aquí con la penúltima carga de maíz.
—Este muchacho siempre nos decía que se iba a ahorcar. Pero siempre lo tomamos como un relajo por parte de él.
—Mira, mi deber es escribir todo eso que tú dices y hacer el informe de lo sucedido aquí.
—Sí, lo sabemos Alcalde. Pero él era un buen peón y vino de muy lejos hace un buen tiempo a trabajar con nosotros. Me cuesta creer lo que veo, pero así es la vida, medio extraña con personas inocentes.
          En eso llegaron con unas sábanas y envolvieron el cuerpo y lo terciaron en una montura para sacarlo del lugar. Como siempre, alguien tiene una caja de muerto en su casa por un por si acaso, mandaron a buscar la que estaba donde Fernando, prestada. Esa noche solo se habló en la pulpería de Genaro, del ahorcado y la conversación de su patrón.




















Capitulo XI
El graduado

          En la Fortaleza, las prácticas habían dado sus frutos, todos los conscriptos estaban como una máquina en punto. Cada paso había sido ensayado y aprendido. Los nuevos soldados que engrosarían las filas del ejército en las guarniciones distribuidas por el Estado en toda la geografía del país, sabían que habían sido preparados con el máximo de los conocimientos del momento y por expertos muy diestros. El día anterior se leyó la orden del día, donde se les felicitaba por el mérito de tomar la decisión de servir a la Patria.
          El Jefe de Estado Mayor estaría presente en su graduación y les pondría las insignias a todos. Ninguno quería perderse ese momento. Las botas relucían, las hebillas fueron tan pulidas que parecían soles de relucientes, por igual las correas, corbata y el resto de la ropa, para su graduación.
          Los sargentos hacían los recuentos y afilaban el lápiz por si alguno se pasaba de listo. Era el momento esperado por fin salían de su infierno.
En el cuartel del pelotón donde pertenecía Cheché su sargento se dirige a su tropa, que muy orgullosa había hecho una colecta para un regalo.
—Escuchen bien todos partía de inútiles.
—Desde mañana formarán parte de nuestro ejército, dirigido sabiamente por nuestro Generalísimo, esperamos que ustedes se comporten a la altura de las circunstancias. Fueron formados como soldados, nunca como mariquitas. Si hay uno, que me lo diga ahora. Tengo para él un regalo.
          En ese instante sacó una pistola calibre 45 y la puso enfrente de todos. Nadie dijo nada, ni una mosca voló en ese instante.
—Bueno, como aquí solo hay hombres, espero que actúen de esa manera.
—Ahora bien, mañana quiero que sean los mejores en ese desfile, que no se diga que el sargento Tejada forjó a flojos.
— ¿Me escucharon bien?
—Sí, mi sargento, respondieron a coro todos y por primera vez las arrugas de su sargento no parecían tan feas.
          Uno de los jóvenes dio un paso al frente y pidiendo permiso para hablar, se dirigió al sargento Tejada.
—Mi comandante, en nombre de todos los muchachos acepte este presente.
          Extendiendo el brazo le entregó una funda con algo dentro, el sargento le dijo al cabo.
—Mira a ver qué es.
Este tomó la funda y echando una ojeada le dijo.
—Parece comandante, que estas guineas averiguaron sus gustos, es del bueno.
El sargento los mira una vez más y expresa.
—Con esto no me convencerán, pero tampoco les regreso el favor, se lo confiscaré.
—Fuera todos, es tarde de descanso, mañana tienen que estar bien para la ceremonia.
          Todos salieron al patio y otros a la cantina. El área de alistados estaba llena de familiares de los próximos graduados. Antonia, hermana de Cheché estaba entre los presentes, esperando ver a su hermano que se acercaba con una sonrisa en los labios. Se saludaron efusivamente y conversaron de todas las novedades, incluyendo la noticia del ahorcado. Cheché quedó muy impresionado con la noticia, pero no le dijo nada a su hermana.
— ¿Dime cómo están mis viejos?
—Ellos están bien, mañana viene papá. Él desea estar en tu graduación y creo que tal vez venga Pedrito de la capital.
—Qué bien, me encanta esa noticia.
—Bueno, yo no podré estar, quiero que lo sepas desde ahora.
—No te preocupes, ya tú hiciste demasiado, con venir hoy y compartir este momento.
—Mira esta carta, te la manda Rosa Elvira.
          La joven le extiende un sobre y él lo toma y se lo pone en el bolsillo de su pantalón. No dice nada y siguen conversando de la vida de Antonia en la casa de su madrina. Él se para muy serio y le dice a ella.
—Quiero que tomes todas tus cosas y mañana mismo regresa a casa, no le digas nada al viejo. Yo me encargo de eso.
—No por favor Cheché, deja las cosas así y no hagamos una tormenta en un vaso de agua.
— ¿Qué tú me estás diciendo?
—Mira, tú eres mi hermana y eso nadie lo puede tolerar. No le diré nada al viejo pero te me vas y tú y yo conversamos luego.
—Está bien como tú digas.
—Que no se diga más, vete y prepara todo para que mañana te vayas con el viejo.
—No te preocupes ya tengo todo preparado, sabía que tú me diría lo mismo.
—Eso me gusta.
          La joven se despidió y se marchó del recinto militar, con la alegría de los jóvenes de la época, pero con la inquietud del temple de su hermano dándole vuelta en la cabeza.
          El reloj marcó las ocho en punto y en ese instante sonó el toque de corneta, toda la dotación estaba en formación para escuchar las notas patrias. Los pelotones estaban formados, cada soldado tenía puesto sus ropas de galas, que habían sido almidonadas y planchadas. Los filos de los pantalones cortaban y las camisas en las mangas parecían una hoja de afeitar.
          Los capitanes, sables en mano estaban al frente de sus pelotones, los tenientes ayudantes y sargentos, todos estaban en sus sitios. De repente sonó un floreo militar, entraba a las instalaciones el Jefe de Estado Mayor del ejército. Se dio el llamado de atención pertinente y todos esos pechos salieron cara al sol. Los hijos de la Patria demostraban que estaban bien formados, según las exigencias del régimen.
          Un mayor dio la orden.
— ¡Atención!
—Vista al frente.
—Presenten armas.
          Toda la guarnición formada, rindió los honores correspondientes al invitado de honor a tan digno acto.
— ¡Descansen armas! Se escuchó unos segundos después.
          La comitiva se dirigió hacia el área del desfile, donde estaban en formación los nuevos jóvenes que ese día se graduarían. Los altos oficiales se sentaron en un área especial, construida para las ceremonias de este tipo.
—General — ¿estamos listos?
—Sí, mi general.
          Haciendo una seña, el coronel encargado del acto dio inicio al evento y la banda de música entonando una marcha militar, empezó el desfile. Todos con sus ropas y fusiles bien presentados, pasaron frente al Jefe del Ejército.
          Después los pelotones de los nuevos conscriptos con una cadencia de marcha que dejó bien impresionado al alto oficial.
El jefe de la Fortaleza le dice al invitado.
—Señor, ¿me acompaña a colocar las nuevas insignias a los graduados?
—Si, como no.
          Se dirigieron a la parte frontal de los pelotones y fueron llamados los reclutas más sobresalientes de cada pelotón. Diez soldados se cuadraron firmes como figuras pétreas, frente a sus superiores. El taconeo de estos fue impresionante, se escucharon en todo el recinto.
—Jóvenes en nombre del Generalísimo y Presidente de la República, me honro en colocarles estas insignias y galones de rasos de primera clase, a cada uno de ustedes. Reciban pues los mismos y sepan que la Patria espera de todos, el mayor esfuerzo y entrega y de esta manera, combatir el comunismo ateo que está destruyendo nuestras familias.
          Caminó hacia cada uno y con los saludos de rigor entregaba lo ofrecido. Cuando llegó donde estaba Cheché se fijó en este, por su altura y porque era el único que recibía el ciclo completo de medallas, experto en rifle, pistola, conductor y buena conducta.
—General.
—A la orden señor.
—A este soldado por sus méritos, que pase a formar parte de la Brigada que forma la Guardia presidencial de su Excelencia.
—Como usted ordene se hará señor.
—A todos estos con honores, dele diez días de libertad. Al resto de las tropas lo reglamentario.
—Sí señor.
—Jóvenes, no se metan en problemas al salir de aquí, recuerden que representan al ejército y al presidente. ¿Me entendieron?
          La repuesta no se hizo esperar y un perfecto coro se escuchó en el lugar.
— ¡Sí señor!
          Los capitanes entregaron las insignias al resto de la tropa, se tomó el juramento de rigor de lealtad a la Patria. Después de terminado el protocolo de graduación se dio la orden de rompan filas. La algarabía fue tremenda y como siempre entre los militares, a los premiados y con rangos nuevos desde su graduación sus compañeros le rociaron un poco de agua. Los familiares por igual se unieron a la fiesta y los de Cheché no se quedaron atrás.
          Su padre, al estar frente a él le abrazó fuertemente y le felicitó por sus logros. Al igual su hermano Pedrito que había llegado de la capital le abrazo y le felicitó por su graduación.
—Pero, estás todo mojado.
—No es nada, eso es tradición aquí.
—Es día de fiesta y hay que gozar. Vamos a comer fuera, dijo el padre.
—Sí, pero recuerden que no puedo irme con ustedes a la casa. Eso será mañana pero no le digan nada a mi viejita.
—Se hará como tú digas.
—Pues vámonos, que tengo que estar aquí a las cinco en punto.
—Está bien, vámonos.
          Todos en el lugar estaban felices y eso dio pie a que se formaran grupos de jóvenes para salir del lugar, ya que tenían tres meses que no salían de ese sitio y parecía un siglo para algunos.
          Por supuesto, lo primero que pensaron fue ir a desquitarse los deseos de ver una mujer. Y ellos por referencia de los más viejos, fueron llevados donde la que tenía el mejor negocio de ese tipo en la ciudad corazón.
          Cheché se fue con sus familiares a comer, a una fonda cerca de la Fortaleza. Todos estaban contentos festejando y como siempre, surgen las preguntas sobre la vida militar.
—Dime una cosa.
— ¿Cómo es la vida en el cuartel?
—Veo que te adaptaste muy bien a eso.
Cheché se queda mirando a su hermano Pedrito y le dice.
—Mira, lo primero que uno aprende, y tú ya lo sabes, por todo lo que aprendimos, mientras hacíamos las marchas aquellas.
—Lo segundo, siempre hacemos lo mismo, así que ahí dentro no hay secretos.
          Todos rieron de su repuesta. Su padre no decía nada, ya que comprendió que por más que le preguntaran al muchacho nunca diría nada. Eso era el código militar, sin importar la situación, nunca decir nada a su enemigo. Mucho más en el régimen actual, donde todos eran amigos y todos eran enemigos de quien dirigía el Estado.
          La comida transcurrió de forma normal y como sus familiares tenían que visitar a la comadre y de paso ver como estaba Antonia, el grupo de los tres hombres se dirigió hacia esa casa. Cuando llegaron, la comadre lo felicitó y le brindó un cafecito.
— ¿Quieren comer algo compadre?
—No mi comadre, ya lo hicimos. Nos fuimos a celebrar la graduación de mi muchacho.
—Bueno, era con mucho gusto que la estaba ofreciendo.
—Comadre con el café basta y sobra para nosotros. Además tenemos que irnos temprano por eso de encontrar vehículos.
—Bueno comadre, Antonia me dice que se va de regreso y usted sabe cómo son estos jóvenes de hoy en día.
—Bueno, si ella se quiere ir qué se va a hacer, yo le estaba haciendo diligencias con unos amigos míos. Para conseguirle trabajo como servicios en una firma de abogados.
—Comadre, no se preocupe por eso, ella ya encontrará en algún momento que hacer. Además su hermano Pedrito le está haciendo una diligencia en la capital.
—Que quede claro compadre, que ella aquí es como uno de los míos.
—Comadre, comadre, mire a ver si ya está el cafecito.
—Está bien compadre.
          A los pocos minutos vino la comadre con tres tazas de café para don Pedro y sus hijos. Antonia no quiso, lo único que ella deseaba era salir de ahí.
          A las tres de la tarde, estaba don Pedro montado en su guagua que lo llevaría de regreso y Pedrito hacía rato que estaba camino a la capital, en la cama de un camión de cargar arroz.
          Cheché regresó a la fortaleza y se dio cuenta en ese momento que su vida era otra y él ya jamás dejaría la Fortaleza. Caminó hacia la cantina de los alistado y por el camino los reclutas les hacían el saludo, era raso primera clase, por sus méritos. Pero él se encontró con un cabo respondón y le mandó atención.
—Escuche niño bonito, donde quiera que usted me vea hágame el saludo y cuádrese en atención.
—Sí señor.
          El sargento Tejada jefe del pelotón de Cheché, pasó por el lugar y vio la acción, no dijo nada pero cuando el joven se alejó, este llama al cabo.
—Cabo, venga acá.
—Si mi sargento.
—A la orden señor.
— ¿Qué le hizo ese soldado?
— ¿Cuál soldado sargento?
—Bien como tú no sabes con quien hablabas, hace unos minutos déjame refrescarte la memoria.
—Oficial del día.
—Dígame sargento mayor.
—Este cabo es muy listo y como listo al fin, le estoy recomendando un servicio de cinco días.
—Qué bien, yo necesitaba uno para completar la patrulla.
—Pues ya lo tiene teniente.
—Usted cabo, alístese que formará parte de la patrulla en lo que resta de semana.
—Pero señor, yo estoy de día franco y me iba a mi casa.
—Yo no sé, usted está de servicio.
—Escribiente, anote al cabo en la patrulla de esta noche, mañana y pasado mañana.
—A la orden mi comandante.
          Cheché ajeno a lo que estaba pasando se fue hacia la cantina de alistados y pidió un refresco. Se lo dieron y cuando estaba terminado llegaron los otros compañeros que se habían ido a la casa de las meretrices.
— ¿A dónde se fueron ustedes? Preguntó Cheché.
—Nosotros estábamos viendo a Linda la de Daniel Santos.
—Pero ustedes están locos y si le pegan algo.
—Pinto… ¿pero tú también andabas en eso?
—Yo solo me tomé unos traguitos.
—Bueno tú te tomaste unos traguitos y a una morena.
          Todos rieron de buenas ganas en el lugar.
—Mientras tanto, yo voy a aprovechar mi permiso y me voy mañana a ver mi vieja. Cuando venga, ya estará mi traslado y me iré donde me manden.
—Yo lo haré por igual, dijo el Pinto.
—Cheché ¿qué me dices de tu novia?
— ¿Qué quieres saber de mi novia?
—Pinto, pienso que no es de tu incumbencia lo que dejes o no dejes de hacer con mi novia.
—No lo dije por nada malo.
—Eso lo sé, pero es mejor así. Yo no ando preguntando por la vida de nadie y para que lo sepan, desde ahora pondré a funcionar la rayita que me pusieron. Para algo debe de servir.
—Ahora si es verdad que nos fuñimos, además del sargento, el cabo ahora tendremos que aguantar a este primera clase.
—Así es la vida aquí adentro, todos los saben y nadie debe de llamarse a engaño. Todos queremos tener estas famosas rayitas como tú la llama.
          La conversación terminó ahí, en medio de las celebraciones una cerveza apareció. Bebida que se estaba haciendo del gusto de la sociedad ya que no era muy popular en la población y como el administrador de la cantina de alistados era un coronel, los infelices guardias tenían que consumir sus cheles en la misma y tomar lo que ahí se sirviera.
          Pasó el día de graduación y después de izada la bandera, todos los reclutas recién graduados marcharon a visitar a sus familiares. En la salida de Santiago a Navarrete había un grupo de estos guardias entre los que se encontraba Cheché. Todos con sus uniformes y medallas recién estrenadas. Era un espectáculo ver eso. Como las bolas se cogían por rango, lo que primero apareció fue un camión y en él se montaron dos tenientes y un sargento. Estos soldados llegaban al Cruce de Esperanza.
          Luego le tocaría a Cheché y los demás, pero en un camión que cargaba maíz. En la cabina iban Cheché y otro compañero de la zona con el mismo rango, el resto en la cama del vehículo. Un camión Chevrolet, color rojo y un sonido encantador para muchos. Iban a sus casas a ver a sus familiares.
          Al llegar al Cruce de Guayacanes se desmontaron unos cuantos incluido nuestro amigo. Después cada quien tomó su ruta y Cheché quedó solo en la entrada del camino a su paraje. Saludó a unos conocidos con la mano y se proponía ir a pie, pero en eso divisó a la distancia la figura de su padre que rienda en mano iba camino a recibirlo.
          Le esperó, con una sonrisa en los labios y meneando la cabeza, dio unos pasos en lo que su padre llegaba.
—La bendición.
—Qué Dios te bendiga hijo mío.
— ¿Cómo estuvo el viaje?
—Bueno ya usted sabe, los guardias viajamos como quiera y en lo que aparezca. Pero ya estamos aquí.
—Sí, eso es lo importante, ya tú estás aquí y me quita el tormento de tu mamá.
— ¿Qué le pasa a ella?
—Nada, solo se la pasa diciendo que si esto, que si lo otro, en fin tú sabes cómo es tu mamá.
—La sorpresa que se llevará no es chiquita, ya que le dije una mentira al salir hacia aquí.
—No se preocupe por eso, estaré unos días por aquí de permiso. Ya luego iré a una nueva unidad.
          Como el camino a la casa era un poco largo, la conversación se terminó relativamente pronto. Aunque solo habían pasado apenas tres meses de su salida del lugar, para él era como un siglo. Los almácigos, los flamboyanes, tamarindos, cocos, ceiba, en fin toda la foresta del lugar, para el eran como nueva y refrescante. Todo lo encontraba nuevo, el canto de las aves, el escarceo de los carpinteros, el canto de amor de las tórtolas, él encontraba que eso era vida, era su campo y su gente.
          Al enfilar el tramo final de su camino, pasó por el frente de la pulpería de Genaro y saludó a todos los presentes con entusiasmo. Entre los presentes había un hermano de Rosa Elvira y raudo, salió hacia su casa para avisar a su hermana del hecho. Llegó jadeando a la casa, por la corrida que realizó el mismo.
— ¿A quién viste muchacho?
—A tu novio.
— ¿A quién?
—Cheché acaba de llegar y está llegando a su casa. Lo vi donde Genaro y saludó a todos.
          La muchacha miró a su madre y le hizo una seña, esta entendió perfectamente y buscó dos calabazos de agua, de los que estaban en la cocina y entró a la casa para arreglarse. Desde dentro le grita a su hermano.
— ¡Aparéjame la burra y ponle la alfombrita que hice!
—Le pones el freno viejo, que a ella no le gusta el nuevo.
—Está bien, sigue pidiendo más.
          Su madre escuchando la conversación, soltó una carcajada que inundó toda la cocina. Su hijo también se rió sobre lo dicho. Pero la felicidad de los humildes se da en las cosas más simples.
          Llegando a la casa la madre, se para en el marco de la cocina y poniendo su mano derecha sobre los ojos para tratar de ver mejor a los recién llegados, pudo ver al mozo vestido todo de kakis y reluciendo en su pecho, las medallas ganadas en su tiempo de entrenamiento. Caminó unos pasos y se paró a esperar la llegada de los viajeros. Se desmonta y va derecho hacia su vieja, con los brazos abiertos, la abrazó y besó en la frente, las mejillas y alzándola le dio unas vueltas. Ella, en medio del jubileo del momento no se daba cuenta de los presentes.
—La bendición viejita linda.
—Qué Dios te bendigas y proteja siempre mi hijo.
—Pero mírate, que hermoso te ves con esa ropa.
          El joven se retira un poco y arreglándose el uniforme, se presenta a su madre y de forma marcial le saluda. Ella lo mira como extasiada y da una vuelta alrededor del joven. Sus hermanos en ese momento, le rodean y un poco alejada aparece Antonia. La hermana consentida del joven. Se miran y abrazan de forma profunda. Ella le dice algo al oído, él mira a su hermano Jengo, que tampoco había participado en el efusivo recibimiento.
          Cheché se dirige hacia él y se abrazan de forma amistosa y este le dice.
— ¿Cómo estás?
—Bien, viendo tu entrada triunfal a la corte de los viejos.
— ¿Te sientes mal por eso?
—No, pero espero que a mí me hagan lo mismo.
—Déjate de cosas, tú sabes que aquí todos somos iguales.
—Si tú lo dices.
—Sabes que es así y por demás aquí nunca ellos tuvieron diferencias con ninguno de nosotros.
          Su madre al ver a los dos hermanos tan serios y con gestos no muy amigables se acercó y les dijo.
—Si Dios hubiese querido que las aves fueran todas iguales, las habría hecho del mismo color.
          Los dos se miraron y de forma espontánea rieron a carcajadas. Entraron todos a la enramada y Antonia parándose de la silla de guano miro hacia el camino señalando a una visita que se acercaba rápida a la casa.
—Cheché, tienes visita. Dice la joven.
          Este se levanta y sale al encuentro de la joven, camina hacia la puerta de entrada al patio de la casa y la espera a que llegue.
—Señores lo que hace el amor, miren a este. Se pone como un tortolo en la mañana.
—Cállate muchacha y mide tus palabras. Dice el padre.
          Nadie responde. La escena de la entrada del camino es de fotografía. La joven al llegar detuvo su montura y él, la tomo por la rienda, ella se desmonta de la burra y los dos por primera vez y en público se dan un beso suave en la mejilla. Se dan un fuerte abrazo que para los espectadores dura una eternidad y para los protagonistas de la escena solo son segundos.
—Hola.
— ¿Cómo estás?
—Muy bien, ya ves aquí visitándolos a todos ustedes. Me parece una eternidad el tiempo que estuve fuera.
—Sí, una eternidad para mí ya que fui la única que no pudo visitarte en tu encierro.
—No es un encierro. Solo es un entrenamiento casi igual al que hacíamos por aquí.
—Todas esas medallas ¿cómo las ganaste?
—Vamos a la casa que aquellos nos esperan.
          Tomados de las manos y jalando a la burra se encaminaron a la casa. Al llegar todos les saludan y de una vez Antonia la jala por un brazo y le dice al oído.
—Muchacha y que beso le diste. Aquí todos se quedaron mudos.
—No fue nada solo un pequeño beso. Le dice ella.
— ¿Cómo están por tu casa Rosa Elvira?
—Están todos bien doña, mi mamá le manda sus saludos. —Ella espera que ahora que regreso Cheché pasen por la casa y sean nuestros invitados.
—Bueno, vamos a ver qué día de estos será, ya que solo son pocos días que lo tendremos aquí.
—Así es mi doña.
—Mira ahora dinos a todos lo de esas medallas.
          El los mira y meneando la cabeza de un lado a otro se sonríe y solo murmura.
—Eso es solo cosas de guardias por sus trabajos. Recuerden que por la curiosidad es que se muere el ratón. Pero esas son por ser el primero de mi pelotón. Mejor dicho por tener más suerte que los demás.
          Jengo se levantó y mirándolo fijamente meneo la cabeza de un lado a otro. Su padre entendió inmediatamente que entre sus dos vástagos se habría un abismo que sería insalvable por cuestiones ideológicas.
—Viejita, mire estos dulces que le traje y estos talcos para que siga olorosa como siempre. Antonia esta pañoleta es tuya.
          La repartición llego hasta ahí, pero Carmencita que estaba en una esquina le dice de repente.
— ¿Y a mí, que me trajiste?
          Él mete la mano en una funda y saca un pequeño frasquito, extiende la mano y le dice.
—Sabes que de ningunos me he olvidado. Todo a su tiempo, solo debe de tener un poco de paciencia.
—Papá, la cachimba vieja cámbiela por esta.
El viejo mira lo que le entregan y le pregunta al joven.
—De donde sacaste dinero para comprar todo esto.
—Secretos de guardia viejo.
Todos se rieron de la expresión.
          En la enramada de la casa el grupo siguió con sus conversaciones y el tiempo fue pasando sin darse cuenta del mismo. Don Pedro tenía música puesta en su radio de pilas y el ambiente era bueno, de repente la doña se levantó y pegando una exclamación dijo.
— ¡Dios mío! La cena.
          Todos rieron de su ocurrencia y continuaron con sus conversaciones aunque, algunos eran meros espectadores del dialogo entre el padre y el joven recién llegado.
—Dime una cosa que no entiendo ¿cómo es que los ponen tan delgaditos?
—Eso es fácil de contestar. Miren la rutina no es fácil al principio ya que aquí uno hace lo mismo todos los días pero de forma diferente. Allá es lo mismo pero muchas veces.
—Pero eso es muy largo de explicar, mejor hablemos de las cosas de aquí.
          Todos entendieron muy bien que el joven no quería hablar de lo que se hace en un cuartel ya que le puede traer problemas a él y a los oyentes.
— ¿Cómo fue lo del loco ese que se ahorco?
—No fue nada, dijo Jengo.
—Solo que vino a arruinarnos en la época de cosecha nuestra vida.
—Deja eso así mi hijo, dijo el padre.
—Bueno si ustedes lo dicen.
—Veo que tienen un buen poco de maíz para desgranar.
—Así es y espero que me ayudes en eso.
—No es problema, mañana en la mañana nos ponemos a eso bien temprano.
Rosa Elvira dice en ese instante.
—Yo creía que irías a mi casa mañana en la mañana.
—No iré en la tarde después de iniciar esto. Tengo que aprovechar el tiempo y ayudar a los viejos en algo. Ya sabes que cuando me vaya ya no regresare más a la agricultura.
—Como tú lo disponga, así lo hare.
          La cena fue muy buena considerando la ocasión. Huevos fritos en manteca de cerdo, plátanos tiernos y un buen chocolate con leche. También ahí la conversación no paro y de pronto Carmencita le pregunta a Cheche.
— ¿Cuándo te casas con Rosa Elvira?
          Todos dejaron de masticar y miraron a la muchacha, algunos con las cucharas a medio camino.
          Ella al darse cuenta de lo sucedido replica.
—Bueno todos sabemos que es lo más normal en este caso.
Como debían de estar de buen humor por la llegada del joven, el padre responde.
        —No te preocupes, que cuando estos dos decidan hacerlo de seguro no te invitaran.
          La risotada del lugar se escuchó en todos los alrededores de la casa. Siguieron comiendo y los dos jóvenes solo se miraron por unos momentos como diciéndose entre sí y en sus pensamientos.
—No se preocupen que les daremos satisfacción lo más pronto posible.
          Al terminar la cena Cheché se dispuso a llevar a la joven a su casa. Seguía vestido de militar y le pidió a su padre el caballo prestado. Este le dice que sí y a los pocos minutos salían ambos hacia la casa de la joven. Le acompañaba Antonia para cubrir las apariencias de las murmuraciones.
          La noche se había pintado de estrellas y como en el campo a diferencia de la ciudad, los grillos y el canto de algún ave se escuchaban por toda parte. La brisa soplaba suavemente y al chocar con las canas y palmas producía un murmullo muy suave. Los jóvenes empezaron una conversación sobre lo dicho por Carmencita.
—Cheche, dice Antonia.
—Creo que la flaquita tienes razón en eso de casarte con Rosa Elvira.
—Lo estoy en este momento. Recuerdas, que apenas me he graduado, soy simplemente primera clase.
—Denme unos seis meses y regreso para el casamiento ya que ahorraría mi sueldo para esos fines. Ustedes saben que no tengo nada y no deseo vivir arrimado de nadie.
—Y tu Rosa Elvira ¿qué dices?
—Yo lo dejo todo a lo que disponga Cheché. Y no digo más.
—Así se habla, dice Antonia.
          Entre cuentos y anécdotas llegaron a la casa de los padres de la joven y don Mamota salió a recibirlos.
—Buenas noches don Mamota.
—Buenas noches, respondió este.
— ¿Cómo está usted y la familia?
—Bueno espero que por lo dicho por Rosa Elvira, ya sabes que estamos bien.
—Si es verdad pero usted sabe de eso llamado cortesía.
—Aja, así dicen por la ciudad.
—Veo que tienes más medallas que el presidente mi Generalísimo y Benefactor de la Patria.
—No, como el nadie y jamás me podre igualar a él.
—Es un decir muchacho, es un decir.
—Entonces eso está bien, pero con eso no se juega don Mamota.
—Lo sé muy bien.
—Entremos y conversemos un rato.
—Gracias, pero nos vamos de una vez. Mañana ya vendré con más tiempo y podremos conversar de lo que usted quiera.
— ¿Cómo van sus gallos don Mamota?
—Si supiera que ayer mismo destuse unos cinco pollitos que saldrán de primera línea. Su papá es muy bueno y ya no lo peleo más. Me ganó ocho muy buenas peleas y lo deje para unas gallinas muy especiales.
—Pues resérveme uno de esos que voy a hacer un regalo a alguien y si son como usted dice será muy bueno.
—No más te preparas la funda y te lo llevas y le dice a esa persona que es un gallo de mi traba.
—Como usted diga don Mamota.
—Que pasen buenas noche, todos.
—Igualmente ustedes.
          Salieron de la casa y al cruzar la puerta del camino real Cheché empezó a silbar una hermosa melodía que el viento llevo a los oídos de la joven y mirando por la ventana de la casa se quedó escuchándola junto a sus pensamientos de mujer.
          La noche ya entraba en su negrura y a la distancia se podían ver las luces de las lámparas y el resplandor de los fogones al ir por el camino de regreso a su casa.
          Cuando pasaron por donde Genaro se detuvieron un instante y saludaron a todos los parroquianos presentes, prometiendo Cheché ir un rato a conversar con ellos. Genaro parado en el quicio de la puerta de su pulpería dice.
—Miren, ese muchacho si no le pasa algo llegara lejos en la guardia.
— ¿Porque tú lo dices?
—Cuando uno tiene un buen gallo desde pollito uno sabe lo que va a dar. Él es así y aquí todos sabíamos que él era diferente a nosotros.
—Por eso lo digo.
          Genaro no estaba solo y uno de los concurrentes dijo.
—Ese jabaito lo que es un engreído, llego y anda exhibiendo uniforme y medallas como si uno nunca las hubiese visto.
          Todos miraron al que hablo y Genaro no se pudo contener y le dice en su cara.
—Sabes algo Marcos, si eres tan valiente ve díselo a él lo que nos dijiste.
—Saben muy bien que no se lo diré, pero yo sé que un mentiroso le dirá lo dicho por mí. No me importa y si por decir lo que creo tengo que enfrentarlo lo haré pero de frente. No piensen que lo haré por la espalda.
          Nadie dijo nada, todos quedaron en silencio y como ya era noche Genaro dijo a los presentes.
—Bueno vamos a cerrar, ya es hora de acostarme.
—Genaro y ya te bañaste, recuerda que ayer firmaste un vale.
          Todos rieron de la ocurrencia y salieron para irse a sus casas, la noche era hermosa para ver las estrellas y soñar.











Capitulo XII
Desgranando maíz

        Cada amanecer en el campo no es igual, todos los días los matices son diferentes y por tanto el ánimo de las personas también. Desde temprano en la madrugada los gallos empezaron el jolgorio de sus cantos y esto no escapó tampoco en la casa de don Pedro y muy especialmente donde duermen los muchachos.
—Ustedes no aprenderán a que no deben de tener animales dentro de los cuartos de dormir, dijo Cheché a sus hermanos.
—Sabes muy bien que ese es nuestro despertador y si lo sacamos el viejo vendrá y nos dará tremenda zarandada.
—A mí, ya se me había olvidado el despertar con un gallo.
— ¿Cómo dices?
—Lo que escuchaste, en los cuarteles no te despierta un gallo. Que va, lo hace un cabo con voz de pocos amigos o el sargento jefe de tu pelotón y eso es peligroso si lo hace él.
—Entonces no hay gallos para despertarlos. Qué bien eso dijo uno de ellos.
—Ni lo pienses que es bueno. Ustedes tienen mucho de que aprender.
— ¿Es verdad que se tienen que bañar desde la mañana?
—Sí, aunque tengas que correr lo tienes que hacer. Es cosa de higiene y hueles bien desde temprano.
—Bueno yo lo veo bien eso, dice Jengo.
          Domingo un primo de la familia y que había venido a vivir con ellos a la partida de Cheché al ejercito responde.
—Bueno eso de agua todos los días no va conmigo, la laguna por la tarde es mejor y si el agua esta fría solo algunas cosas me mojo.
          Todos rieron de buenas ganas desde temprano. Ya en la cocina doña María había encendido el fogón y ponía manteca en una paila para freír unos huevos. Los jóvenes salieron y tomando unos higüeros se dirigieron detrás de la casa y lavaron sus caras. Cheché fue el que puso la nota diferente se quedó en ropa interior y tomando un pedazo de jabón se estrego las axilas y otras partes. Después sé hecho agua y con todo el cuerpo mojado penetro al cuarto de ellos para luego salir con unos pantalones cortos que usaba en la fortaleza.
—Buen día viejita, la bendición.
—Que Dios los bendiga a todos ahora y siempre y me los libre de todo mal.
—Gracias viejita.
—Antonia ven y ayúdame con esto.
—Pero mamá.
—Ningún pero, deje a esos muchachos que decidan ellos. Recuerda que tú eres mujer no hombre.
—Que se va a hacer a este mundo, dice Antonia.
          Don Pedro ya estaba hacía rato en la enramada disponiendo la forma de trabajar en la desgranada del maíz. Los jóvenes llegan y de inmediato se ponen bajo la dirección del viejo a prepararlo todo para empezar después del desayuno a desgranar los quintales acumulados en la cosecha pasada. En eso se escucha la voz de doña María.
—Vengan todos que ya el desayuno está servido.
—Jacinto, dime una cosa y cuando fue que tú ordeñaste las vacas. Yo no te sentí levantarte hoy.
—No fue él, dice don Pedro.
—Chencho pasó por aquí y las ordeño por este vago.
          Todos rieron de lo dicho por don Pedro. Era temprano no había que buscar animales ni mojarse por las gotas del rocío. En sus mentes solo había mazorcas de maíz y sacos apilados para desgranar esa mañana. Mientras se desayunaban, doña María le dice a Domingo.
—Domingo, ponle aparejo a la burra y ve a la carnicería a traerme cinco libras de carne de cerdo. Hoy voy a hacer un locrio con habichuelas.
—Está bien tía.
—Dile que te la de, de la buena y sin mucha grasa.
—Está bien tía.
          Domingo se levanta inmediatamente qué terminó de desayunar. Caminó hacia el corral con un lazo en la mano y cruzo la cerca del mismo. El animal al ver el lazo, empezó a correr de un lado hacia otro.
—Animal del carajo, estate quieto y no me hagas perder el tiempo. Decía el muchacho.
          Después de unos minutos de ajetreo logra enlazarlo y lo hala hacia la puerta para colocarle el aparejo y la brida. El tiempo vuela y lo hizo bien rápido. Con veinticinco centavos en el bolsillo y un buen garrote en la mano, salió hacia la carnicería de la comarca a unos tres kilómetros del lugar.
          Cuando salió al camino real le atizo tremendo estacazo a la burra y le clavo las espuelas saliendo el animal por el trillo del camino a todo galope. Al pasar por donde Genaro los madrugadores concurrentes solo atinaron a decir algunas palabrotas por la forma de montar del jovencito. Genaro les dice a ellos.
—De seguro que va a la carnicería a comprar del cerdo que mataron esta madrugadita.
—Así debe de ser, dice la mujer de Genaro.
          En la casa ya todos estaban en sus lugares colocados para empezar a desgranar el maíz. Por el camino vienen unos hombres con animales de recua. Cruzan la puerta de palos y se dirigen a la casa de don Pedro.
—Buenos días todos, dicen al llegar.
—Buen día a ustedes, en que les puedo ayudar. Respondió don Pedro.
—Desmonten y siéntense, dice doña María.
          Los recién llegados se desmontaron y al rato tenían en sus manos una taza del aromático café cosechado por don Pedro en su loma. Saboreándolo entraron en conversación de una vez.
—Yo soy Pancracio y me dedico a comprar maíz por esta zona. Me dijeron que usted tiene una buena cosecha y vamos a ver si hacemos negocios.
—Don Pedro, dice uno de los recién llegados.
— ¿Dígame cuánto vale su cosecha? se la compro toda sin desgranar.
La pregunta dejo al viejo fuera de balance y mirando a los viajeros les dice.
—Bueno yo tengo aquí unas cuantas fanegas y usted me dice que la compra toda sin desgranar. Eso quiere decir que tendría que rebajar un porciento por las tuzas.
—Si usted sabe que es así.
— ¿Cuánto pesa cada saco?
—Todos los sacos promedian ciento cincuenta y seis libras.
—Esto es para que en caso de que alguien los quiera como usted lo pide solo tengamos que contar sacos haciendo un promedio de pesada cada diez sacos.
—Eso está muy bien don Pedro. Dijo el recién llegado.
—En ese caso solo les puedo vender doscientas fanegas ya que tengo otros compromisos con gente del lugar que me ayudaron en la recolecta. El precio para ustedes es de ciento sesenta la fanega.
—No don Pedro. Yo les doy ciento cincuenta y es buen precio.
—Mire don Pancracio, así me dijo usted que se llama. Mi maíz es de primera y hay otros compradores que si la comprarían al precio que les digo. Pero usted está aquí y estamos negociando.
—Está bien don Pedro, le pagare a ciento sesenta la fanega.
—Trato hecho don Pancracio.
—Aquí tiene usted una muestra de mi maíz, juzgue usted por su calidad. No se ha mojado y está bien seco.
—Vamos a chequear y cerramos el trato.
—Como usted guste amigo.
          Los dos hombres junto a los demás presente se pusieron a chequear de forma sorteada algunos sacos del maíz y a la media hora dijo don Pancracio.
—Muy bien he comprobado que su maíz además de estar seco es muy bueno. Así que hacemos el negocio.
—Yo le dije desde un principio que era bueno y estaba en excelente grado de humedad.
—Así es don Pedro, pero recuerde que uno tiene que comprobar las cosas.
—Bueno pues no se hable más y vamos a trabajar para que el día nos rinda.
—Nosotros tenemos veinte animales que pueden cargar cada uno cuatros fanegas eso me da un total de ochenta fanega en este viaje y mañana estaré aquí para el segundo viaje.
—Mi gente traerá cinco animales más y completare las doscientas fanegas que le voy a comprar.
—Bueno pues usted y yo en lo que los muchachos preparan las cargas vamos haciendo las cuentas y como acordamos cada diez sacos se pesa uno.
          Todo el mundo se puso a trabajar sin perder tiempo, había que aprovechar el tiempo y ellos sabían bien como era eso. En eso llegó Chencho y también se puso a trabajar, él sabía que se ganaba unos centavos al ponerse a trabajar junto a la familia de don Pedro.
          De regreso del pueblecito con la carne de cerdo venia Domingo y junto a él también estaba Rosa Elvira, que venía a darles una mano a las mujeres. Cosa esta muy común en los campos dominicanos. Como en la casa de la familia había un radio, este se puso a sonar y de esta forma se alegró el ambiente de todos.
          La faena no era muy suave. Cargar veinte animales con cuatro fanegas cada uno no era cosa fácil. Pero para los hombres rudos del campo acostumbrados a una vida dura era rutina común de todos.
—Vamos a ver don Pancracio si sacamos las cuentas mientras los muchachos preparan las cargas. Veo que sus mulos son bien fuertes para el ajetreo.
—Así es don Pedro, esos animales tienen conmigo un buen tiempo y están bien acostumbrados al trabajo y mejor aún a cargar duro y de lejos.
          Sentado en la mesa de la sala en la casa principal, los dos hombres estaban sacando sus cuentas. Después de un buen tiempo ambos salieron y también se pusieron a trajinar con la preparación de la carga.
          A eso de las diez de la mañana se aparecieron Carmencita y Rosa Elvira con unos vasos de jugo de naranja endulzado con azúcar prieta.
—Señores tómense un momentico y vengan a tomarse un vaso de esto, dice Carmencita.
—Vengan, vengan. También arenga Rosa Elvira.
          Todos dejaron de trabajar y por diez minutos se olvidaron de sacos, animales y maíz. Riendo al ver a Chencho sudado y bien colorado por la faena realizada.
—Chencho creo que te estás bien ganando un dinerito con eso de estar preparando los sacos.
—Pedro esto solo lo hago por usted. Yo por nadie más hago esto por aquí.
          Rieron de sus palabras pero en ese momento sonaba en la radio un disco de la Sonora Matancera y al unísono se pusieron a tatarear la canción, regresando todos a tu tarea.
          Llego el filo del mediodía y prácticamente todo estaba listo. Don Pedro le dice a su comprador algo sobre el resto de la carga.
—Mire don Pancracio, deje a uno de sus trabajadores para que vele por el resto de lo dejado en el rancho hoy.
—No don Pedro, aquí estamos entre hombre de palabras y mañana yo regreso un poco más temprano. Cuando lleguemos nosotros solo dormiremos un poco. La carga la desmonta otra gente que tengo para eso.
—Pues que no se diga más y vamos a montar lo preparado.
          Los animales se dispusieron de forma tal que cada uno recibió cuatro sacos de maíz de una fanega cada uno. Al término de unos cuarenta y cinco minutos todos estaban cargados y listos para emprender la marcha. Don Pedro les dice a los esforzados hombres.
—Bueno vamos a comer y luego se pueden ir ya que los animales están cargados.
—No don Pedro, dennos en higueritas lo que sea a cada uno y como tenemos calabacines de agua vamos por el camino comiendo. Así es mejor para nosotros.
          Así lo hicieron y al filo de la una y media de la tarde partió la recua cargada de maíz hacia su destino. Los que se quedaron vieron la larga fila encaminar sus pasos por el vetusto camino de piedras, polvo y hierbas. Algunos de ellos como Chencho no presto mucha atención a la partida. Sus intereses estaban en un plato de aluminio con una exuberante porción de lo cocinado ese día.
          Las mujeres terminaron de servir a todos y reunidos en la sombra de la enramada hacían los cuentos pertinentes sobre la faena realizada. La temporada de aguacates estaba finalizando pero ese día no falto uno en la mesa o en las manos de los comensales. Los jóvenes les gastaron una broma a Chencho.
—Bueno viejo Chencho con toda esa comida en el plato y ese aguacate y medio que casi te has comido quien duerme junto a ti hoy. Dice Jengo.
          Todos rieron de buenas ganas con la ocurrencia. Chencho se puso colorado de la vergüenza e intento pararse de donde estaba. La llenura era superior a sus deseos y no pudo. Para colmo en el esfuerzo despidió un fuerte pedo que forzó a los comensales a dejar de comer por las risas que provoco.
          Para su suerte las mujeres no estaban presentes pero al escuchar la gran risotada todas salieron encabezando el pelotón Antonia que se había mantenido por los predios de la cocina junto a su madre y las demás jóvenes.
— ¿Qué paso? Preguntaron a coro.
—Mujeres, celebramos un buen pedo. ¿De quién? No lo podemos decir. Es cosa de hombres recuerden. Riposto Cheché.
          Pero las mujeres con su buen sentido sabían muy bien cómo era la cosa y lo dejaron así. Regresaron a sus quehaceres en la cocina. Murmurando entre ellas se reían de la ocurrencia, pero no dijeron nada. Al rato de comer y saboreara un buen café dice don Pedro.
—Bien muchachos vamos a aliviar el trabajo de mañana y cómo el papa de Rosa Elvira quiere unos cuantos quintales sin desgranar, Jengo ve donde él y dile que si puede venir a buscar su maíz.
—Está bien iré inmediatamente.
—El de esa esquina es del señor Pancracio. Cómo les faltan algunos sacos vamos a ponerlos y así completamos ese lote de mañana.
          Los hombres se pusieron a trabajar arduamente y al rato de estar haciendo el trabajo se presentó don Mamota.
—Buenas tardes todos.
—Buenas sean de Dios, respondieron.
—Pedro, tu muchacho me dice que tu esta ya vendiendo el maíz.
—Así es Mamota. Ya vendimos una carga a Pancracio el del pueblo del Cruce de Guayacanes.
— ¿Y te queda mucho?
—Sí, todavía hay suficientes para ti y que me quede para mis gallinas.
—Pues no se hable más, dame sesenta fanegas y cuando vengan mis muchachos en un rato te traigo el dinero.
—No hay problemas Mamota, el maíz está ahí y solo espera por ti.
          Los dos hombres se dieron un apretón de manos y dejaron sellado el negocio. Don Mamota se montó en su animal y de inmediato partió a su casa donde prepararía lo relacionado con la carga del maíz de don Pedro. Al llegar reunió a sus trabajadores y le dio las instrucciones pertinentes a la carga.
—Preparen todos los animales vamos a buscar un maíz donde Pedro.
—Limpien bien el granero que este maíz es muy bueno y no quiero mezclarlo con el que tenemos. También quiero que saquen toda esa basura de aparejos de ese lugar.
—Me entendieron bien todo. Vamos a trabajar, muévanse.
          Los peones de Mamota se movieron y de inmediato dieron cumplimiento a las tareas encomendadas. Alrededor de las cinco y cuando ya casi los hijos y peones de don Pedro se marchaban de las labores apareció don Mamota con su recua en el filo del camino. Doña María los mira desde lejos y le dice a su marido.
—Creo que tienes más trabajo. Hay viene Mamota con sus animales y su gente.
          Don Pedro dirige la mirada hacia el camino y divisa la comitiva que lentamente se va acercando a la casa. Sin perder tiempo llama a sus hijos y les señala a los que venían.
—Ayúdenlo a preparar las cargas y pesan el primero y cada cinco sacos.
—Está bien papa, respondió Cheché.
          Al llegar la recua de animales se dirigieron al rancho contiguo a las instalaciones de la casa y se pusieron a trabajar. Venía en el grupo Tomasito, hijo de Mamota y era el responsable de velar por los intereses de su papá en la compra del maíz.
          Los dos viejos se quedaron en la casa y de inmediato doña María preparo un café junto a sus hijas.
—Antonia ve y llévale este café a tu papá y su invitado.
— ¿Cuál invitado mamá?
—Déjate de satería muchacha y lleva eso.
          Con una sonrisa en la boca como siempre llevo el café y se lo sirvió en la mesa de la casa donde los dos hombres hacían sus cálculos.
—Pedro, este año no te puedes quejar de tu suerte. Las cosechas te han favorecido muy bien y el maíz se te dio de primera.
—Bueno Mamota, de tantos años esperar era justo que un día Dios se acordara de uno. Creo yo en mi brutalidad de campesino.
—De bruto tú no tienes nada. El bruto no hace lo que tú haces, quizás nosotros no tengamos mucha escuela pero tenemos la experiencia de los años Pedro.
—Bueno, quizás tú tienes razón.
          Después de saborear el café y terminado los cálculos y cobrado el dinerito de la venta, ambos hombres se dirigieron hacia el lugar donde estaban trabajando los jóvenes. Al llegar pregunto don Mamota a los suyos.
— ¿Cómo va eso Tomasito?
—Muy bien hasta ahora papá. Este maíz es de primera y creo que podremos tener buenos animales al dárselo a comer.
—Para eso lo estamos comprando muchacho. Para nuestros animales de calidad. Nada de puercos y gallinas manilas.
          Todos rieron con las expresiones siempre pintorescas de Mamota. En el lugar al poco tiempo ya los trabajadores tenían preparado la carga y a las seis y media salían los animales hacia la casa de Mamota. En el hogar de Pedro y María quedo un silencio en la enramada del bohío. Todos estaban cansados y no querían hablar. Doña María puso el santo rosario en el radio y como una nota melodiosa se propago por todo el lugar el sonido de la letanía rezada con fervor por quienes las transmitían en la radio. Al terminar el mismo, Jengo busco un programa de rancheras y al llegar la cena eso era lo que estaban escuchando cuando de repente todos se quedaron paralizados.
          Un fuerte temblor sacudió la zona, todos los presente se arrodillaron y en sus bocas se escuchaban las correspondientes exclamaciones por lo que estaban viendo. Rodilla en tierra doña María decía dándose fuerte por el pecho.
—Magnifico señor apiádate de tus hijos. Ave María purísima ten piedad de nosotros.
Antonia no se queda atrás y con sus rodillas en tierra tan bien exclamas sus plegarias.
— ¡Señor perdónanos!
— ¡Señor perdónanos que este mundo es pecador!
Los hombres por igual hacían lo mismo que las mujeres. En medio del temor todos exclamaban. Unos de los que más vociferaban era Chencho que en su ignorancia decía cosas que en su normalidad nunca diría.
—Señor perdóname, perdóname, perdóname, déjame vivir para tener mi familia señor. Te juro que no beberé más el vino del cura. Perdóname señor.
          Pocos quizás atendieron a lo dicho por Chencho, uno de los que no se arrodillo fue Cheché al igual que su papá y Jengo. El resto estaba de rodilla con sus clamores y plegarias. Al pasar el fenómeno y regresar la calma a los presentes, empezaron a revisar si en la casa había algún daño. En esas casa de madera siempre los daños eran mínimo pero en la cocina de doña María unas tazas de las que ella consideraba de las buenas sufrieron daños al caerse y romperse por el jamaquion.
—Mamá, dice Antonia. Creo que se quedó sin tazas de las buenas solo una se salvó y tiene un llevadito en el borde.
—Déjalas en el suelo que no es bueno eso de tener cosas rotas en la casa para la gente.
          De repente se siente un pequeño remeneón en el lugar y con el mismo amor del primero las dos mujeres junto a Carmencita se arrodillaron en medio de la cocina.
—Señor que se haga tu voluntad pero líbranos de mal. Ten piedad de nosotros. Exclamaban todas dándose por el pecho.
          Como no fue tan fuerte el segundo temblor las cosas se calmaron más rápido de la cuenta. Mirándose las tres apagaron el fogón y salieron de la cocina cerrando la puerta para no entrar más en ella por esa noche. Se olvidaron de la cena y todo eso.
          Los demás que se habían quedado fuera estaban a la expectativa de una segunda replica pero no ocurrió así. A eso de las once de la noche don Pedro le dice a su familia.
—Vamos a dormir que hoy ya no tendremos más temblores de tierra. Así que acuéstense todos.
          Sin bañarse, ni cenar todos se tiraron en sus hamacas y al poco tiempo todos roncaban producto del cansancio del día y del susto llevado por el sacudión recibido. Sin importar lo sucedido el viejo Pedro como buen zorro se durmió tarde esperando cualquier cosa que pasara. Por igual su mujer tampoco pego los ojos en toda la noche esperando lo peor.
          Al empezar el canto de los gallos todos se tiraron de la cama y al ver el nuevo día dieron gracias a Dios por estar vivos después de lo sufrido la noche anterior. Las mujeres ya habían encendido los dos fogones y del corral llego la leche para el desayuno. Un grupo de huevos serviría de compaña a la yuca que ya hervía en una gran paila. La manteca fue colocada en uno de los calderos puestos y se preparaba un revoltillo con ají y tomaticos silvestres.
          Don Pedro salió a mirar los animales en lo que estaba el desayuno. Invito a su hijo Cheché a que lo acompañara y mientras se dirigían hacia el cerco de palos que formaba el corral este le pregunta a su hijo.
— ¿Tú te asustaste anoche con el temblor?
—No, eso no es nada para lo que uno escucha y ve en la guardia.
— ¿Tan duro es eso?
—Sí, es así.
—Pues que bueno, que tú estás preparado para la vida.
—No papá, lo que sucede es que uno madura demasiado rápido creo yo.
—Anja, así es.
—Creo que esa gente no durmió en su casa. Mire por el camino la recua de animales que se acerca.
—Bueno yo también lo creo pero esos salieron corriendo por el temblor creo yo.
          Los dos hombres sonrieron de la frase de ambos y se devolvieron a recibir a los recién llevados que ya se aproximaban a la empalizada de la casa. Al llegar cómo ya se esperaba todo giro sobre el temblor de tierra y el susto de cada uno de ellos.
          Don Pedro como buen anfitrión los invito a desayunar pero les respondieron que ya se habían parado en la carretera y desayunado todos. Esperaron que los hombres se desayunaran y en eso llego Chencho junto con Emeterio que les ayudaría en la ardua faena de pesar y cargar los animales de don Pancracio.
—Buenos vamos todos al rancho que deseamos terminar temprano.
          Murmurando todos y comentando lo sucedido la noche anterior todos salieron en filas a trabajar. Cada hombre tenía su mundo y sus pensamientos. Inmediatamente llegaron al rancho se despojaron de sus camisas, la engancharon en las puntas de las varas y empezaron la ardua tarea de trabajo.
                   A las once ya todo estaba listo para que la recua partiera hacia su destino final. Don Pancracio le agradeció a don Pedro por su hospitalidad y le dijo que el próximo año él estaría por ahí viendo la calidad de su maíz y haciendo negocios. No se detuvieron en la casa principal todos siguieron de largo y solo agitaron las manos para despedirse de los demás. En el rancho don Pedro dio las órdenes pertinentes y todos se pusieron a organizar los sacos y cerones que habían contenido el maíz vendido.
          A las doce del mediodía todo había terminado. Con calor y cansados se fueron a la enramada de la casa principal donde un buen moro de habichuelas coloradas y carne de cerdo guisada les esperaba a todos.
—Muchachos coman y no se vayan que les tengo su paga. Dice don Pedro.
          A cada comensal les fue entregado un plato de aluminio y una cuchara, además un jarro de agua para el añugo.
—Antonia, tráeme un poco de concón, dice Jengo.
— ¿Quién más quiere concón? Responde la muchacha.
—Todos queremos respondieron a coro.
          Con una carcajada por el chiste empezaron a comer. Antonia se aparece con la paila del moro y repartió lo pedido entre los presentes. Con bromas de todo tipo por la ocurrencia de ella que le había echado la grasa de la carme al mismo.
          Luego de la comida vino doña María como de costumbre con un aromático café en jaros para todos y en un pozuelo de porcelana para su marido. Mientras saboreaban el café todos hablaban del temblor de la noche anterior y lo que decían cada uno. Como Chencho estaba ahí alguien dijo.
—Creo que Chencho le debe al cura en su próxima visita una confesión.
          De nuevo el grupo volvió a reír de buenas ganas ya que cuando ocurren fenómenos de esa magnitud las personas dicen las tonterías más grandes del mundo.
          Metiéndose las manos en el bolsillo don Pedro saco un fajo de billetes y a cada uno les entrego una cantidad de dinero. Todos agradecieron el gesto con la promesa que para el próximo año los invite.
—Está bien veremos si estamos para esa fecha, dice don Pedro.
—Muchachos recuerden que hay que ir a chequear los becerros y achicarlos.





















Capitulo XIII
Mujer y Virgen

            En horas de la tardecita y montado en el caballito negro, llego Cheché a casa de Rosa Elvira. Al llegar saludo a todos los presentes y lo invitaron a pasar a la sala de la casa principal. Como la mayoría de las casas de la comarca la de ella estaba también diseñada igual. Una edificación principal con un comedor, una sala y los aposentos de las mujeres. Los varones tenían fuera de la casa y contiguo a la cocina un dormitorio. Era una costumbre de la época en los campos.
—Mire, ¿usted se toma un juguito de naranja que acabo de hacer?
—Si señora, con mucho gusto.
—Rosa Elvira ve y prepárale un vaso a Cheché.
          La joven se levanta de la mecedora y camina hacia la cocina. Cruza el trayecto y en su mente va pensando como su mamá la dejaría sola con el muchacho en la sala. Regreso con el vaso lleno del líquido endulzado con azúcar crema y se lo ofrece al joven. Él agarra el vaso y se queda un rato con él en la mano sin saborearlo. Siguen conversando y la vieja no se quiere despegar del lugar. La joven le hace una seña a la mamá y esta entiende pero les dice.
—Les voy a mandar a Melania para que los acompañe.
— ¡Pero mamá! No vamos a salir corriendo de aquí. Dice ella.
La vieja sale y le dijo a su hija Melania que se fuera a cuidar a su hermana. Ella le responde a la mamá.
—Pero mamá usted me va a poner de alcahueta de Rosa Elvira. Deje a esos muchachos que hablen. Estoy seguro de que tienen cosas que decirse y ni usted ni yo queremos escuchar.
—Mira muchacha, no seas loca. Si los dejamos solo son capaces de hacer una locura.
—Mamá, nadie hace locuras y menos gente grande. Iré pero no voy a estar ahí mucho rato.
Cuando la joven llego y vio a los jóvenes muy despacito les dice:
—Dense sus besitos que yo vigilo a los demás y no se preocupen por mí que ya uno sabe muy bien como es la cosa.
          Del cuento de la muchacha ambos se ríen a mandíbulas abiertas y contagia a la joven por su genialidad. Ella que aparentaba saber más que su hermana de la vida les dice.
—Rosa Elvira, yo tengo que ser tu chaperona pero a mí no me gusta esto. Así que en lo que zurzo un pantalón de papá ustedes son libres.
—Está bien veremos lo que hacemos.
          Con una conversación amena los dos jóvenes se dispusieron a pasarla bien en compañía de Melania. Conversando sobre el futuro de ellos como pareja.
—Déjense de tonterías, dice Melania que estaba escuchando a los jóvenes.
—Llévatela y asunto resuelto y me sacan de este suplicio de cuidarlo a ustedes.
—Mañana en la mañana tenemos que subir al conuco esta y yo. Te esperamos en la quebradita.
— ¡Tú estás loca! Si mamá te oye ya sabes lo que te pasara.
—No pasara nada y más vale que llegues le responde la joven. —No me gustan los cuñados cobardes.
—Miren ustedes dos, creo que están más desesperadas que yo y eso es mucho decir. Yo tengo deseos de abrazar a tu hermana pero a su tiempo.
          Termino de beber el jugo y salieron los tres de la casa. Se encaminaron a la enramada y allí de repente le dice el joven a don Mamota.
—Don Mamota yo me voy el domingo pero el sábado en la nochecita vendré con mis padres para que dejemos este noviazgo oficializado.
—Bueno, los estaremos esperando y cenaremos juntos todos. Tú sabes que aquí hemos visto con muy buenos ojos sus relaciones y veo que tú eres un muchacho de mucho respecto.
—Pues preparemos todo y que sea así. Respondió Cheche.
          El joven tomo de la mamo a la joven y empezaron a caminar por las flores de la casa. En el entorno había un jardín construido con diversas flores silvestre destacándose el jazmín que al entrar la noche dejaba escapar su aroma.
          También había una de Hilan Hilan que con su aroma sobrecogía el lugar. Al rato y ya con las estrellas fulgurando en el cielo el joven se despedía de ellos. No obstante Melania le dice en el oído.
—Cuñado mañana temprano en el camino del conuco le esperamos.
          Se encamino hacia su montura y de un salto estaba encima de la misma. Con dos taconazos en los costados el animal se puso en movimiento hacia el camino real. Como era noche prima empezó a silbar una canción para alegrar el camino. Llevando el viento el sonido de su silbar a los oído de Rosa Elvira. Ella apretando las manos en sus hombros no dejaba de suspirar por el hombre que hacía unos minutos había partido de su lado.
          Al pasar por la pulpería de Genaro saludo a todos los presentes sin desmontar de la cabalgadura. Haciendo un gesto con la mano, al mirar a los presentes diviso a su hermano Jengo entre ellos y haciéndole una seña este se acerca y le pregunta.
— ¿Tú te quedas o vienes conmigo?
—Yo ya me iba, espérame.
—Señores pásenla bien dijeron ambos jóvenes.
Los presentes por igual respondieron con el gesto y les desearon buenas noches.
— ¿Que tú hacías ahí solo?
—Conversando como todo el mundo. ¿Qué hay de malo en eso?
—No hay nada malo si lo vemos de tu punto de vista, pero yo soy guardia y por hacerme daño a mi les pueden hacer daño a ustedes.
—Tú si eres pendejo. Con el miedo que estos le tienen a la guardia solo los locos se atreven a hacer algo y ese algo es volverse loco.
—Está bien dejemos eso así.
— ¿Cuándo te vas?
—El domingo en la mañana. Si Dios quiere.
—Yo me voy a principio de mes para Licey. Las clases empiezan después del cinco.
—Por lo menos este año las cosas estarán mejor y papá podrá tener uno o dos peones ya que ni tú ni yo estaremos aquí.
—Yo le dije que deje a Chencho como su ayudante fijo.
—Bueno yo también le diré eso mismo y cuando necesite a alguien más tenemos a Emeterio y a Paquito el bizco.
          Llegaron a la casa y de inmediato Cheché que vio a Emeterio sentado en la enramada le pide por favor que le lleve el caballo al cercado cuando se marche.
—Está bien, yo te lo llevo. ¿Lo dejo suelto o con el lazo?
—Déjalo con el lazo por favor.
          Antonia lo estaba esperando a los dos con la cena preparada en sendos platos con un buen vaso de leche. Se los ofreció y ambos se marcharon a la enramada a cenar. Ya hacía rato qué, en la casa habían rezado y el radio había sido apagado.
          A lo lejos en algún lugar, alguien le daba con buenas ganas al cuero de una tambora. Se escuchaba el repiquetear de la misma. Ambos hombre se miraron pero no dijeron nada, era demasiado tarde para ir a ese jolgorio y en sus mentes había otros planes.
—A ti te quedan solo dos días, ¿Que tú piensas hacer en estos dos días?
—Yo no haré nada. Estar tranquilo y ver como mejor lo paso.
Después de cenar los tres hermanos se sentaron frente a la entrada de la cocina y sin esperar ni proponérselo los otros hermanos también se acercaron y tomando una silla cada uno se juntaron en el mismo lugar. Como por arte de magia aparece Carmencita y dice a los presentes.
—Aja, ustedes creen que yo no me puedo sentar aquí. Denme mi sitio y vamos a ver que decimos.
          Como siempre todos rieron de la ocurrencia de la hermana y Antonia sugiere un café, siendo aprobado por todos. Al momento y con las últimas brasas del fogón salió de la cocina un olor aromático: todos asintieron de satisfacción al oler lo que el viento estaba propagando. Jarros en mano aparece Antonia y reparte los mismos entre sus hermanos.
          Era ya noche cerrada, los grillos cantaban en armónica sinfonía con el consabido sonido de las ranas del lugar un poco alto para la ocasión. Jengo saca una desvencijada tambora y con un tosco palo empezó un toque, un poco cadencioso siendo acompañado por un palmoteo y un canto de salve.
          Don Pedro salió de la casa principal y al ver a su familia reunida frente a la cocina dio gracias al creador por la familia que le había tocado. Su esposa salió también y se sumaron a la algarabía familiar del momento.
          Todos durante un buen rato disfrutaron de la felicidad que gozaban y compartían por igual. Después de cantar y palmotear algunos decidieron ir a la cama. Lentamente se fueron parando, algunos se dirigieron a la parte posterior de la cocina a realizar sus necesidades fisiológicas de la noche. Ahí también se gastaron sus chistes y luego todos se dirigieron a sus hamacas y catres correspondientes.
—Nos vemos mañana si Dios quiere.
          Temprano en la mañana todos se habían levantado, la madre al ver a su hijo salir y lavarse la cara se le acerca y con un jarro de café en la mano se le queda mirando, le extiende el brazo y con una mirada de madre le pregunta disparando las palabras lentamente.
—Cuando te marches mañana ¿a dónde vas?
—Voy a Santiago, de ahí creo que me mandan a la capital. No sé a cuál compañía.
—Espero que no sea a un lugar de peligro.
—No se apure, me formaron para ser un soldado no un matón ni un policía.
—Que así sea, tomate el café.
—Voy a dar una vuelta por la loma después del desayuno, pasare mucho tiempo sin verlas.
—Está bien, yo tengo que plancharte la ropa lavada.
          Después del desayuno cada quien se fue a sus faenas y en la casa solo quedaron doña María y sus hijas. Cheché ensillo el mulo y al colocarle el pellón su hermana Antonia sale de la cocina y le pregunta.
— ¿A dónde vas?
—Voy a dar una vuelta, creo que será la última en mucho tiempo.
— ¿Puedo ir contigo en tu vueltita?
—No, esto lo quiero hacer solo, no te pongas brava. Espero que me entiendas.
—Está bien, te entiendo.
          Poniendo un pie en el estribo y dando un gran salto monto al animal, tomando el camino de la loma por el canalito. Mirando hacia derecha e izquierda, tratando de fotografiar los detalles de aquellos lugares que desde niño el ya conocía. Al llegar a la falda de la loma perteneciente a su familia torció la montura hacia la izquierda y se dirigió a los predios del padre de su novia. Tenía que cruzar una quebradita por donde corría una vaguada fina que nutria otro riachuelo. Silbando como de costumbre seguía subiendo por el camino cuando diviso una montura junto a un grayumbo.
          Al llegar al lugar miro en redondo girando la cabeza para ver si había otra persona por ahí y no ve a nadie. Se desmonta lentamente camina alrededor de la montura. La toca lentamente y mira otra vez a toda parte. Es en ese momento cuando ve a la muchacha sentada en una piedra muerta de la risa.
—Eso no se hace, dice él.
—Quería ver tu reacción al ver el animal pero no a mí. Responde ella.
— ¿Y tu hermana?
—No te preocupes por eso, ella está buscando algo. Tenemos una hora para nosotros dos.
— ¿Y que tú piensas hacer?
— ¿Yo? nada, será lo que tú me harás a mí.
—Deseas jugar con candela y eso ya tú sabes lo que trae como consecuencia.
—No me importa, ya tú me has derretido en más de una ocasión con solo mirarte.
—Pero ¿sabes bien en el lio que nos metemos?
          Ella le tapó la boca con esos labios extraordinarios que hacían de los jóvenes de su campo tener más que un sueño con ella.
          Los dos jóvenes se enfrascaron en un encuentro pasional que duro una eternidad para ellos y unos segundo a la naturaleza. La lujuria de la juventud se hizo presente en ambos. Ella dejo caer los tirillos de su vestido color rosa pálido desnudando su pecho blanco y suave. Ella era un lirio suave en sus manos. Ambos sabían dónde tocarse, la vida tiene sus libros para los seres y más cuando hacen el amor.
          Confundidos en sus caricias estaban ambos cuando escucharon un relincho de caballo. Se detuvieron en sus menesteres y él muy despacito asomo la cabeza por las hierbas. No vio a nadie. Se quedó quieto un rato más y no vio ningún otro movimiento. Los animales volvieron a estar tranquilos. Ella lo agarro por la espalda y empezaron el juego eterno de las luciérnagas pero en la soledad de la mañana.
          Sentados ambos en una gran roca vieron venir descendiendo en la burra a la hermana de Rosa Elvira. Ella joven vivaracha y maliciosa los mira y dice a ambos jóvenes.
—Bueno tortolos, espero que ya sepan lo que es la vida. Y espero que sea la buena vida.
—Y tú mi hija ¿Que tú sabes de la vida? Eres una niña para ciertas cosas.
—Nunca apueste a eso, de seguro perdería todas tus pepas de cajuil.
—Muchachas su conversatorio está muy bueno pero yo no puedo salir de aquí con ustedes. Si alguien nos ve junto ya saben la que se armaría.
—Cuñado, ¿te puedo ya llamar así? Que me importa a mí que nos vean juntos por aquí. Todo el mundo sabe que tú eres su novio y estamos en familia.
—No, no es eso. Recuerdas algo las apariencias son tan importante como la realidad.
—Bueno, ya veo que en la guardia te han enseñado a hablar fino. Pero en fin vámonos que los malditos jejenes ya me tienen cansada.
          Todos montaron y emprendieron el descenso de la quebrada. Era sábado en la mañana. Y los dos tortolos solo se miraban entre sí. Ninguno decía nada de lo ocurrido entre ellos. Su hermana por igual iba pensando si ya su hermana había perdido la virginidad en manos de su novio.
          Al salir a lo claro los tres se separaron y ella le dijo: —iré a comer a tu casa. Él movió afirmativamente la cabeza.
          Se dirigió de regreso a la casa. Su hermana Antonia estaba en el patio barriendo con un tirigüillo de palma. Esto era lo mejor para eso. Su hermana Carmencita hacia lo mismo pero con una escoba de charamicos bien seleccionado para esos fines. El piso de tierra parecía una alfombra de lo cuidadito que estaba. Las piedras en el jardín de la casa estaban pintadas de cal. Los lirios siempre estaban florecidos y las cayenas rojas eran la representación de la virtud hogareña. Él, llegó frente a la enramada y desmonto lentamente. Saludo a su hermana y movió al animal a una sombra para que se refrescara.
— ¿Cómo te fue por ahí arriba?
—Muy bien, respondió.
— ¿Por dónde anda todo el mundo?
—Mamá está terminando de plancharte la ropa. Nosotras estamos barriendo la casa. Los demás se fueron a buscar agua al rio. Papá se fue en el mulo a visitar a Genaro. Él quiere hacer una limpieza en el cafetal y está contratando a Genaro para eso.
          No dijo más nada y fue a ver a su madre. Entro en la cocina lentamente y abrazo a su viejita. Esta lo mira y le sonríe. Le señala un jarro con café. Él lo toma y se sirve un poco. Estando solo los dos le dice.
—Vieja, dígame cómo ve usted a Rosa Elvira para mí.
— ¿Que tú quieres que yo te diga? Mira eres tú que se va a casar o no con ella. Es de buena familia del lugar. Su papá es gallero pero es un buen hombre. Los demás son como todos ustedes jóvenes medios locos. Así es la vida.
— ¿Usted está de acuerdo con el matrimonio entre nosotros?
—Sí, mi hijo.
—Entonces hablare con el viejo para que busque al viejo Silo y corte los robles del canal para que me haga las tablas de la casita.
—Ya él y yo hemos hablado de eso y solo esperábamos que tú nos dijera como ahora para nosotros hacerlo.
—Está bien en la comida hablamos de eso.
          Saboreado entre palabras y palabras la aromática infusión se quedó mirando después de la última frase a su madre en su quehacer de planchar.
          La taciturna Andrea, era ese sábado la encargada de los fogones. Había llegado con unos pedazos de leña los cuales coloco inmediatamente entre los muros del mismo. Cheché al verla entrar le hala una de las trenzas negras esta reacciona y le dice.
—Tú te levantaste y saliste por ahí y sabiendo lo que me gusta andar no me llevaste. Yo desde ayer dizque haciéndote dulce y tú ni siquiera me ve.
—No, sabes bien que eres mi hermanita consentida. A todos los quiero por igual y tú no te puedes quejar de mí.
—Aja, siempre me dice lo mismo.
—jajajajaja, pero si estas celosa ahora.
          En eso entro el primo Domingo con una batea de arroz. Estaba limpiando el que prepararían para la comida de ese día. Vivía más en la casa de la tía que en la de él. Con la sonrisa en la boca mira a su primo y le dice sin importar las consecuencias de las palabras.
—Bueno primo usted se va mañana.
—Sí, me tengo que ir. El lunes me voy de traslado.
—Dime y tu novia quien te la va a cuidar.
— ¿Cómo es eso de quien me la va a cuidar?
—Usted sabe ahora ella es su novia y debe de tener a alguien para que la vigile.
—Mira Mingo. Si tú no tienes nada de qué hablar es mejor que te calles. Tú no coge cabeza carajo
          Salió de la cocina hacia la enramada donde Antonia terminaba de barrer y se sentó a mirar el camino como en espera de alguien. Pero en su mente estaban las últimas palabras del desajustado primo. Se rio solo y entro a la vivienda de la familia. Miro la camisa planchada por su madre. El almidón puesto y la fuerza aplicada por la mujer para que los filos hechos dieran la apariencia cortante de los mismos. Con sumo cuidado le coloco todas las insignias y reviso la correa y las botas. 
          Al salir de la casa ya regresaban los otros muchachos del río con la carga de agua. Por igual en la entrada del camino familiar se perfilaba las figuras de Rosa Elvira y de su madre que le acompañaba.
          Todos se quedaron mirándola mientras se acercaban y salieron al encuentro de la pareja de mujeres.
—Buenas a todos. ¿Cómo están?
—Buenas sean en nombre de Dios.
— ¿María como estas?
—Ya ves prima, como siempre en los afanes de la vida.
—Así es, nosotras nunca descansamos.
—Así es mujer. Pero estos muchachos nuestros han decidido acercarnos más y mira ya, tú y yo estamos dando trote para ver si salen a camino juntos.
          En lo que las dos mujeres seguían conversando al entrar en la cocina, los demás jóvenes se trasladaron a la enramada y continuaron conversando de sus cosas y del viaje de regreso de joven a sus quehaceres militares.
—María, debo decirte que cuando nuestra muchacha nos habló de las intenciones de tu hijo lo vimos con buen agrado que nuestras familias se acerquen más por este medio. Tú y yo somos familias y sabemos cómo nos criaron nuestros padres.
—Bueno prima, aquí nosotros por igual al ver el interés del muchacho lo sentamos y les dijimos que pensara muy bien lo que deseaba hacer. Ya que él sabe sobre nuestras creencias de cómo debe de ser una familia. Su papá se lo dijo muy claro.
—Mamota está claro que si nuestros hijos se casan tendrán una ayuda de ambos lados.
—Mira, ya Pedro le autorizo al muchacho a cortar los troncos de robles para hacer una casa y el mismo pidió que le avisaran a don Silo para que corte y asierre los palos. La casita se construirá en la entrada del camino. Eso sí, creo que ellos se irán cuando se casen a vivir al pueblo donde el este de puesto en la ciudad.
—Mira María, también Mamota va a dar lo suyo y hay otros tantos para ayudar a que ellos hagan su casita bien.
—Creo que estos muchachos van a tener lo que nosotras no tuvimos en nuestros inicios.
—Bueno, yo recuerdo que apenas Mamota tenía para un colchón y arreglamos un rincón en la casa de su mamá. Ahí viví por cinco años. Ya después y con mucho trabajo salimos de ahí y ya ve como la vida nos ha cambiado pero eso ha sido a base de esfuerzos.
—Mi hija yo espero que ellos valoren el esfuerzo.
—Eso esperamos nosotros también. Imagínate cuantos hijos tenemos Pedro y yo. En tu caso solo son tres, pero aquí somos ocho.
          Doña María mientras tanto seguía en la cocina preparando la comida para toda la familia y las invitadas. Ambas mujeres seguían conversando entre sazones y sazones, un poco de humo y ceniza de la leña. Carmencita preparaba las cucharas, los platos y vasos para el agua de la tinaja.
          Al filo del mediodía llego don Pedro, deja el animal junto al corral debajo del tamarindo. Se encamina a la enramada y saluda a los presentes. Se sienta en su sillón forrado de guano, se quita las espuelas y pide un poco de agua. Antonia cumple el cometido y le trae el jarro de agua, el viejo saluda a la joven y pregunta por sus padres y la joven le responde.
—Mi mamá está con doña María por la cocina y papá está con sus gallos.
—Gracias muchacha.
Don Pedro con su picardía le dice a la muchacha lo siguiente.
—Bueno a tu pollito solo le quedan horas aquí, así que ustedes deben desear estar comiendo gallina en la salita.
—Papá, deje sus bromas. Usted sabe que con eso no se juega.
          Al ver las orejas rojas del muchacho por la vergüenza todos rieron de buenas ganas en la enramada.
          Las mujeres al escuchar las risas de los que estaban en la enramada, salieron para enterarse de las causas de la misma y al explicarles los motivos ambas también se rieron.
Era el filo del mediodía, todas las mujeres estaban armando la mesa principal de la casa. Eran invitadas especiales Rosa Elvira y su madre. Todos se pararon frente a la mesa y como de costumbre en el campo dieron gracias a Dios por los alimentos. Después se sentaron y cuando iban a comenzar a comer se escucha en la puerta la voz de don Mamota.
—Cabe una silla más por ahí.
—A buen tiempo Mamota, entra te estábamos esperando. Mira tú silla ahí.
          Desde ese momento se animó más la conversación en la mesa. Mamota con su locuaz conversación fue el centro de atención. Hablo hasta por los codos de sus gallos y lo bien que le ha ido con el maíz comprado a don Pedro. Al final de la comida doña María les dice a los comensales.
—Señores, desean un poco de café.
A coro todos dicen que sí.
          Como por arte de magia aparece en el umbral de la puerta la jovencita Carmencita con una bandeja y sendas tazas de café. Repartió a cada comensal y al quedar con la bandeja la voltea con su picardía. Ocasión esta que dio pie a otra carcajada en el grupo. Los comensales disfrutaron de su aromática bebida y después se fueron a la enramada junto a la casa donde prosiguieron su conversatorio.
          Las mujeres se quedaron a recoger los platos de la mesa. Entre ellas también tenían sus conversaciones de mujeres. Las hijas de doña María terminaron la limpieza y las dos mujeres se unieron a la conversación en la enramada.
—Pedro, estos muchachos se han metido en amores. De nuestra parte no tenemos ningún reparo y haremos todo lo posible para que sigan adelante.
—Mamota, nosotros por igual. Cheché cuando me dijo que iría a tu casa le dije que nosotros no somos gentes de ponernos de mojiganga. Yo le hable bien claro pero él es un hombre, hecho y derecho que se ha querido labrar su vida como soldado y espero que le vaya bien en su carrera y junto a tu hija.
—Prima, ya usted y yo hemos hablado sobre lo nuestro y haremos lo posible para que este noviazgo llegue a buen término.
—Eso esperamos María que sea así.
          Mientras tanto y dejando que los viejos arreglen el mundo de ellos los dos novios se daban un paseo por el patio de la casa mirando las flores y hablando de su aventura en el conuco del papá de Rosa Elvira. A ellos se le sumo Jengo y Antonia y comenzaron su conversación predilecta.
— ¿Qué harás en la capital?
—En verdad, como recluta que soy me tocara una buena faena de servicios, eso creo yo.
— ¿Y eso es así?
—Sí, todo el mundo en el ejército del Jefe hace servicios. Nadie se escapa a eso.
—Además, no me lo encuentro tan malo. Digo yo, hay soldados que pagan por no hacerlo y eso es bajar la moral de un soldado según lo que me enseñaron.
—Deja esa pendejada de guardias, dice Jengo.
—Está bien.
— ¿A qué horas te vas?
—Me marcho bien temprano, Jengo ira conmigo a la carretera y de ahí ya sabemos cómo uno se va. Tengo que estar a la diez de la mañana.
— ¿Me vas a escribir todos los días?
—Yo no sé si todos los días, pero recibirás mis cartas ten seguridad de eso.
          Antonia como estaba acostumbrada a leer periódicos en Santiago y escuchar las conversaciones de su malévola madrina le dice.
—Mira, no te metas en esos problemas que la gente comenta en la ciudad.
          Él se queda mirando a sus tres interlocutores y con un cambio en su rostro le dice.
—Miren muchachos, yo soy un soldado y un soldado obedece ordenes, le guste o no les guste. Esa es la vida del que se mete a esto.
—Si no me gustara lo que he aprendido, me hubiera quedado aquí junto a ustedes. Me entienden.
          Antonia para que las cosas se calmaran, tomo de la mano a su hermano y lo halo hacia adelante y le susurro algo en el oído. Este esbozo una carcajada de esas que solo se ven en un alma sana. Los otros dos tertulianos se quedan mirándolo y se encojen de hombros al mirarse entre sí.
—Nos pueden decir cuál fue el chiste entre ustedes dos.
—Excúsennos eso es cosa de hermanos.











Capitulo xiv
La llegada

          Eran las cinco de la mañana. Los gallos habían realizado una gran parte de su habitual concierto tempranero. Todos en la casa se habían levantado y en la cocina se preparaba el desayuno y un aroma a café inundaba el ambiente. Los dos animales ya habían sido ensillados y la pequeña maleta ya estaba preparada. El joven se había vestido por primera vez desde su llegada, su ropa almidonada, le hacía ver un poco más grande. En el pecho las tres medallas engalanaban el frente y en el hombro el gorro militar puesto en descanso agarrado por la hombrera.
          Nadie decía nada, todos miraban al joven y en esta ocasión su padre no iría a llevarlo. Su hermano era el responsable del encargo. Doña María le mira y solo dijo una frase.
—Que Dios te cuide y proteja en tu trabajo.
Después de eso no dijo nada, le dio un fuerte abrazo y entro en la casa mayor. No salió a ver la partida del joven. Su hermana Antonia lo miro y dándole un fuerte abrazo le dice al oído.
—Demuestra que eres el mejor, yo te cuido la avecita.
          Su padre, le dio un fuerte apretón de mano y se dirigió a la enramada, tomo su cachimba y la relleno con un buen andullo. Lo encendió y dio tres largas chupadas a la misma. Sus pensamientos volaron y solo le pedía a Dios que su muchacho en esta etapa no tropezara con los problemas de su profesión. Los demás hermanos no dijeron nada y solo le dieron un fuerte abrazo.
          Montaron en sus animales y enfilaron por el camino de la casa hacia el camino real, el silencio y el arreo de los animales era el único sonido que se escuchaba. Los grillos de la mañana estaban en silencio, tampoco la brisa soplaba.
Al cabo de un tiempo Jengo mira a su hermano y le dice.
—Te puedo hacer una pregunta.
—Sí, dice este asintiendo con la cabeza el sonido gutural.
— ¿Si te ordenan matar a un civil, tú lo harías?
          En el ambiente había un silencio que se ahondo más con la pregunta. Solo se escuchaban los cascos de los dos animales en su marcha y el sonido de una paloma que a esa hora hacía su canto.
De repente el hermano le dice seriamente al otro.
—Soy un soldado y tú junto a los que piensan como tú deben de saber que uno solo obedece órdenes y no pregunta.
— ¿Pero, si esas órdenes están mal, también las cumple?
—Sí, también las cumplo.
— ¿Tú me dispararía a mí?
—No sé. Nunca te pongas delante de un arma de fuego, puedes salir herido.
—No sabía que el régimen cambiaba las mentes de esa forma. Ahora lo comprendo que es verdad.
          Siguieron todo el camino en silencio, no pronunciaron más palabras entre ellos. Al llegar donde se quedaba su hermano detuvieron las monturas y se apearon. Ambos hombres eran bien conocidos en la zona por ser los hijos de don Pedro. Sin medir una sola palabra se estrecharon las manos y con una seña en la sien se despidieron. No había que agregar más entre ellos. Tomó la montura, la ato al aparejo de la suya y se marchó en silencio.
—Dile a mamá que no deje de rezar el tercio, como lo hace todas las tarde.
          Se arregló la ropa y miro la marcha de del que ya se alejaba también en silencio. En ese lugar solo había un viejo caballo amarrado a una empalizada, el militar no noto la presencia del dueño. Pero tampoco se descuidó. Al cabo de un rato en la distancia apareció un vehículo de carga. Le hizo seña y este se detuvo.
— ¿Me llevas?
—Seguro, suba aquí.
En ese momento, salió de la oscuridad un joven y mirando a los presente le dice a Cheché.
—Mira como nos vemos. Si hubiese querido hoy seria tu último día.
Mirando al joven le responde.
—Marcos, si lo hubiese intentado y sacando una larga bayoneta creo que no te hubiese sido tan fácil.
—Márchate a tu casa y bésale los pies a tu madre, tú naciste hoy.
          Subiendo en el vehículo este emprendió la marcha y el conductor no decía nada. Pero lo sucedido merecía un comentario y abrió la boca.
— ¿Usted lo va a denunciar?
— ¿A quién?
—Al joven que usted llamo Marcos.
—No, eso es loco y nadie le hace caso.
—Yo fuera usted y lo hiciera.
—Amigo, deje eso así y atienda su camino, que es mejor no meterse en problemas.
—Cómo usted diga mi jefe.
          El camino hacia Santiago se hizo largo, solo se escuchaba el roncar del vehículo. Al llegar a Navarrete había un retén. Le hicieron parada pero al ver al soldado montado en el vehículo lo dejaron seguir. Al entrar a la ciudad el conductor se dirigió a la fortaleza y dejo al joven junto a su maleta y un saquito en la puerta de entrada. Se despidieron y el joven dando media vuelta miro hacia la entrada y con ambas manos ocupadas camino con pasos firmes a su interior. En la puerta hizo su primera parada y dejando los tereques en el suelo saludo marcialmente al oficial de guardia y al sargento.
— ¿Qué hace tu tan temprano aquí?
—Tenía que estar en la tarde mi teniente y aproveche la mañana para venir.
— ¿Que traes ahí?
—Un pollo de calidad que le prometí al sargento y algunas cosas más.
—Está bien entra, por madrugador tendrás formación y pase de lista.
—Sí señor. Respondió de forma marcial.
          Se encaminó hacia su cuartel y en ese momento salía el pelotón a formar. Sus compañeros le saludaron y detrás de ellos salió el sargento Gutiérrez. Lo mira como bicho raro y le dice.
—Si no me trajiste el pollo ese, es mejor que te confiese con el diablo hoy, aunque sea tu último día aquí.
—Mi sargento yo soy un hombre cumplidor. Mire ahí y luego usted me dirá.
El sargento abrió el saco y mirando el contenido se queda fijo en el joven. Moviendo la cabeza le dice al joven.
—Pon eso en el cuartel y ven a formación.
—Sí señor.
          Cuando todos estaban en formación ese domingo se escucharon los mandos de los sargentos. Todos los pelotones de la brigada estaban formados. En la explanada de la fortaleza, el corneta toca el floreo a la bandera y dos sargentos la izan. Al instante se escuchan las notas del himno nacional. Después de eso vino el pase de lista y luego él rompan fila.
El muchacho se dirige a su barraca y junto al sargento revisan el pollo que este le regalo. Lo sacan al patio a una  zona donde tienen sus animales. El pollo es metido en un rejón para gallos. El sargento estaba todavía conversando con el joven cuando se escucha un atención en el lugar.
          Era el coronel comandante del batallón que también era gallero. Saluda a los presentes y mira el pollo. Lo toma en sus manos y le dice al sargento.
—Gutiérrez me puedes explicar una cosa.
—A la orden señor.
— ¿A quién le robaste este animal?
—Señor, respetuosamente, me lo acaban de regalar.
—Búscame al ladrón.
—Mi coronel, es que no es robado.
— ¿Quién dice que este animal no es robado?
—Solo una persona tiene esta raza, en toda esta región. Y es mi compadre Mamota en Guayacanes.
—Ven acá guardia del carajo y tú te robaste este animal.
          En ese momento todos los ojos estaban puestos en el joven que por la conversación se había puesto rojo de la ira.
—No mi sargento. Y es verdad lo que dice mi coronel, pero todo eso tiene una explicación. Don Mamota y yo somos parientes y este es un regalo mío hacia usted sargento.
          El coronel mira al soldado como si quisiera que la tierra se lo tragara. Dice a los presentes.
—Usted dice entonces que yo soy un mentiroso.
          Viendo que aquello del pollo se complicaba dice algo del manual de comportamiento para salir del apuro.
—Permiso para hablar a mi comandante.
Esto le sorprende que un recluta domine los códigos, cosa que muchos no hacen en un buen tiempo.
—Está bien, hable, que si dice una chapucera vas a lavar letrinas por buen tiempo.
—Señor, soy del lugar de don Mamota, su esposa es prima de mi madre y su hija es mi novia.
          El coronel lo mira como bicho raro, le entrega el animal al sargento y lo llama aparte.
—Quiero que este genio sude. Ya lo sabes.
—Coronel, tenemos un problema con ese recluta.
— ¿Qué problema podemos tener?
—Ese es el soldado que fue llamado por el Generalísimo para servirle personalmente. Y me enseño una carta de don Mamota que es compadre del Jefe.
—Pero yo solo cumplo ordenes, como usted mande se hará.
—Sargento, olvide la orden dada.
          El coronel se marchó. Sabia el que ese recluta iría a prestar servicio a la guardia presidencial pero él quería demostrar que era el jefe del lugar.
          El sargento llama a Cheché y le dice.
— Vamos a dar unas vueltas por ahí. Esto aquí no está bien y es mejor salir.
— ¿Tú conoces el prostíbulo de Carmen?
—No he salido del recinto a esos lugares sargento.
—Pues es momento de que te convierta en hombre de verdad muchacho.
—Ya lo soy sargento, ya lo soy.
—Cámbiate de ropa, nos vamos de civil para donde Carmen.
          Cómo era todavía de mañana, el cabaret de Carmen no estaba funcionando, los fiesteros decidieron caminar por el barrio de tolerancia que había en la ciudad. A esa hora era poco lo que había que ver. Al filo de las once regresaron y ya todas las meretrices estaban listas para su faena de trabajo. El lugar no era ni grande ni pequeño, era una casa más o menos normal adecuada en su parte posterior con ocho cuartos para el desempeño de la actividad más antigua del mundo.
          Entraron y en el umbral escucharon unas frases.
—Carne fresca mi sargento y temprano.
          Quien hablaba era una trigueña de Puerto Plata encargada ese día de dar la bienvenida.
—No Carmela, vengo a enseñarle a este joven el mundo de Carmen.
—Pues aproveche mi sargento, hay unas nuevecitas de Santiago Rodríguez y Monte Cristi.
—Ya veremos, ya veremos.
—Quiero ver a Carmen, ve a buscarla.
          Carmen era una Vegana, alta, blanca, elegante. De buen hablar y porte elegante. Comparona. No parecía que su trabajo era regentear una casa de prostitución. Siempre se cuidaba de no tener un chulo, era de categoría en ese sentido. Sus clientes eran de la clase alta de Santiago que visitaba su negocio. Llego a la mesa de los parroquianos y los miro sin fijarse en los detalles de los mismos. Ellos por las penumbras del lugar tampoco hicieron mucho esfuerzo.
—Para que soy buena mis amigos.
—Quería que este joven te conociera.
—Pues ya me vio, fue un gusto. Les mandaré unas jóvenes que me llegaron, trátenla bien.
—No queremos a otra, deja que él te salude por lo menos.
Ella los mira y por primera vez se fija en el porte del joven. Sus ojos negros penetrantes y con recias mandíbulas, al saludarla ella mira la dentadura y ve unos dientes bien cuidados.
— ¿Sargento de donde saco a este fenómeno de macho?
—Es virgen en estos menesteres y vengo a que me lo destuse una de tus chicas.
—No, hoy tengo una excepción en mi trabajo, soy la Madama pero soy mujer y hace mucho que aquí no pisaba un hombre de calidad.
—Bueno, yo en eso no discuto. Pago sus gastos y a las cuatro nos vamos. Comeremos aquí él y yo.
—Mira sargento, este pimpollo tiene todo pagado aquí mientras yo sea la encargada.
          Haciéndoles unas señas les indica que le siga y con otra, le indica a una chica que en ese momento aparecía en el lugar que se encargara del otro sujeto.
—Ven conmigo, hoy tú serás mi rey.
          Como era novato en esas lides nunca dijo nada de su boca. Eran cosas de hombres y en el entrenamiento había escuchado de esos lugares famosos de la zona rosa. Se encamino siguiendo a la mujer por un pasillo oscuro. Eran apenas las once de la mañana y por primera vez en su vida, estaría con una mujer de la calle. Sus pensamientos volaban en diferentes direcciones y escuchaba las voces de su hermana Antonia, su madre y de su novia. Pero en fin era hombre y por encima de todo guardia.
          Ella olía de forma exquisita, tenía una fragancia de un perfume francés regalado por uno de sus admiradores, el gobernador.
—Bueno hace unos días nos graduamos y hoy regrese para empezar mi servicio, pero me voy de traslado a la guardia presidencial.
—Ya sabía yo que un hombre de tu porte no se quedaba aquí.
—A mí me da lo mismo aquí que en la capital. Ser soldado es igual en cualquier lugar.
—No muchacho, no es igual. Tu uniforme no será igual y por tu porte será de los elegidos para los actos protocolares. Eres hermoso y ya tengo envidia de esas viejas que desearan meterte en sus camas.
—Ya lo veras, ya lo veras.
—Excúsame Carmen pero ahí hay unos señores que te buscan.
— ¿Cómo son?
—Son dos tipos bien vestidos, parecen de los que trabajan con el gordo ese que viene de la capital.
— ¿Y qué le dijeron ustedes?
—Que tú estabas ocupada y no sabíamos si podías atenderlos.
—Díganle que vengan a las ocho.
—Está bien, así se hará.
          La mujer cerró la puerta y regreso a la cama. Miro a su acompañante y tomando una toalla limpio la anatomía del joven y como buena experta se sumió en un trabajo de perfeccionamiento de los sentidos. Él despertó y miro fijamente a la mujer, le dice suavemente.
—Tú me vas a dejar sin fuerzas si sigue haciendo eso.
—No te preocupes de que nadie se muere por eso.
Después de un rato de ser tratado con la delicadeza de la nobleza, el joven sintió la satisfacción de los mortales.
—Espero que cuando te acuerdes de mi lo hagas con cariño.
—Nunca olvidare este día, ni a una vegana que sabe su profesión. Eso tenlo por seguro.
— ¿Y qué hora será?
—Déjame ver en este reloj que me dio uno de mis amigos.
          Alargando la mano, agarro un despertador que tenía en una gaveta y lo miro.
—Son las tres y media.
—Carajo, el sargento tiene que estarme esperando ahí afuera.
—No te preocupes. Él está todavía con la maeña que le envié.
          Carmen al ser una mujer alta, tenía una figura esbelta y desnuda con su tez blanca y algunas pecas le hacían ver como una diosa. Él le pasa las manos por la espalda y lentamente las baja hasta las nalgas firmes de ella.
— ¿Carmen, tú tienes hijos?
—No, eso no entra en mis planes por ahora. Aunque en un futuro pudiera ser, pero muchacho no piense en eso, lo tuyo con esa anatomía es hacer a las mujeres felices.
          A las cuatro en punto salieron ambos al salón principal. Solo tres parroquianos había en el salón. Escuchaban una canción de los Panchos, casi al mismo tiempo salió también el sargento. Miro al joven y lo palmoteo en la espalda. Le dice de un sopetón
—Espero que estés satisfecho por un buen tiempo.
—Sí, creo que estaré tranquilo por un largo rato.
          Carmen se había retirado a sus aposentos y no salió a despedirse del joven. Los dos hombres se marcharon y sobre sus vivencias no hablaron nada. Llegaron a la fortaleza y de inmediato cada uno se fue a sus cuarteles, era domingo por la tarde y ambos solos tenían deseos de dar una buena dormida.
          Unos de los compañeros de Cheché al verlo entrar se queda mirándolo y le dice con una sonrisa de oreja a oreja.
—Déjame adivinar y si me equivoco tú me corrige.
—El sargento te llevó donde Carmen, la dueña de la “Mansión del Amor”.
—Sí, tienes razón.
—Él te dijo que él invitaba y quien te atendió de forma esplendida fue Carmen.
—Tampoco te equivocas.
—Ella te hizo ver el cielo y sus estrellas y te dijo que eres un macho mil por mil.
—Ven acá ¿cómo tú sabes eso?
—Cheché, no seas pendejo todo el que le regala un pollo al sargento que casi siempre son de los buenos, él hace eso. Junto al coronel tienen un negocio y para ver la reacción de todos nosotros, les paga con ese favor.
—Diablos, me jodieron.
—No te preocupes de que lo único bueno que eso tiene es que te tiraste a Carmen el mejor cuero de todo Santiago.
—Bueno era mi primera vez en un lugar de esa categoría y en realidad no me puedo quejar. Fíjate que esa mujer hasta me baño en su bañera y me perfumo, huele.
—jajajajajaja, fuiste un buen partido para ella.
          No dijeron más nada y se recostó en su cama, al rato dormía plácidamente. A eso de las ocho de la noche se levantó y lavo la cara. Salió al patio de la fortaleza mirando hacia el lugar de la cantina para alistados. Dirigió sus pasos hacia ese lugar, entrando de forma silente. Miro a los que allí estaban dirigiéndose al mostrador de la misma.
— ¿Qué tienes por ahí de cena?
—A esta hora tendrás que esperar, respondió el encargado.
—Esperare.
—Está bien, siéntate por ahí y te sirvo en un rato.
          Mientras esperaba hacia un análisis de lo que le había pasado a él en las ultimas doce hora y meneaba la cabeza riéndose de su suerte.
          Un tipo lo había esperado para pelear pero al final se rajó al ver que él tenía una afilada bayoneta militar. Luego el lío con el coronel que termino en la cama de una puta. Esbozando una ligera sonrisa siguió esperando su cena.
          El vehículo militar se desplazaba por la carretera hacia la capital velozmente. Su conductor parecía que tenía prisa por dejar la carga que llevaba. Ocho hombres con sus pertenencias se incorporarían a las filas personales del dictador en la famosa guardia presidencial.
             Todos ellos jóvenes, de un porte marcial y uno de ellos era Cheché. Al inicio del viaje iban silentes pensando en sus familias y el mundo que dejaban. Tenían que enfrentarse a otro mundo con sus peligros pero al mismo tiempo era la elite de su ejército. En ese lugar todo era diferente; uniforme, botas y estilo de vida. Como reclutas sabían que estarían en todos los servicios disponibles en el regimiento.
          En el lugar llamado La Cumbre le hicieron un alto, ahí había un retén militar. Al leer la orden del vehículo le dieron pase no sin antes notificarlo al siguiente puesto militar a la entrada de la ciudad.
—Ustedes no se han dado cuenta de una cosa muchachos dijo el Pinto, que era uno de los trasladados.
— ¿De qué tú hablas Pinto?
—Nada, solo que al salir de la fortaleza llamaron y reportaron nuestra salida y aquí hicieron lo mismo.
— ¿Y qué tiene de malo eso Pinto?
—Que somos soldados y no veo el recelo por eso.
—Pinto no seas pendejo recuerda que el comunismo puede hacer lo mismo y se armaría tremendo problema. Es por eso que el elemento militar es controlado.
          Mirándolos a todos y meneando la cabeza de un lado a otro Cheché les dice.
—Miren, piensen en otra cosa y dejen ese conversado. Y tu Pinto te he dicho más de una vez que la bocaza te va a llevar a un buen lío.
— ¡Cállense!
          Uno de los viajeros que iba destinado como conductor a la unidad le pregunta a Cheché sobre los gallos.
— ¿Es verdad que esos gallos de que hablaban en la fortaleza son tan bueno?
—Yo no sé si son buenos, pero don Mamota los cría y cada cierto tiempo toma unos cuantos y se los trae a la capital al Jefe a su finca de San Cristóbal.
— ¡Diablos! Entonces deben de ser buenos.
— ¿Y qué tienes tú que ver con ese señor?
—Es el padre de mi novia y mi vecino de toda la vida.
          Un largo pitido de todos se escuchó en la parte posterior del camión militar. Y una carcajada siguió al mismo. Mientras tanto el camión daba unos tumbos por unos hoyos en el pavimento de la vía. Llegaron a la entrada de la ciudad y siguieron derecho hacia las instalaciones del cuerpo de ayudantes del Jefe.
—Coño, al fin llegamos. Traigo las nalgas molidas de esas jodidas tablas, dice el Pinto.
—Pendejo tu no coge cabeza, te dije que te callaras.
          El sargento les ordeno que cargaran sus pertenencias y se dirigieran a la casa de guardia, allí los recibió el oficial del día. Al verlos les ordeno pararse en atención. La línea de los ochos hombres parecía una regla. Mirándolos fijamente los fue mencionando por sus nombres y cada uno contestaba al mismo. Llamo al sargento y se los entrego para que les indicara sus cuarteles.
— ¡Atención! Recojan sus cosas y síganme. Marcando el paso, un, dos, tres, cuatro, un, dos, tres, cuatro.
          El grupo se perdió en el interior del patio de los edificios que componían la guardia presidencial. Al llegar al cuartel que los alojaría se les mando poner todo en orden para una inspección y que para eso tenían media hora.
          Cada un tomo una cama y a la media hora se escuchó en la entrada del barracón un atención de película. Era el comandante de la compañía que hacia su entrada junto a su ayudante un sargento con cara de no buenos amigos.
Los hombres estaban parados en atención, sus pechos estaban que explotaban por los inflados que estaban, el uniforme parecía correcto. El oficial los miro y empezó su trabajo. Primero las camas, aquí no encontró faltas. Luego vinieron las cajas donde se guardaban las pertenencias.
—Sargento
—A la orden señor.
—Cree usted que encontraremos algún listo en este grupo de charlatanes que nos mandaron.
—Como siempre mi sargento habrá alguno que pretenderá ser más inteligente que usted.
—Ya lo veremos.
          Abrió la primera y todo estaba en regla. Por igual la segunda y al llegar a la tercera que pertenecía al recluta Antonio este no había doblado correctamente las correas de dos que le habían entregado.
—Bueno aquí tenemos a nuestra primera gallina, anote sargento a este soldado para que se aprenda con cien flexiones como se dobla una correa.
—A la orden mi teniente.
          Prosiguió la revisión de los hombres y al llegar donde el Pinto, el oficial lo mira y dice.
—Carajo hay que ver que nos están mandando maricones aquí, fíjate que este jodido Pinto debe de tener pintas hasta en las nalgas.
          Destapó la caja y miro su contenido todo estaba aparentemente en orden, pero aquel hombre le buscaba las cuatro patas al gato.
—Dígame una cosa soldado, donde está su jabón. El que usted usara aquí.
—Respetuosamente señor, nos informaron que aquí nos darían todo eso. Por eso no lo tengo conmigo. Señor.
—A este denle diez baño y que gaste una pasta de jabón. Si no se le acaba en los diez baños que lo repita.
—Como usted mande mi comandante.
          El último en la fila era Cheché, al igual que sus compañeros su cama estaba arreglada y su caja por igual. El oficial reparo en las medallas en su pecho y dice.
—Usted debe de ser un lambe nalgas de sus sargentos instructores soldado. Tiene más medallas que el Jefe en el pecho.
—Respetuosamente señor soy graduado con honores de mi promoción junto con los que estamos aquí, señor.
— ¡Honores!
          Dándole una patada a la caja volteo todo su contenido. Sargento, que organicen bien todo esto y si encuentro algo fuera de su lugar le hago a usted responsable. El que viene aquí tiene que ser un soldado ejemplar ya que servirá en la guardia presidencial del Excelentísimo Señor Presidente de la República y no podemos tolerar que estos hombres no tengan formación ni disciplina.
—Si señor así se hará.
          Dando media vuelta salió del cuartel. El sargento de apellido Ubri los mira y les dice.
—Pónganse a arreglar las cajas y espero que todo este correcto, cuando venga deseo ver los fusiles limpios.
—Entendieron bien.
—Si mi sargento.
—Pónganse a trabajar.
          Todos entendieron el mensaje muy bien. En la guardia presidencial la disciplina era marcada y se pasaba de la raya. A la hora exacta regreso el sargento acompañado de otro de apellido Pérez Feliz, sureño por su origen pero curtido en las lides de los cuarteles, este había acompañado al Jefe desde su segunda repostulación y era hombre de confianza en la finca del mismo. Al entrar se escuchó un llamado de  atención ordenado por un cabo.
—Espero que hayan terminado su tarea.
—Les presento al sargento Pérez Feliz, él será su sargento y desde ahora él comandara este pelotón. Esto tienen una inspección ordenada por el comandante te toca a ti hacer la inspección yo me voy. Ahí te los dejo.
          El sargento era un hombre alto, trigueño, ojos color marrón pero en ocasiones parecían como si fueran verduscos, bien fuerte y de unos brazos descomunales. Mira a sus nuevos pupilos y les dice con una voz media pausada pero firme.
—Jóvenes, bienvenidos a la guardia presidencial, desde hoy soy el único que aquí da las órdenes, ustedes obedecen y ya.
—Cabo, venga aquí.
—A la orden mi sargento.
— ¿Usted vio a estos soldados hacer correctamente sus tareas?
—No mi sargento.
—Bien, vamos entonces a revisar cada caja y cama. Por supuesto esto implica el fusil que tienen asignado y que todos saben que es su mujer y puta del día.
          Al poco tiempo termina la inspección y aparentemente todo salió bien, pero siempre hay un pelo en la sopa aunque sea de la cocinera.
—Cabo, sáquelos y esperen en el patio en ropa de faena.
—Sí señor.
          Todos se cambiaron a ropa de faena, salieron los ochos al patio del recinto donde a un grupo les daban marcha serrada. Ellos miraron hacia ese lugar y de repente se escuchó la voz del cabo que dijo.
—Atención, vista al frente.
—Marchen, un, dos, tres, cuatro, un, dos, tres, cuatro.
          A las diez de la mañana termino el ejercicio y después de una ducha todos fueron conducidos a la intendencia de la dotación para recibir los nuevos uniformes y pertrechos que estarían bajo sus responsabilidades. Al llegar otra vez a su cuartel y como eran del interior le interesaba saber dónde podían encontrar a una mujer para planchar y lavar la ropa de ellos.
          Dirigiéndose al cabo todos le preguntan lo mismo y este responde.
—Bueno aquí hay unas mujeres, que vienen los viernes y recogen la ropa y la traen el lunes, lo que habría que saber es si ellas pueden hacerlo.
—Cabo, pero esta tarde podríamos ir y saber si es posible o buscar a alguien que ellas conozcan.
—Bueno muchachos déjenme ver que hacemos. Mientras tanto manténganse por ahí a discreción ya que al medio día se llamara a parada de la brigada completa.
          Cuando no se conoce el lugar lo primero que un recluta hace es tratar de saber dónde queda la cantina de alistados, como es el fiao y quienes son del lugar o provincia de ellos. Estos ocho se dedicaron a eso para matar el tiempo.
          En la tarde cuando dieron la orden de libertad se fueron a buscar quien le lavaría y le plancharías la ropa. Al llegar donde la señora, ella se asustó un poco, pero como conocía al cabo se tranquilizó.
—Carmela, dice el cabo.
—Estos muchachos necesitan a una mujer para que les lave y planche la ropa. ¿Tú puedes?
—Mire Mencia, yo tengo demasiado compromiso pero yo tengo una prima que sabe planchar muy bien y más si es para ustedes. Déjeme buscarla.
—Siéntense por donde puedan mis hijos y no miren los regueros, uno es pobre pero serio.
          La mujer se fue a buscar a su prima y unos pocos minutos después regreso con ella. Se la presento a todos y dijo.
—Esta es mi prima y yo le dije, hablen ustedes con ella.
—Mire señora, nosotros necesitamos a una persona para que nos lave y planche la ropa como hace su prima con otros guardias. ¿Usted está dispuesta a realizar el trabajo?
—Bueno, yo lo haría pero ustedes son muchos, imagínese tendría que buscar una ayuda para eso.
—Señora eso solo usted lo sabe. Nosotros pagamos cuando se cumpla el mes como todos los demás.
—Pues está bien. Cuando Carmela busque la ropa de ella yo iré y buscare la de ustedes.
          El cabo Mencia se paró y de una vez les dijo a sus párvulos vámonos que ya esto está arreglado. Se marcharon del lugar y caminando hacia el cuartel iban en fila como los pollitos por la Treinta de Marzo. A paso lento por la calle donde caminaban,  paso una unidad del servicio secreto, ellos lo miraron y siguieron, doblando hacia la entrada del palacio nacional donde tenían esa noche guardia todos ellos.
          Los días y las semanas fueron pasando y a todos, el servicio los curtió por igual. Cada uno se fue acostumbrando a vivir en la capital. Así pasó el tiempo, pero nuestro amigo Cheché siempre tenía su mente en su campo y en su novia con la que mantenía una buena comunicación por las cartas que se intercambiaban ambos.
          A los cuatro años de estar en el servicio de la guardia presidencial se le presento una oportunidad para un traslado a Santiago y ni tonto ni perezoso lo solicito.
          A los dos días fue llamado por un sargento y se presentó a la oficina del comandante. Cuadrándose y con un fuerte taconeo le dice al sargento de oficina.
—El raso primera clase Gil Ulloa se presenta señor.
Este lo mira como bicho raro y le dice.
—No sé a quién le lamiste las botas pero te salió un traslado, toma. Extendiéndole un papel con la orden de salida.
          Haciendo el saludo militar salió rápido del recinto y se dirigió a donde su sargento, mostrándole el papel. Este lo toma y mirando al muchacho le exclama.
—Sal de aquí en lo primero que encuentre, antes de que alguien se arrepienta y te manden a otro lugar. Mira ese camión va a Santiago aprovéchalo y vete.
          Él recluya ni tonto ni perezoso salió rápido con sus cosas y los monto en el vehículo que a los pocos minutos emprendió la marcha hacia su destino final y el lugar que lo marcaría para toda una eternidad.
          Al llegar a su destino se presentó en la comandancia y de una vez lo asignaron a la B Compañía de fusileros. Busco a su antiguo sargento el cual estaba como siempre entre sus gallos. Lo saludo y como tenía 72 horas de permiso se fue a su casa a visitar a su familia y a su novia. Con él llevaba el dinero de los sueldos ganados ya que no era un despilfarrador y como tenía planes de casarse había hecho sus ahorros.
          Como siempre la travesía era una odisea pero como eran guardias siempre alguien los llevaba. Al llegar al lugar donde se desmontaba para luego tomar el otro camino, que conduce hacia el paraje o sección donde vivía se encuentra con su suegro, don Mamota. Se saludan de forma efusiva y este le pregunta.
— ¿Y qué hace tu aquí muchacho?
—Estoy de traslado y tengo un permiso don Mamota, así que aproveche y vine a visitarlos a todos ustedes.
—Qué bueno, eso quiere decir que estarás por aquí unos días.
—Sí, así es.
—Dime una cosa Cheché, ¿cómo es eso de vivir en la capital?
—Bueno, hay que acostumbrarse, no es para mí en realidad. Aunque yo solo salía en algunas ocasiones ya que vivía en los cuarteles todo este tiempo y no me acostumbre. Es por eso que aproveche una oportunidad y pedí mi traslado.
—Pero muchacho y tú perdiste la oportunidad de servir en la guardia presidencial del Jefe.
—Don Mamota, deje eso así. Usted es compadre del Jefe y sabe cómo son las cosas.
          Como hombre de campo pero no tonto entendió a su interlocutor muy bien. Le dijo entonces.
—Vamos a comer algo y luego nos vamos tengo una montura extra aquí, así que te vas conmigo.
—Está bien, como usted diga.
          Enfilaban el camino de regreso y al llegar cerca de la pulpería de Genaro ya empezaban a saludar a parroquianos del lugar. Se detuvo en la misma y apeándose de la montura tomo las fundas que traía que como eran de tela no importaba cargarlas en el hombro. Le dio las gracias a don Mamota y le entrego el animal. Este se despidió de ellos y encaminó hacia su casa.
          Cheché saludo a los presente y entre ellos estaba don Silo el carpintero. Las preguntas no se hicieron esperar y el cómo pudo les contesto. Una de ellas fue la siguiente.
—Muchacho dinos una cosa, — ¿qué fue lo que paso entre tú y el loco de Marcos?
—Nada que yo sepa, eso creo.
— ¿Por qué ustedes me preguntan eso?
—Bueno a él vinieron a buscarlo unos guardias se lo llevaron y no ha regresado. Se rumora que el día que tú te marchaste el salió a tu encuentro para pelear contigo.
—Es verdad eso, pero él y yo no peleamos. Dijo algo yo le dije que si estaba loco y me fui en el camión del tal Ñico. Él vio todo lo que paso, incluso me dijo que si yo lo iba a denunciar y le dije que no.
—Pues fue el Ñico que lo delato, dice Genaro.
—Ese está en la carretera para chivatear a la gente. Ese fue el que lo fuñó, dice otro de los presentes.
          El muchacho se despidió pero ya en su mente tenía una preocupación con lo contado por sus vecinos.
          Llego donde su familia y todos se sorprendieron al verle. Le abrazaron y en ese momento la casa se llenó de alegría. Desde la partida de los varones mayores ya nada era igual. Pedrito en la capital trabajando, Jengo estudiando para maestro en Santiago y Cheché de soldado. Solo quedaban en la casa las mujeres. Cada una de ellas le daba sus mimos y halagos y él se los permitía. Su madre los miraba y le daba gracias a Dios por ese momento.
— ¿Y papá dónde está?
—Está en el conuco haciendo un repaso. Viene en la tarde.
—Vi cómo va la casita, salude a don Silo donde Genaro.
—Sí, él ya está trabajando en ella, pero se retrasó por unas lluvias y la madera se mojó. Eso ha hecho que él se retrase un poco.
—No se preocupe mi vieja. Estaré más cerca de ustedes ahora. Me trasladaron a Santiago.
          Ella le dio un beso en la mejilla y se secaba las lágrimas dándole gracias a Dios por escuchar sus plegarias. Las muchachas encendieron el radio y se escuchó música por primera vez en mucho tiempo en la casa. Por el camino a la casa se vio venir una persona montando un burro. Las mujeres que ya estaban acostumbradas a esa figura en la distancia les dijeron a Cheché.
—Por ahí viene tu novia. Esa es ella.
          La ve llegar y le ayuda a apearse del animal. Delante de todos se dan un fuerte abrazo y el la besa delante de todos. Las mujeres se ríen y les dicen.
—No se aprovechen que ya saben que aquí se respetan ciertas reglas, pero Antonia les dice a los dos.
—A la sala, que hoy es de ustedes y nadie ira a molestarlos por un rato. Yo voy a hacer un jugo de naranja para que todos nos refresquemos.
          Se dirigieron a la sala de la casa tomados de la mano y conducido por Carmencita. En ese momento se escucha la voz de Antonia que le dice a la muchacha.
—Carmencita, venga para acá ¿quién te dijo que te fuera a comer boca?
          Todos rieron de la ocurrencia. Ya doña María tenía un caldero en el fogón con agua puesta y estaba en el patio mirando cuál de las gallinas japonesas mataría. Le hizo una seña a su hija Andrea para que le ayudara y ambas con los brazos y un poco de maíz la metieron en un jergón de gallos y la agarraron. Al rato solo se veían las plumas de la infeliz ave. La cena seria entonces gallina guisada con unos buenos plátanos sancochados.
          A eso de las cinco llego don Pedro, vio el alboroto de las mujeres pero nunca pensó que uno de sus vástagos estaría en la casa. Pensó que su mujer estaría recordando algo importante. Cuando miro hacia la enramada vio a su hijo su corazón le dio un salto ya que él tenía un aprecio por ese muchacho por el temple y carácter de hombre.
          Se desmonto de su cabalgadura y ambos se confundieron en un fuerte abrazo. Con la mirada ambos hombres padre e hijo se dijeron todo. Mientras tanto en la cocina doña María, ya hacía de ese lugar el trono de su casa, con una gallina guisada para la ocasión.
— ¿Cómo estuvo eso por la capital?
—Bien, diría yo.
—Aquí ya tú puedes ver, vamos haciendo lo que se puede en tu casa. En este año llovido y eso retraso los trabajos un poco.
—Sí, mamá me estuvo explicando la situación.
— ¿Cuantos días tienes de permiso?
—Como estoy de traslado me dieron cuatro días de permiso. Eso quiere decir que estaré tres días aquí.
—Está bien eso, ya mañana seguimos hablando de algunas cosas.
—Sí, lo entiendo.
          La cena fue de esas especiales, Rosa Elvira se quedó invitada a la misma y a las siete después de terminar el santo rosario junto con Antonia y su hermano fue a llevar a la muchacha. Al llegar y ver que venía bien acompañada sus padres no dijeron nada, se saludaron y después de un rato de conversación se marcharon.
          De regreso por el camino Antonia le dijo a su hermano que se iría a vivir a la capital donde su hermano Pedrito. Este la mira y no dice nada. Ella lo mira y le dice.
—No me dirás nada por mi decisión.
—No, no te diré nada ya que eres mayor y si tú crees que puedes hacer tu vida en la capital te apoyare.
—Gracias, solo eso deseaba escuchar.
          Pasaron por la pulpería de Genaro y saludaron a los presentes. La noche se había pintado de negro y unas lucecitas en el firmamento centellaban en la distancia. Ella ingenua todavía y mirando otra vez a su hermano le dice.
—Diantre, cuantos ángeles hay en el cielo.
— ¿Cómo tú lo sabes? Dice él.
—Míralos como cuelgan haya arriba.
          Él, la mira y se ríe con una carcajada tan natural que contagia a la joven sin saber que la misma era provocada por su inocencia de mujer de campo. Llegaron a la casa y fueron a la enramada junto a los demás.
          Las conversaciones siguieron sobre las cosas y cotidianidades de cada uno. Don Pedro mirando a su hijo le pregunta.
— ¿Qué sabes tú de lo que pasa en Cuba?
— ¿Y dónde usted ha escuchado hablar de eso?
—Mire, no hable de eso con nadie y déjese de estar escuchando la radio. Un día alguien se dará cuenta y tendrá problemas. Se lo digo por su bien.
          El padre miro al muchacho y no daba crédito a lo que escuchaba. Su hijo le decía que eso era peligroso y hablaba muy despacito para que nadie escuchara su conversación.
          Por primera vez en su larga vida comprendía que no vivían en libertad como proclamaban en todos los lugares, pero no dijo nada más y regreso a su mecedora muy pensativo. El joven muy contrariado se quedó junto a la empalizada que rodeaba la casa por un buen rato. Y se dijo que debería de acortar la visita a su casa.
          El tiempo paso lentamente y al otro día todos se levantaron a realizar sus tareas cotidianas. Don Pedro tenía que ir a la loma a ver cómo iba el café y darles una vuelta a sus gallinas criollas que estaban sacadas.
Cheché se levantó un poco tarde, al llegar a la cocina doña María su madre le tenía preparado un buen desayuno. En eso llego Chencho y saludo a todos los presentes y le dijo a Antonia.
—Mira la vieja maestra quiere hablar contigo, ella quiere que tú la visite hoy.
— ¿Y qué querrá la vieja?
—No sé tú vas y lo averigua. Yo solo di el mandado.
—Chencho, se come un desayunito.
—Bueno si usted así lo quiere, no se puede decir que no.
          Cheché miraba la conversación entre ellos y se sonreía de lo inocente que era esta gente del campo y el por igual antes de irse a la guardia. De repente escucha una voz que le llama afuera.
— ¡Cheché, salga que usted y yo tenemos que hablar!
          Todos salieron al escuchar la voz amenazante en el patio de la casa. Era don Abundio padre del loco Marco. Al ver salir el muchacho de inmediato le dijo.
—Mire yo sé que mi hijo cometió una afrenta contra usted, pero eso no era para que al día de hoy uno no supiera de él y ya van cuatro años de eso. Dígame ¿que usted hizo con él?
          En eso llego el Alcalde Pedáneo en su mulo bayo y dice sin saber lo ocurrido.
—Abundio yo te dije que me dejara eso a mí y mira como lo has estropeado todo. Camina para tu casa.
—Yo no me muevo de aquí, yo vine a que arreglemos esto como hombres.
          En todo momento el joven no abrió la boca, solo escuchaba a sus interpeladores. Su madre un poco asustada dice,
—Señores pero nos estamos volviendo locos todos. Mi hijo no tiene nada que ver con lo que le ha pasado a su hijo. Es que usted no tiene respeto por mi casa.
— ¡Calmémonos carajo! Dice el Alcalde.
—Mira muchacho, explícanos que fue lo que paso entre tú y ese otro.
—Por favor mi hijo, tienes que decirnos que pasó ya que esta casa ha sido ultrajada con esto.
          El los mira a todos y paseando su mirada por cada uno de los presentes sabiendo que por primera vez fuera del cuartel tendría que poner en práctica todo lo aprendido sobre como dominar al contrario con palabras dijo:
—Miren la última vez que tuve aquí después que mi hermano me dejo en la salida, Marcos me salió al encuentro con un machete.
—Dios mío ese loco, dijo el padre.
—El me desafió a pelear pero yo no podía hacerle caso en ese momento. En eso llego el transporte que me llevo a Santiago y no supe más de él. Yo no podría hacerle daño a uno de aquí, toda mi familia vive aquí y mi novia. Seria de loco si hiciera eso.
—Yo se lo dije, este muchacho no tenía que ver con eso. Dice el Alcalde.
—Miren de lo que nada se, nada tengo que decir. Pero como veo que ustedes vinieron a la casa de mis padres espero que esto nunca más se repita en estas circunstancias. Y eso va para cualquiera que vuelva a intentar algo como esto tan desagradable.
—Camina para tu casa Abundio. Yo iré a Mao a averiguar que le paso a ese muchacho.
—Una cosa más, que nadie se entere de esto aquí. Ya que, no será por mí pero si algo les pasa a ustedes por locos yo no tendré la culpa.
          Todos quedaron con un sustito en el pecho. Lo dicho por el joven militar era lógico y ellos lo sabían.
Los dos días pasaron rápidos y al tercero él le dice a su madre,
—Yo no voy a venir por ahora, cuando la casita esté terminada vendré. No se lo digas a nadie más.
—Está bien mi hijo, tú sabrás mejor que yo lo que haces.
—Veré como gestiono una vivienda en el barrio militar de la fortaleza.
          De eso no se habló más y el resto del día pasó lento para todos. Las horas eran empujadas por bueyes cansados. Rosa Elvira esperaba en su casa a su novio en la tarde y de paso cenar juntos en familia. Las cosas pasaron y al filo de las siete Cheché se despide de los familiares de su novia. Por el camino iba pendiente de todo ya que no se fiaba de nada ni de nadie. Llego a su casa y también su madre le esperaba con un plato de cena. Este al ver a sus familiares se echó a reír. Todos se contagiaron con la alegría del joven.
—Mujeres, si me como eso exploto como la rana, dice él.
—Pues déjame llamar a Domingo, que el si no desaprovecha nada, expresa doña María.
          Al rato en la mesa no quedaba nada de lo servido y el joven mirando a sus familiares les dice.
—Bueno y que ustedes querían, que se perdiera todo eso.
Otra carcajada se escuchó en la enramada. Eran las ocho y media de la noche y como de costumbre todos ya se estaban acostando. En los campos criollos la gente se acostaba temprano, ya que todos se levantaban con los primeros rayos del sol.
          A las cinco de la mañana se levantaron todos, el joven militar por igual. Se preparó y a las seis ya salía a la carretera junto a su padre que lo saco, para que tomara uno de los vehículos que lo conduciría a Santiago. En todas las ocasiones la despedida de su padre eran difíciles pero él era un hombre y tenía que comprenderlo.
          Se despidieron y camino hacia el puesto de policía que existía en el cruce de carretera. Ahí se dispuso a esperar su transporte. Al poco tiempo paso un camión cargado de racimos de guineos que se dirigía al mercado público de Santiago. Este le hizo señales y el conductor detuvo su marcha.
—Buen día amigo, me puedes llevar.
—Claro que sí y más cuando se trata de un miembro del ejército de mi Generalísimo Trujillo. Suba pues y acomódese por ahí.
—Muchas gracias, pensé que me daría trabajo hoy conseguir quien me llevara.
—Que va amigo, quedan muchos vehículos en el camino.
         El viaje prosiguió sin contratiempo. La conversación estuvo entre el tabaco que se estaba cosechando en la zona y el deseo de que las lluvias fueran favorables para la próxima cosecha del maíz. Así paso el tiempo y llegaron a Santiago. El joven de una vez se dirigió a la Fortaleza San Luis. Paso por la casa de guardia y de allí a su cuartel. Cual no fue la sorpresa del joven al ver en la entrada a su compañero de armas el Pinto.
— ¿Que tú haces aquí hombre de Dios? No me digas que te metiste en problemas y como castigo te mandaron para acá.
—Bueno la historia es larga pero voy con treinta días de arresto para Mao.
— ¿Pero qué fue lo que paso?
—Te acuerdas de la mujer que nos lavaba y planchaba, en la capital.
—Sí, me acuerdo de ella. ¿Y que tú tienes que ver con ella?
—No es nada, es que se inventó que no le había pagado los dos últimos lavado y me dijo unas palabras y te puedes imaginar el resto. Aquí estoy y con treinta días en la costilla.
— ¿Pero, tú la déjate muy mal golpeada?
—No hombre solo fue un par de estrujones, pero tú sabes cómo son las mujeres. Bueno a ti eso no te preocupas ya que tienes lo tuyo.
—Olvida eso, lo importante es que tú no te metas en más líos donde vayas. No dañes tu carrera por tu boca, siempre te lo he dicho.
—Está bien, solo vine a bañarme ya que estoy preso recuérdalo. Un soldado lo acompaño a la cárcel de alistados donde pernoctaría hasta el día anterior donde sería llevado por un custodia a su destino.
         Cheché mirando a su amigo entro al barracón y encontró en el mismo a su sargento se saludaron de forma marcial.
—El raso primera clase Gil Ulloa reportándose mi sargento.
          Este lo mira y le responde.
—Déjate de pendejadas ve arreglas tus cosas que tenemos trabajo. Serás mi ayudante desde hoy mismo.
—Sí señor, respondió el joven.






























Capitulo XV
De regreso al burdel de Carmen

             De la jornada del día en la tarde los guardias como se le llamaba a los soldados se entretenían en las cosas cotidianas de un campamento. Como siempre se mantuvo la vida del conchoprimismo en el campamento, domino, gallos y algún juego de pelota. Pero para nuestro amigo, en ese momento su mente estaba en regresar una vez más al cabaret de Carmen, la cibaeña descomunal en belleza y cuerpo.
          Se disponía salir cuando y en el patio de la fortaleza escucha la voz del sargento que lo llama y mirando fijamente le dice.
— ¿A dónde vas?
—Señor, pienso llegar donde Carmen, la señora aquella que usted y yo fuimos.
—Pues, precisamente para ese lugar me dirigía yo. Así que nos vamos juntos.
—Como usted ordene mi comandante.
          Los dos hombres salieron y se encaminaron hacia la zona de tolerancia de la ciudad. Por el camino los hombres miraban el paisaje y de vez en cuando saludaban a uno que otro parroquiano que los saludaba.
          Al llegar cerca del negocio de Carmen, vieron un carro de esos que, pasaban lentos por las calles y el sargento dice.
—Cuando será que estos chivatos dejaran de venir a estos lugares. Por aquí no se conspira, se conspira en los clubes y country clubes de los llamados ricos. ¡Pendejos!
—Sargento, ya llegamos y deje esos pensamientos.
—Sí, vamos a despejar la mente y a gozar de lo lindo.
          Entraron y en la puerta se encontraron con un personaje muy pintoresco de la ciudad, nos referimos al síndico que fue a dormir una siestecita a ese lugar. Se saludaron y no dijeron más nada.
—Mira cómo es la vida, aquí venimos los de comunión diaria, cómo el que salió y los que nunca hacemos eso, como tú y yo.
—Sargento, yo soy de comunión semanal pero, la naturaleza llama de vez en cuando.
—Te entiendo muchacho, te entiendo.
          Dentro del local, la que estaba de turno saludo a los recién llegados y le pregunto en qué le podían servir. Los recién llegados se sentaron y de inmediato el sargento pidió un servicio de Palo Viejo. En la espera del servicio una de las damiselas le informo a la matrona del negocio de la presencia de los hombres y esta respondió.
—Mira, tráeme al joven de forma discreta y búscale a la maeña al viejo sargento. Pero cuidado que no deseo líos con los demás presente en el local.
—Así lo haré Carmen.
          La joven salió y con mucho disimulo se dirigió a los dos hombres que ya consumían parte de lo pedido.
—Mira, que dice Carmen que vengas conmigo y usted comandante espere un momento que viene una persona a hacerse cargo de usted.
—Si tú lo dice así será, respondió el sargento.
          El joven se levantó y junto a la trigueña mujer se dirigió cómo la vez anterior al interior del local. A los aposentos de la jefa del tugurio en cuestión. Toco la puerta y entro. Ya dentro miro a la mujer, se saludaron con un fuerte beso. Ella lo aprieta contra sí y le dice al joven.
— ¿Cómo estás? Espero que bien. Ya veo que tu estancia por la ciudad la supiste aprovechar muy bien. Te ves mucho mejor que la otra vez.
—Estoy bien y ya tú sabes a mí solo me toco mucho trabajo. Es lo único que le sale a un guardia y más recluta como yo.
—Sé que muchas mujeres te enamoraron y tú con tu presencia, no dijiste que no. Pero eso no es problema, ya te tengo para mí sola aquí.
—Bueno, yo estaré aquí y a tu disposición como tú me digas, mi santa.
          Ella se rió por la expresión del joven, le llamo santa.
—Mira, te sirvo lo de la última vez, sabes que yo no tomo y solo bebo jugo. No es problema para ti.
          Mientras tanto, entre palabras y palabras, ella le fue quitando la ropa a aquel hombre, cuyo torso parecía esculpido en roca por los ejercicios realizado en su trabajo. Sus manos empezaron a jugar con todas sus partes y como ahí había mucha vida, toda ella se manifestó en toda su plenitud.
—Lo que me gusta de ti es que eres el único de todos los hombres que he conocido, que sin importar el tormento a que te someto, sabes comportarte a la altura de mis exigencias.
          Él, entre largas respiraciones y un jadeo continuo le dice a la mujer en medio de todo.
—Eres única.
          Como buena maestra que ella era, lo demostró con creces y dejo al joven y él a ella complacido de forma tal que ambos quedaron dormidos por espacio de una hora o más. Despertaron ambos y como siempre el semental respondió a las exigencias de la hembra que otra vez le reclamaba sus caricias. Con palabras y juego de manos regresaron a ejercer lo dicho en las escrituras, pero estos ni crecían ni se multiplicaban. Solo daban saciedad a sus instintos carnales más profundos.
          Al término de su faena, los dos quedaron en un éxtasis y todo su entorno era inexistente ya que las fuerzas los habían abandonado y solo reflejos de lo que ambos eran quedaban. Él, la mira en silencio y le dice.
--Eres una mujer que derrotaría a todo un batallón.
Ella lo mira y de forma tierna le dice,
—No, solo por ahora a ti. Se ríe de su expresión y le tira el brazo por el pecho.
          Las penumbras de la noche fueron lentamente invadiendo el lugar, ella tenía que salir para atender su negocio y rodeando el pecho del joven le dice.
—Tengo que trabajar, te puedes quedar aquí durmiendo.
—No, no puedo quedarme hoy, pero mañana estoy franco y puedo amanecer si tú quieres.
—No tengo problemas, solo pongo una condición. Que me haga sentir como lo hiciste hoy.
—Está bien, me vestiré y saldremos juntos si no es inconveniente.
—No, sabes que no me pueden ver juntos, así no tengo problemas con otros.
Está bien, cómo tú digas.
          La mujer se acicaló y a los pocos minutos salió al salón principal del establecimiento. El joven salió junto a otra joven que fue a buscarlo por orden de Carmen. Ya en la mesa donde había dejado al sargento este lo vio sentado y medio borracho. Lo saludo y le conminó a que se marcharan. Los dos salieron juntos pero ya en la calle el sargento le dice al joven.
—Vete a la fortaleza que yo tengo que hacer otra diligencia.
—Está bien mi sargento.
          Cada uno se marchó por su lado. En el trayecto y como ya era medio tarde el joven decidió cenar en una fonda que había en una de las calles que tenía que cruzar. La cena para él fue frugal y después se tomó un café.
          Llego al recinto militar y se dirigió a su cuartel. Entro a la barraca y encontró a algunos en sus camas y otros en la cantina de la fortaleza. Se desnudó y con unos pantalones cortos se dispuso a salir al patio. En eso ve a lo lejos un corre, corre y se dirige al lugar. Llegó y trata de investigar lo que pasa.
— ¿Qué pasa?
—Hirieron al sargento Gutiérrez y creen que está muy grave.
—Pero estábamos juntos y me dijo que haría una diligencia.
—Cállate tú no sabes nada, él estaba solo.
— ¡Está bien no sé nada pero yo lo vi hace un rato con vida carajo! Responde este al otro guardia.
          En el hospital público de Santiago estaban llegando para investigar el hecho una patrulla del servicio secreto de la policía y al mismo tiempo una patrulla del ejército. Entraron en tropel y preguntaron a los médicos de turnos como está el paciente. El diagnostico no era muy favorable y por las lecciones internas de carácter reservado. Salieron de la misma forma que llegaron y se dirigieron a la zona de los hechos.
          Todos en la fortaleza comentaban el hecho y lamentaban lo ocurrido al sargento. Cheché se sumó junto a los demás, pero como todos los otros solos podían esperar la llegada de la patrulla que salió a investigar el hecho. Al mismo tiempo otra salió al lugar de los hechos para recoger las informaciones de los mirones del lugar. En cuestión de unas horas, un centenar de parroquianos estaban detenidos y bajo riguroso interrogatorio. Todos se fueron a dormir y esperaban que a la mañana siguiente ya supieran las novedades de lugar.
          El día empezó como siempre, la rutina de lugar y eso todos la sabían. En el barracón se presentó un nuevo sargento. Todos se pusieron en pie a la orden dada por el cabo Sánchez. Este nuevo sargento era blanco, muy blanco. Diría que casi albino, pero no era así. Sufría de la rara enfermedad de decoloración de la piel por tener problemas del hígado. Mirando a la tropa con desdén les dijo.
—Buenos hijos de nadie soy su nuevo sargento y aunque se lo que están pensando por mi apariencia, esta unidad debe y tiene que ser la mejor. Es por eso que desde ahora haremos unos cuantos ejercicios.
—Cabo, tome estos hombres y los que no estén de servicios van a la explanada.
—Como ordene señor.
          Para mala suerte solo tres del grupo tenían un siete a once, el resto se puso en traje de faena y fusil al hombro salieron al patio. Como si fueran reclutas les recetaron una buena tanda de reforzamiento de conocimiento. A la nueve de la mañana termino el suplicio de dos horas al cual fueron sometidos. Sudorosos pero reforzados en su moral y con la mente puesta en su antiguo sargento se dirigieron a colocar sus armas en el armazón de fusilería.
          Se dirigieron al comedor de alistados y allí le esperaba el consabido desayuno. Todos lo miraron y como siempre aunque a regañadientes todos se lo comieron. Al terminar quedaron por ahí a discreción de sus superiores por si había alguna novedad ya que otros tenían servicios más tarde.
          El tiempo pasó y en el país se dieron en lo social y político grandes cambios, unos amigos del Jefe lo mataron en una negra noche del día más claro del país, y desde ese momento muchas cosas cambiaron en poco tiempo. En el ámbito militar las fuerzas se atrincheraban según sus intereses.
          Al cumplir con sus cuatros años reglamentarios nuestro amigo Cheché ve que vivir más cerca de su casa era mejor y pidió su traslado.
          Ya nada era igual a como cuando estaba el Jefe al frente de la nación.  Todos eran héroes y muy pocos villanos. Al salir de la fortaleza que por cuatro años fue su casa se sentía vacío, sin nada de esperanzas en el alma. Durante ese período lo habían hecho cabo. Ese día seria para el su último en la ciudad y pensó pasar a despedirse de su amiga Carmen la cual lo lleno de placeres y deseos. Una pequeña maleta y un millón de recuerdo lo acompaña en su salida del recinto, camino lento pero firme según formación militar. Se paró en el punto habitual de contacto para tomar un aventón.
— ¿A dónde vas mi hijo?
—Voy al Cruce de Guayacanes. — ¿Me puedes llevar?
— ¿Vas de traslado?
—Usted pregunta demasiado amigo, vámonos.
—Como usted diga jefe.
          Durante el camino, no hablaron de nada. El cabo del ejército y su acompañante parecían dos ausentes en un desierto de ideas. El tiempo voló y llegaron a su destino.
—Llegamos amigo.
—Gracias se lo agradezco.
          Eran las diez de la mañana y él se quedó frente al puesto de policía, saludo a los presentes y se enfrascaron en una interesante conversación.
—Hola cabo, hace un buen tiempo que no venía por aquí. ¿Vienes de traslado?
—Sí, vengo a ver si cambio de ambiente, voy a la fortaleza de Mao y quizás al puesto de Laguna Salada.
—Pues te felicito.
          Tomo su maleta y empezó a caminar hacia su casa, la carretera era solitaria y las casas eran muy distantes una de otra. Cuando ya casi llegaba se encontró con la grata sorpresa de ver a su padre que regresaba de El Mamey de Puerto Plata. Los dos hombres se saludaron con un fuerte abrazo y las consabidas palabras de salutación.
          Su conversación rondo sobre la familia y la cosecha de maíz de ese año. Con los minutos, el camino, el canto de las aves y la fresca brisa llegaron a la pulpería de Genaro. Saludaron como de costumbre a los presentes y siguieron hacia la casa. Se pararon frente a la casa que estaba construyendo Cheché para su casamiento con Rosa Elvira.
—Papá, ya esto está terminado y creo que es tiempo de casarme.
—Bueno mi hijo eso solo lo sabes tú. Aquí te daremos todo el apoyo y como ya tú me has dicho que estará de puesto en Mao, mejor que resuelva eso.
—Sí, eso lo resolveré en unos días, creo que cuando vuelva el cura lo haré.
          En eso llegaron a la casa y como siempre el recibimiento fue parte de alegría en el hogar. El radio ya no sonaba, solo se encendía con el rosario, el Dictador había muerto y había de llegar la libertad. Un merengue típico sonaba y don Pedro lo mando a bajar. No se acostumbraba a la bulla del radio.
          Era el medio día y la comida estaba servida, todos se sentaron a la mesa y se disponían a comer cuando ocurrió lo inevitable. Don Pedro se desmayó frente a su silla de comer. Se olvidó la comida y se escucharon los gritos de llanto de las mujeres. Cheché toco el pecho de su padre y se dio cuenta que había fallecido en el instante.
          Con los gritos de las mujeres escuchados a la distancia, los vecinos más cercanos llegaron corriendo y vieron como el joven levantó en sus fuertes brazos a su padre y lo llevaba a su aposento para ser limpiado y en espera de la caja mortuoria.
          El primero en llegar fue Genaro y más atrás su mujer, por igual el nuevo maestro llego corriendo al escuchar los llantos de las mujeres.
— ¿Qué paso?
—Mi papá murió de un ataque al corazón.
— ¿Pero si hace un buen rato ustedes pasaron por mi casa y no se veía enfermo?
—Sí, pero la vida nos juega pasadas.
—Mira Genaro, deseo que me ayuden en esto. Estas muchachas no podrán con esto y mi mama ya tu ve como esta.
—En lo que tú digas muchacho.
          En eso llego el alcalde para levantar el acta de defunción y ver en que ayudaba a la familia. Como siempre en los campos alguien tiene una caja de muerto guardada y en la casa de don Mamota había una que sirvió para la ocasión. El muerto fue puesto en la sala de la casa. Con Chencho se mandaron sendos telegramas a los dos hijos que estaban fuera. Cheché, era fuerte mas no así las mujeres de la casa que no paraban de llorar.
          La gente de la comarca se fue juntando y ya en la tardecita había un gentío enorme. Como a las siete de la noche llego Jengo. Al ver a su hermano se abrazaron y sin mediar palabra entraron junto a la casa. Su madre al verlo cayo en el suelo con grandes gritos y clamando a su marido.
--¡Hay Jengo tu padre! Que será de mí.
          El joven muy conmovido, también abrazaba a su madre y lloraron por un buen rato. Este agarro a su madre y junto se pararon frente al ataúd por un buen rato. Ya eran las nueve de la noche, la gente se preparaba para pasar la noche en el velorio cuando se presentaron a la casa Chencho y Pedrito el hijo mayor del difunto don Pedro. Este se enteró por el camino de cómo murió ya que Chencho se lo contó todo.
          Fue recibido por su hermano Cheché y ambos conversaron antes de entrar a la casa pero alguien les dijo a las mujeres que este había llegado y a esa hora se volvieron a escuchar los gritos de las mujeres.
— ¡Hay Pedrito mi hijo! Se murió tu padre.
— ¡Hay Pedrito caramba! Que va a hacer de nosotros y de mí.
—No mamá, papá no se ira de nuestras memorias y de nuestras vidas. Él supo darnos todos los valores para ser una familia fuerte.
          Llegaron los familiares de Rosa Elvira encabezados por don Mamota. Todos en conjunto se dirigieron a dar el pésame a la viuda y sus hijos. De nuevo empezaron los llantos y los lamentos. Una que se había mantenido encerrada en su habitación era Antonia, a ella se le une su amiga y próxima cuñada Rosa Elvira. Ambas se consuelan dejando escapar las lágrimas contenidas por mucho rato.
          A eso de la una de la madrugada se brindó un jengibre. Hacía un poco de frío y como de costumbre había que calentar a los que se habían quedado para acompañar a los dolientes. El canto de los gallos, afición que tenía don Pedro por su cría, no era el mismo. Algo en el ambiente no encajaba, el sol se negaba a salir y las nubes lo empujaban a cuenta gota.
—Pedrito ven acá, déjame decirte que el cura vendrá ahora en la mañana. Lo fueron a buscar bien temprano.
—Está bien Cheché. Lo que tú disponga con relación a los preparativos del entierro será aprobado por todos.
—Está bien, gracias por permitir que a papá le demos el mejor de las despedidas. Él se lo merece.
          Llego Jengo junto a los dos hermanos y los tres varones de la casa por primera vez se miraron y sin pensarlo en un abrazo dejaron rodar las lágrimas que en público no derramaron. El amor a su padre era tal pero al mismo tiempo sus responsabilidades eran enormes, cosa que les impedía demostrar sus debilidades ante los demás.
Jengo mirando a sus hermanos y con un pañuelo en la mano le pregunta a ambos.
— ¿Mamá y las muchachas irán al cementerio?
—No lo creo prudente, no deseamos dar el espectáculo que siempre se arma en esto.
— ¿Que tú opinas de esto Cheché?
—Bueno a mamá no la dejaremos ir, que ella se quede en la casa. Le diré a la mamá de Rosa Elvira que se encargue de eso.
—Está bien, qué se haga así.
          En eso llegó don Mamota y se sumó a la conversación que sostenían los tres jóvenes.
—Miren muchacho, estaba pensando que su madre no podía ir al cementerio ya que ella se pondría muy mala. Yo sé cómo eso dos se querían, para ustedes sería un momento muy duro.
—Si don Mamota, ya habíamos los tres conversado sobre ese asunto y hemos convenido decirle a su esposa que se quede con mamá y las muchachas en la casa.
—Eso es bien pensar por parte de ustedes. Respondió don Mamota.
—Miren dispuse esta madrugada que Chencho y otros hombres mataran el becerro de la vaca loca. Hace rato que lo hicieron y en la cocina están preparando un sancocho para darle desayuno a los que han amanecido aquí y los que vendrán temprano en la mañana.
—Bueno pero a mí me hubiera gustado que lo dejaran para la vela.
—No te preocupes de que por ahí hay unos marranitos y con eso lo arreglamos. Recuerdas que allá en el cafetal hay como diez marranos suelto y cogeremos dos de eso para esta ocasión.
—Yo no lo hubiera pensado como tu Cheché, lo calculaste muy bien. Dice Pedrito.
--En esto casos por lo que aprendí viendo a los demás, era que alguien toma las riendas y luego da cuentas de lo que hizo.
          Fueron llegando los vecinos del lugar que no habían acudido a dar el pésame y luego del mismo se trasladaban a la cocina donde les servían un jarro de café y como todos veían el enorme caldero, muchos que irían al entierro sabían que lo harían con los estómagos llenos. A las nueve en punto después que despacharon el sancocho y los víveres salcochados con aguacate, llegó el cura para hacer una misa al difunto.
—Hola muchachos, siento lo de su padre. Era un gran amigo mío y por ser el cristiano que era es que estoy aquí.
—Se lo agradecemos infinitamente padre. Vamos a la sala que desde temprano todo está preparado para su llegada.
—Pues vamos que tengo otras cosas que hacer hoy.
          El cura entro a la sala y al ver su presencia, otra vez las mujeres empezaron a llorar de tal forma que este pensó que era mejor un responso largo para calmar los ánimos de los y las presentes. Ordeno todo y con incienso en mano empezó su trabajo.
—Queridos hijos, nos hemos reunido aquí todos para darle este hasta luego a nuestro hermano Pedro que ha sido llamado por El Señor a su presencia. Es por eso que todos debemos de saber que lo más hermoso es este momento ante la gracia del creador. En silencio todos pongamos nuestra presencia ante nuestro Padre Creador.
          El ambiente era solemne, el cura cantaba un cantico en latín y los presentes aunque no entendía ni una jota de lo dicho asistían reverentemente a este acto de despedida de uno de los hombres de la comarca. Todos se arrodillaron en el momento en que el cura crucifijo en mano y con agua bendita en otra hacia el ultimo rito al difunto.
          Cuando todo terminó y el cura dijo ya pueden ir al cementerio que Pedro esta con el señor, pareció que dijeron griten. Doña María y sus hijas, los amigos y aquellos que este gran hombre había ayudado dejaron escapar sus lágrimas unos y el llanto de dolor otros. Doña María dijo en medio de todo esto.
—Pedrito ven junto a mí y déjame darle el último beso a tu padre.
          Este se había mantenido sereno pero esas palabras hicieron que el mayor de los hijos de don Pedro irrumpiera en lágrimas y junto a su madre se paró frente al ataúd agarro a la mujer y esta se inclinó, dándole un tierno beso de despedida a quien fuera su compañero de tantos años.
—Pedro, recuerdas donde quieras que estés, que aquí siempre tú serás el dueño de los pensamientos de todos nosotros. Adiós esposo amado. ¡Hay Dios mío esto sí es grande!


Capitulo XVI
Entierro y matrimonio

          Después de este último acto, Cheché ordenó que taparan el ataúd y fue en ese momento cuando las hijas del difunto hicieron el griterío más grande del velorio. Su padre se lo llevaban y ellas no se habían despedido de él. Antonia le dice a su hermano que por favor se lo deje ver por última vez, lo mismo hicieron las demás. Este sin fuerza para soportar el drama que tiene ante sí, les deja ver el cadáver de su padre. Las mujeres se abalanzan sobre él y son contenidas por algunos de los presentes que se la llevan con ataques de nervios a los aposentos.
          Los hombres salieron con el ataúd al hombro, el cementerio no quedaba muy lejos de las casas de la comarca y en el camino sus tres hijos mayores no dejaron que nadie los ayudara a ellos en sus esquinas. La restante los amigos y allegados se fueron sustituyendo para de este modo llegar todos al cementerio. El hueco estaba cavado, lo hicieron junto a la tumba del tío, del difunto don Pedro. Fue depositado con cuidado y en ese momento el soldado, el joven fuerte mirando a todos los presentes dijo lo siguiente.
—En nombre de mi familia les doy las gracias a todos los que nos han acompañado hasta aquí y que desde ayer han estado al lado nuestro. Papá fue un hombre de campo, sin educación pero honrado, amigo de los amigos y compadre de los compadres. Trabajador hasta su último minuto de su vida. Para mí y mis hermanos el padre que quisimos y desde hoy reverenciaremos. Deja un gran vacío en todos nosotros. Papá si no me viste llorar es que me formaste hombre y me dijiste un día que al llegar este momento, solo te dijera que te perdonara. El que te pide perdón soy yo por querer ser soldado y no el sembrador que fuiste tú. Perdóname por no ver que te me ibas de las manos en el último suspiro de tu vida. No dejaremos sola a mamá ni a mis hermanas. Tú estarás siempre presente en cada acto de nuestras vidas. Adiós padre mío. Adiós viejo de nuestras almas.
          No pudo más, las lágrimas rodaron por primera vez frente a los ojos del soldado, sus amigos presente se dieron cuenta del hombre que había ahí, su hermano se abrazó a él y le tiraron el brazo al menor de ellos. A Jengo, que sollozando escuchaba a su hermano como se escuchan a los dioses mitológicos. Los tres miraron por última vez a su padre y dieron la orden de enterrarlo. Cumplieron con el ritual de nuestros campos del puñado de tierra. Ya después solo fue ver como las azadas tapaban aquel hueco con el cadáver de su viejo. Cuando todo termino, le colocaron una cruz hecha por don Silo el carpintero. La comitiva entonces se dirigió a la casa del difunto para despedir a los que tan de forma generosa asistieron al acto del sepelio. Al llegar y entrar a la casa las mujeres se abrazaron a los hombres de la familia y lloraron con dolor en el alma a quien ya jamás verían.
          Afuera la gente se refrescaba del calor con un jugo de naranjas agria que las mujeres habían hecho. Como en las familias del campo siempre había la forma de guardar luto por alguien, las mujeres tenían blusas blancas y faldas negras que era suficiente en lo que la costurera les hacia el riguroso vestido negro. Doña María mirando a sus tres hijos le dice a los tres.
— ¿Díganme que va a ser de mi de ahora en adelante?
—Mamá, a usted no le faltara nada. Yo voy a dejar el uniforme y vendré a seguir lo que papá consiguió con su trabajo, recuerde que usted es la dueña de la mitad de todo esto.
—Pero mi hijo ¿tú vas a dejar tus sueños, así por así?
—Mis sueños en este momento es usted para todos nosotros.
          Pedrito no había dicho nada y dijo a todos.
—Mamá, yo vengo para acá a vivir con usted. La capital no tiene nada que me haga quedarme allá.
—Yo seguiré estudiando, me estoy por graduar y como aquí hace falta otro maestro pediré que me manden para acá.
—Ve viejita linda que en medio de esta desgracia podemos tener fuerza para salir adelante.
Doña María abrazando a sus hijos con lágrimas en los ojos de ella y de sus hijos por igual les dice.
—Dios, tú en medio de mi dolor te doy gracias ya que al perder a mi Pedro, me das el consuelo de mis hijos e hijas. Gracias Dios mío.
          En ese momento todos amarraron sus recuerdos en la memoria del hombre, el que era bueno, el que era padre, amigo, esposo y buen vecino. Para ellos don Pedro lo era todo.
          Como en el campo los rezos empezaban el mismo día del entierro se dispuso todo para que a las tres de la tarde empezaran los mismos. Un rezador del poblado, profesional de esos menesteres se encargó de eso y preparo todo para que a las tres de las tarde en punto empezar con sus letanías y oraciones. Las mismas se harían un tercio en la mañana y otro en la tarde. Así día por día se cumplió el ritual a punto. Al llegar el día octavo había que preparar todo para el último día del novenario.
—Cheché dime qué hiciste con lo planificado.
—Mamá, ya tenemos la yuca y los plátanos. Vamos a brindar yuca hervida y plátanos medio tiernos para que la gente no se sienta tan disgustada.
—Está bien pero ¿el lechón ya lo trajeron de la loma?
—Si esta madrugada Chencho lo trajo y ya está preparado, picado y listo en el caldero. No se preocupe por todo eso usted esté lista para los rezos. Nosotros nos arreglamos en eso.
—Jengo dime sobre agua y esos menesteres.
—Encargue al primo Domingo y todo está lleno y donde Genaro me prestaron tres tinajas para la reserva. Las puse en la enramada con unos cuantos higüeros para beber.
—Mira ahí vienen una recua de militares.
—Si son los de la fortaleza que vienen al último rezo. Déjame recibirlos a todos.
          La comitiva estaba formada por cinco soldados un sargento y un teniente. Al llegar saludaron a los presentes y al ver al cabo Cheché se saludaron de forma marcial. Todos le saludaron con cariño. El oficial le habla muy despacito en el oído y con un gesto Cheché le hace una seña. El grupo se dirige hacia la casa. El teniente era joven y guapo al entrar en la casa todos le miraron. Se dirigieron hacia donde estaba doña María y le dice.
—Señora, permítame en nombre mío y del ejército nacional darle nuestro más sentidas condolencias por la pérdida de su esposo. Su hijo es de nuestra familia y usted es parte de ella.
—Gracias señor por su gesto y el de los señores que le acompañan. Dígales a sus jefes que nos sentimos honrados por esta cortesía.
          Con un gesto de caballero el teniente se puso firme y todos los militares hicieron lo mismo. A cada miembro de la familia el teniente y sus acompañantes le dieron el pésame. Al salir de la casa el oficial llama a Cheché y le dice.
—Cabo, me podría decir ¿cómo se llama su hermana que tiene el lunar en la ceja?
—Comandante es mi hermana Antonia.
— ¿Tiene novio?
—Bueno se lo tendrás que preguntar usted mi comandante. En mi familia esas cosas las decidimos de forma individual. Y esa muchacha es la joya de la casa.
—Veo que tendré que hablar entonces con ella. Ya que usted no me desea ayudar cabo.
—Comandante en asunto de mujeres y amoríos, yo nunca me he metido. Me entiende, mi comandante.
—Si eso veo.
—Venga que mi novia nos hace seña para desayunar algo que tenemos para las visitas hoy.
          Al ver a Rosa Elvira, el teniente no dejo de admirar la belleza de la joven que le había llamado. Llegaron a la enramada y en platos malteados todos recibieron un suculento desayuno. Cheché que no había desayunado los acompaño en el mismo.
—Dime algo ¿qué piensas hacer?
—Bueno mi comandante ya llevo cuatro años y me puedo en listar o darme de baja del ejército. Aquí hay mucho trabajo por hacer y mis hermanos y yo vamos a continuar con el trabajo de papá.
—No dejes la guardia, tú eres de los mejores que tenemos y nos gustaría que siguiera en la misma.
—Comandante, mire: no es fácil estar en un batallón y responsabilidades en el campo. Aquí hay mucho trabajo en el cafetal y los sembradíos.
—Pasado mañana iré y entregare todas mis pertenencias y regresare para casarme y emprender las labores de mi padre.
—Bueno, piensa bien y cuando llegues pasado mañana hablamos de eso.
          Los demás miembros de la comitiva se regaron por el patio y entre oraciones y oraciones conversaban con los parroquianos que llegaron para el último rezo.
          A eso de las tres llego el cura que como siempre fue porque el difunto era su amigo y por el diezmo que le daban. La misa y responsorio fue como se lo merecía don Pedro. El párroco no escatimo cánticos que sublimizaron a los presentes. Al finalizar quitaron el altar y las mujeres lloraron a su ser querido. Todos incluyendo a doña María se dirigieron al cementerio, donde depositaron las flores y la corona de flores silvestre. También allí las mujeres lloraron y se dijeron palabras en recuerdo de don Pedro.
          De regreso a la casa el teniente se le acerco a Antonia y de forma muy sutil le saluda y le va preguntando de su familia y de cómo era su padre. Ella le fue explicando en detalle la gran persona que él fue. Al llegar a la casa todos se despidieron por igual los militares pero antes de marchar el teniente le dice a Antonia.
—Antonia, deseo que usted me permita que yo la visite aquí en su casa. ¿Puedo venir con su consentimiento?
—Bueno, mire. Si le digo que no usted vendrá ya que es militar y si le digo que si también vendrá. Pero sabes por ahora, no pienso en nada, ya que la muerte de papá ocupa mi mente.
—No se preocupe que no se arrepentirá de eso.
—Si usted lo dice comandante.
—No, para usted seré Julio. Solo eso Julio.
—Nos vemos pronto.
          Al final del día y a prima noche solo quedaron los allegados y la familia. Todos se dirigieron a la gran enramada de la casa. Las jóvenes, doña María, los muchachos, algunos vecinos y por supuesto don Mamota y su familia. También estaban Chencho y aquellos que eran peones habituales del don Pedro. Después de un rato de conversación todos se marcharon a sus casas. Cheché llama a Chencho y le dice.
—Mira Chencho, mañana quiero que vengas temprano y me ayudes con los animales como si papá estuviera aquí.
—No te preocupes de que hasta que tú no vengas yo hago las cosas.
—Que no se hable más y que así sea.
—Gracias, mañana Pedrito estará aquí y te ayudara. Por igual Jengo se tiene que ir ya que no puede faltar a clase por más tiempo.
—No te preocupes ya te lo dije, yo me encargo de todo y luego nos arreglamos.
          En eso llego el primo Domingo y se unió al grupo de la familia. Nadie tenía sueño esa noche, solo había recuerdos de don Pedro que llegaban al pensamiento de cada uno. Doña María se fue a su aposento llorosa. No sabía cómo encajar el saber que desde hace algunas noches, no tendría a su lado al compañero de tantos años de amores, desvaríos y sufrimientos. Pero por igual el hombre que la colmo de hijos que con el tiempo aprendieron a disfrutar de sus grandezas. En la cama y junto a su almohada las lágrimas corrían en solitario. Con un sollozo solo de ella.
          Afuera los muchachos que ya no eran muchachos conversaban sobre el porvenir de la familia. Los tres barones se miraron y de común acuerdo decidieron dejar todo como su padre lo tenía. Ellos se encargarían de la producción del cafetal y de los sembradíos que su padre tenía y que como siempre daban los buenos resultados al final de las diferentes cosechas que se hacían. Pedrito mirando a sus hermanos les dice.
—Ustedes saben que tome la decisión de regresar a la casa y seguir con las tareas de papá. Pero tengo que ir a la capital por unos días. Tú Jengo, te vas mañana y aquí solo quedara tu Cheché.
—Creía que tú te quedarías unos días más. Dice Cheché.
—No, me iré tan pronto Cheché defina su situación en el ejército. Si es que sigue o sale del mismo.
—Bueno, mañana cuando llegue a la comandancia sabré bien lo que haré.
—Está bien, como tú digas.
—Jengo dime algo ¿Tú te vas mañana?
—Sí, me marcho mañana ya que he perdido muchas clases y tengo que reponer pero cuando termine en seis meses vengo a trabajar aquí.
—Eso está bien. Creo que si todos nos ponemos de acuerdo saldremos adelante. Nunca pensamos que papá se nos iría de esa manera. Dice Cheché.
          Las hijas del difunto don Pedro se habían aislado de todo. La muerte de su padre fue para ellas un golpe muy duro que todavía no habían asimilado ningunas. Antonia la mayor era quizás la única que poco a poco se había repuesto. Ella al igual que su madre y junto a sus hermanas se fue a la cama temprano. Todas lloraban en silencio la muerte de su padre en ese último día y donde solo ya quedaban los recuerdos de toda una vida. Afuera, los hermanos, el primo y el amigo eterno Chencho seguían en la enramada conversando sobre las anécdotas del viejo y su forma de vida.
          Eran las cinco en punto y los gallos de la enramada iniciaron sus cantos, por igual los dos que estaban dentro del área de dormir de los jóvenes. Esos estaban ahí porque en ese lugar solo dormía el primo Domingo y a él solo lo despertaban las chinches del colchón.
          Como movidos por un resorte todos se habían tirado de la cama. Al salir afuera las lágrimas asomaron a los ojos de doña María, pero se repuso al instante y sacando fuerzas entro a la cocina. Preparo todo para encender el fogón, preparar el café y el desayuno. Eso era una mecánica bien aprendida de años y ese día no era diferente en su mente solo que, su esposo no estaba. Pero su mente estaba trabajando como si todo fuera normal. Al servirles el café a los muchachos puso el jarro de don Pedro y le sirvió el café y es en ese instante es que se da cuenta real sobre lo que estaba haciendo. Sus lágrimas rodaron por sus mejillas y Antonia le ayudo a terminar el desayuno ya que dos de sus vástagos tenían que salir bien temprano. En eso llego Chencho y dice.
—Anoche parieron dos de las vacas, son dos becerras. Ya las decalostre y las puse a mamar.
—Qué bien dice Pedrito. A papá le hubiese dado gran satisfacción eso.
—Sí, el esperaba por lo menos una hembra para aumentar la cría. Y ya tú ves, salieron dos.
—Chencho, este café es para ti.
—Gracias doña María, en verdad la mañana está bien húmeda.
          Las mujeres prepararon el desayuno, lo pusieron en la mesa y en silencio los jóvenes se sentaron en la misma. Nadie dijo nada, solo se sentaron y tomaron un poco de leche con plátano y huevos fritos. Ya en el hogar las cosas serían igual. Ellos sabían que su padre tenía un peso específico en la familia y era difícil sustituirlo. Se despidieron de su madre ambos y con un apretón de mano Jengo y Pedrito se dijeron adiós. Cheché la abrazo y le dijo que en dos días estaba de regreso. Miro a su hermano y le dijo.
—No te preocupes con Chencho aquí tú no tendrás problemas. Yo no tardare en regresar y me uniré a ustedes. Papá se merece eso y más.
          Se abrazaron y con la frase nos vemos en dos días se alejó de la casa. Con ellos iba Chencho ya que tenía que traer los animales de regreso. En la cocina se quedaron mirándolo como se perdían en la distancia, doña María, Antonia y Pedrito. El resto de los jovencitos no se habían levantado a pesar del canto de los gallos.
—Antonia, me ayudas. Así se dirigía Pedrito a su hermana para hacerla salir de la cocina. Vamos a tirarles maíz a los gallos.
—Sí, te acompaño, déjame buscar el maíz que papá tenia para ellos.
          Con lágrimas en las mejillas la joven busco una higuera y la lleno de maíz. Se dirigieron hacia la enramada que estaba detrás de la cocina y dieron de comer a las aves. Al regresar vieron a su madre sentada mirando hacia el camino. Como si tratara de buscar a alguien con la mirada. En ese instante salieron los demás jóvenes de la casa. Todos higueras en mano se lavaron las caras unos y otras se fueron a la letrina a su acostumbrado baño intimo como le llamaban.
          Al llegar al punto de separación, tanto Cheché como Jengo se abrazaron fuertemente. El joven militar fue saludado por el policía de servicio en el cuartel y le dio el pésame al joven. En la espera sostuvieron una pequeña conversación sobre sus vidas.
—Cheché ¿Que en realidad tú piensas hacer?
—Yo voy a presentar mi renuncia y esperare la baja del ejército. Eso durara unos dos o tres días. Creo que no más.
—Pero sabes muy bien que quizás te pongan algún impedimento.
—No muchacho, eso no es como tú piensas.
—Mira ahí viene tu transporte. Vete tranquilo.
—Adiós, cuídate y cuida a mama.
—Sí, lo haremos.
          La ropa de militar le asentaba de maravilla, las medallas seguían en su pecho y le hacía ver más gallardo. Después que su hermano se fue llego el vehículo del correo y se subió al mismo. La brisa soplaba suave aquel día y se sentía un aroma de café y humedad en el ambiente. Llego a la fortaleza en Mao y de inmediato se presentó ante el oficial del día. Le entrego sus papeles y le comunico que tenía intenciones de pedir la baja del ejército. Se iría a cuidar la finca dejada por su padre. Este le mira y le dice.
—Veo que nadie te puede hacer entrar en razones.
—Comandante, no es cuestión de razones. Mi madre necesita de mí y mis hermanos. Por igual los demás.
—Sabes que tienes que ver al ejecutivo y después al general.
—Si lo sé mi comandante.
—Está bien, vete a ver qué desayunas por ahí en lo que resolvemos esto.
          El cabo del ejército se fue al comedor de los alistados y entro al mismo. Miro a su alrededor y miro los trozos de plátanos duros y la berenjena de compaña, dio media vuelta y salió al patio. Fue al barracón asignado y empezó a recoger sus pertenencias, en eso entro su sargento y le dice.
—Cabo, preséntese ante mí.
—A la orden señor, respondió este.
          Caminando firme se dirigió ante el sargento y cuadrándose firme le responde.
—El cabo Ulloa presente mi sargento.
—Descanse.
—Me acaban de decir que usted ha pedido su baja de las filas del ejército.
—Sí, eso es verdad mi sargento. La muerte de mi padre me hace dejar las filas de esta institución a la que amo con todas mis fuerzas.
—Pero si es como usted dices, no entiendo su marcha del mismo.
—Mi comandante es cuestión de familia. Solo eso.
—Bueno mire, creo que el teniente hablo con el coronel y a usted no lo dejaran ir.
—Comandante, esta institución no retiene a nadie, eso he aprendido.
—Como tú digas, si te quieres ir iré donde el capitán y le diré que es firme tu decisión.
—Gracias sargento por su gesto.
          A las once de la mañana fue llamado el cabo Cheché al despacho del ejecutivo y se le entrego el documento que oficialmente le daba de baja.
—Mire cabo, esto es efectivo a partir de las cuatro de la tarde. Márchese con sus pertenencias y el uniforme puesto. Usted ha honrado el mismo.
—Gracias mi comandante, respondió muy emocionado este.
          Era el medio día cuando por última vez miro dando media vuelta y con el morral al hombro salió a la entrada de la fortaleza maeña.
          Camino lento por la calle, sabía bien ya cuál sería su destino y el compromiso que asumía desde ese momento. Trabajar las tierras de su padre era su meta y la de sus hermanos. Al igual que en la mañana tuvo la suerte de que alguien pasara en un camión, subió al mismo y se encamino hacia el Cruce de Guayacanes, llego al mismo y como había dejado el animal en el cuartel saludo a los presentes, lo ensillo y salió con él de las bridas al camino. Se dirigió al sargento del destacamento y le dijo.
—Gracias comandante, hoy es mi último día con este uniforme, me voy a casa.
—No, tú lo hiciste bien y eso tiene el premio del respeto.
—Gracias. Nos seguiremos viendo pero ya de civil desde mañana.
—Pues, que sea como tú dice.
          Monto en el caballo y con los tacos de las botas espoleo al animal. Con el trote firme tomo el camino hacia su destino. El cafetal, las guineas, el conuco y su novia Rosa Elvira.
          Llego a la casa montado en el caballo de su padre, sudoroso el animal lo amarro debajo de los Flamboyanes y Jobos. Se desmontó lentamente, agarro el morral militar y con él al hombro se dirigió a la casa de la familia que ya le esperaba en la puerta de la casa. Su madre con lágrimas en los ojos le espero como si hacía años que no le viese. Solo eran horas pero ya su hijo no sería más un militar y se dedicaría a atender las cosas que su difunto esposo había dejado.
— ¡Dios es grande! Exclamo la vieja.
—No pensé que viniera tan rápido, pensé que lo haría en dos o tres días.
—Hola viejita, buenas muchachas. Todo me salió el mismo día y como ya ven estoy aquí.
—Gracias a Dios mi hijo que te tendremos aquí junto a nosotras.
—Bueno ¿cómo la pasaron?
—Mi hijo, tú sabes bien lo difícil que es acostumbrarse a la ausencia de tu papá. Tanto para mí como para estas muchachas.
          Era ya el caer de la tarde y estaban en la enramada, por el camino que seguía siendo polvoriento y solitario se vieron enfilar por el dos monturas con sus jinetes en grupa. Lentamente se fueron acercando a la casa. Doña María se levanta y pone su mano en la frente para tratar de ver bien quienes eran los visitantes. Al ver a su prima y a Rosa Elvira su hija llegando se sintió aliviada, era casi la hora del rosario. Los velones estaban encendidos en la casa y del conuco regresaban Pedrito y Chencho. A eso también se sumó Genaro que por el camino de la loma venia hacia su casa.
          Todos se reunieron en la enramada. El saludo era colectivo, nadie dijo nada pero todos sabían por que se habían reunido en esa primera tarde después del entierro.
          Doña María les dijo a todos los presentes que la acompañaran a la sala de la casa y rezaran junto a la familia presente el rosario que se haría a esa hora durante el primer mes de la muerte de don Pedro. Todos asintieron y arrastrando sillas y taburetes todos se fueron a la casa. En eso Cheché toma por el brazo a su novia y le dice al oído.
—Cuando termine el rosario vamos a conversar.
—Está bien, dice ella.
          En la cocina Antonia había preparado un jengibre para los que le estaban acompañando en los rezos que todas las tardes se harían durante el primer mes del fallecimiento de don Pedro. Al finalizar los mismos todos salieron a la enramada otra vez y con una bandeja en mano Antonia salió al encuentro de los presentes. Con gusto todos tomaron sus jarros y saborearon el aromático brebaje. Genaro se dirigió a doña María y le dice.
—Mañana vendrán las mujeres de la casa a hacerles compañía en los tercios que ustedes estén haciendo.
—Gracia muchacho, pero como siempre, les agradecemos su gesto y si no pueden venir no te preocupes. Aquí nos las arreglamos.
—Queden todos bien. Con estas palabras Genaro se despidió de todos.
Disimuladamente Cheché y la muchacha se apartaron del grupo y este le dice a la joven.
—Mira, ve preparando tus cosas que ya esto está decidido. En una semana nos casamos.
—Pero, yo tengo que hacer algunas cosas antes de que nos mudemos.
— ¿Tú fuiste comparando las cosas que me dijiste?
—Claro, tengo todo guardado en casa.
—Pues ya lo sabes, ponte como gallina en busca de nido. Te llevo el sábado para la casita.
—Solo nos falta la cama y me la traen el jueves.
          Ella lo mira y se ríe de lo que el joven le dice.
—Que sea el viernes en la noche. Así tenemos todo el fin de semana.
—Déjame hablar con Antonia para que me ayude en la limpieza de la casa junto a Carmencita.
—Andrea es muy boca floja y se le puede escapar nuestro matrimonio. Ni siquiera mamá lo sabrá.
          Una nueva sonrisa salió del labio de la joven que veía la espera de cuatro años hacerse realidad. Sería la esposa del joven más codiciado de la comarca y la mujer más dichosa según ella.
          Todos se habían marchado y ya solo quedaba la familia. Pedrito le dijo a su hermano y a Chencho que se fueran a dar el baño a la laguna. El primo Domingo venia del río con un cargamento de agua. Al llegar le preguntaron si quería ir a la laguna.
—No, en el río me di buen baño y no quiero más agua por el día de hoy. Pero les acompaño para no quedarme solo aquí.
          Todos rieron de la ocurrencia del joven. Cheché recordando sus mejores tiempo fue a la enramada y tomo su famoso palo de matar guineas y salieron hacia la laguna.
—Pedrito creo que debemos de ir pensando en hacer un pozo en la casa como lo tienen otras familias aquí.
—Bueno, cuando vengas de la capital lo vamos a hacer. Pienso que sería de gran utilidad.
— ¿Cuándo piensas irte?
—Le dije a mamá que el viernes me voy en la mañana.
—Pues que Chencho te lleve ese día. Yo tengo algunas cosas que hacer.
—Está bien. No se hable más de eso.
          Los cuatro jóvenes siguieron su camino y en la pequeña loma antes de bajar a la laguna a eso de las seis de la tarde, escucharon el canto de unas guineas. De inmediato Cheché hizo un gesto de silencio. Los hombres agudizaron sus oídos y lentamente se fueron moviendo. Él les hace señas para que detengan la marcha y avanza muy despacito llega al punto donde las hiervas de guineas tienen un tamaño mediano y agudiza los oídos. El silencio era roto por la brisa del lugar. Un carpintero suena en una palmera cercana y una tórtola canta llamando a su pareja. Sale por el aire el garrote y se estrella contra un bulto en la yerba baja. Se levanta presuroso y ve que su tiro ha sido efectivo. Dos aves se ven revolcándose por el golpe en el suelo, los otros tres llegan rápido y Chencho las agarra. Domingo busca por los alrededores y ve un nido con huevos, les dice a los jóvenes.
—Creo que matamos a unas que estaban echadas aquí. Creo que nadie sabía de este nido.
— ¿Qué haremos con los huevos? Dice Antonio.
—Domingo regresa por un macuto y vamos a llevarlo para colocarlos junto a las que se están echando para sacar.
—Sí, iré inmediatamente y me llevo las guineas para que la preparen.
          Siguieron su camino haciendo bromas sobre el tiro con el palo y otros cuentos de esos de campo que saben los jóvenes. El baño fue coro y al regreso ya Domingo estaba preparando los huevos con sumo cuidado en el macuto.
— ¿Cuantos hay?
—Llevo veinte, y hay unos cuantos más.
—Entonces aquí ponían más de esas dos que mate hace un rato.
—Tía dice que no debiste de matar esas guineas hoy.
—Yo no sabía que estaban echadas, ella me entenderá.
          Al regreso a la casa ya Carmencita y Andrea habían pelado y preparado las dos guineas. Como estaban en proceso de sacar polluelos de guineas ellas le dicen a los cuatros.
—Busquen naranja agria para la carne, así le matamos cualquier mal sabor que tengan.
—Yo iré, dice Chencho.
          Pedrito estaba chequeando las pilas del radio de la casa ya que no debía de descuidarse su mantenimiento. La misma eras seca y su tamaño implicaba una revisión periódica. Su madre lo ve haciendo el trabajo y le dice.
—No te preocupes por eso, aquí por un buen tiempo no se escuchara esa cosa.
—No mamá, la muerte de papá no es para que nosotros nos metamos todos a un aislamiento. Él fue una persona que disfruto de su familia y de la vida como nadie. No podemos estar aislados, el mundo ya no es igual.
—Bueno, yo nunca le pondré la mano.
—No se preocupe que solo será para escuchar las noticias.
          Era martes y en esos días todos estaban atareados en sus quehaceres. Cheché estaba preparando su casamiento y por las noches visitaba a su novia. Pedrito trataba de que su madre entendiera que tenía responsabilidades en la capital y debía de regresar para poder terminar su trabajo y recoger sus cosas. Todas las tardes se hacía el rezo como se había acordado a don Pedro. El jueves por la tardecita y cuando ya había terminado el rezo tres jinetes entran por la empalizada del camino a la casa. Llegan y saludan a todos los presentes.
—Buenas noches todos los presentes.
—Esas mismas para usted comandante.
—Hola teniente, que sorpresa.
— ¿Cómo le va? Desmóntese y siéntese.
—Gracias cabo.
—Soy un civil como todos los de aquí, señor.
—Si tú lo dices.
          Los tres hombres se desmontaron de sus animales, Chencho los tomo de las bridas y lo condujo al lugar de amarre. Entraron y se sentaron en la enramada. Fueron saludados por Pedrito que llegó en ese momento y también por el primo Domingo. Doña María como siempre muy atenta les dice.
—Miren vamos a cenar les invito a que lo hagan con nosotros.
—Como usted ordene mi señora. Dice el teniente.
—Cabo, las cosa como van por aquí.
—Muy bien comandante. Como siempre mi padre era un hombre muy cuidadoso y tenía todo bien organizado. Lo único que tenemos que hacer es seguir sus pasos.
—Eso es bueno y como usted sabe de disciplina, todo irá en regla.
—Esa aquí no se aplica ya que la familia no es un cuartel, comandante.
—Teniente, yo sé porque usted está aquí. Así que le aconsejo una cosa. —Venga vestido de civil y en fin de semana. Quizás tenga algún chance.
—Tú aprendiste mejor la estrategia.
—No, lo que pasa es que a mi hermana el uniforme no la pone de saltitos. Usted me entiende.
—Ya te comprendo.
—Te traigo buenas noticias si las aceptas.
— ¿Cuáles son esas?
—Queremos un alcalde más joven en esta zona y tu ere ideal para eso.
—No, gracias pero yo no quiero nada de eso. Tendré suficiente trabajo con lo de mi padre y las responsabilidades de la familia.
—Bueno, te quitare un peso de encima pronto.
—Ya veo que usted de mujeres sabe poco. Y ella no es un peso comandante.
—Perdón, no quise decir exactamente eso.
          Las mujeres vinieron con los platos y sirvieron a todos por igual. Un chocolate con leche apareció de la mano de Andrea y uno de los jóvenes se quedó mirándola y no dijo nada. Él ya sabía que podía regresar pero sin su teniente. Las miradas entre ellos ya se habían cruzado en los minutos que tenían en esa familia. Todo transcurrió con normalidad y a eso de las ocho los invitados se marcharon.
          Por igual los demás se dispusieron a ir a sus camas, en el campo nadie estaba a esas horas levantado si todos sabían que tenían trabajo al otro día.
—Pedrito ven aquí, dice su madre.
—Como mañana te vas temprano mira ese dinerito para el viaje y si tienes que pagar algo allá hazlo.
—Mamá, no se preocupes por eso. Tengo como hacer mis cosas. Pues si no los gasta cómprame unas sábanas bien bonitas para regalárselas a tu hermano.
—Está bien, lo haré. Y dándole un beso en la frente salió a la enramada.
          Las mujeres estaban en la casa, ya en el día en la mañana le habían llevado a Cheché la cama nueva y la habían dejado en la casita nueva que se había construido al inicio de la entrada del camino familiar.
          Los jóvenes se quedaron un poco más levantados y conversando de sus cosas. Ya la idea de la ausencia de su padre era algo real y se estaban rápidamente acostumbrándose a ello. Chencho mirando a los jóvenes le dice algo que parecía muy lógico.
—Si ustedes no van a seguir con la crianza de gallos les sugiero que vendan la traba. Les pagaran muy bien por ellos.
—Chencho tú sabes quién compraría esos gallos.
—Si regamos la voz en unos días tendríamos a unos cuantos compradores. Solo nos quedaríamos con las gallinas y de esa forma mantendríamos la venta anual.
—Pues vamos a seguir conversando de ello cuando Pedrito regrese pero, les puede decir a la gente que vamos a quitar la traba.
—Solo tenemos que decirlo una vez.
— ¿Una vez y dónde?
—Donde Genaro y ya verán.
          Se rieron por la certeza de Chencho. El primo Domingo le dijo que se iba a su catre y los demás también hicieron lo propio.
          Ese reloj no fallaba a las cinco en punto los gallos empezaron su cantaleta y los hombres despertaron. Esperarían el segundo canto que de forma mecánica sonaría a las cinco y media. Los dos gallos que siempre estaban en el cuarto eran puntuales, nunca fallaban.
—Vamos que el mundo empieza hoy para todos, dijo Cheché.
          Se levantaron y como siempre los hombres estaban en la parte posterior de la cocina lavándose las caras. Al mismo tiempo las mujeres en la casa hacían lo suyo. Chencho fue al corral ordeño las vacas, el primo Domingo busco los dos caballos y los preparo para el viaje de Pedrito y el hacia la carretera. Lo del desayuno fue rápido y su madre lo sabía hacer muy bien. A las seis y media ya estaba encima del animal despidiéndose de todos. La vieja con las lágrimas en las mejillas le decía adiós. Sus hermanas por igual. El no dijo nada, solo movió las riendas del animal y emprendió el camino junto a su primo.
          El día pintaba de amarillo tenues y las cosas estaban saliendo a pedir de boca para el joven. Su hermana Antonia había ido al río a buscar el agua que sustituiría la que hace unos días le habían echado a la nueva tinaja. Ella era la alcahueta de ese matrimonio y era muy celosa con su hermano para que no escatimara nada. La batea la había hecho Chencho hace ya un buen tiempo. Todo era a pedir de boca. Su madre no se percató de nada, ella siempre estaba pensando en su Pedro. Las demás hermanas veían todo pero para ellas eso de matrimoniarse era cosa muy lejos.
          En la casa de Rosa Elvira, aparentemente todo era normal, ella había arreglado la maleta con todo lo de ella y lo que tenía guardado para su matrimonio. Lo puso muy bien debajo de su cama y como gallina de primera postura, andaba todo el día por la casa haciendo cosas. Su madre al verla le pregunta.
— ¿Qué te pasa Rosa Elvira?
—Nada mamá, es que la visita de esos militares a Cheché no me gusta.
—No te preocupes. Tú ya sabes que un día de estos él vendrá y te propondrá matrimonio.
—Pues mire si no lo hace pronto, me voy con el primero que me diga.
— ¡Rosa Elvira! No diga eso ni de juego.
—Mamá, usted sabe muy bien que yo desde que tengo catorce años solo tengo ojos para él.
          Las dos mujeres rieron de buenas ganas. Siguieron en sus quehaceres y cosas que una casa demanda en el resto del día.
Llego la tarde los que conocían el plan tenían que callar ya que ellos eran parte del todo. El joven cenó como siempre y junto a su primo Domingo y Chencho sostuvieron su acostumbrada conversación en la enramada. Los demás estaban presentes y el tema era la recogida del café que ya casi era la temporada.
          La silla de montar la puso a tiro de mano y a eso de las ocho escucho las risas que a los lejos levantaban en la pulpería de Genaro los hombres que a esa hora todavía quedaban.
          Lentamente ensillo el caballo. El animal no se movió, sabía que era parte importante de un acontecimiento que no se daba todos los días. Tranquilo enfilo por el camino en busca de la hembra de su amo. Pasaron frente a la pulpería que estaba cerrada. Siguieron todo el camino y al bajar la lomita vieron encima de la tranca mayor a la mujer esperándolos.
—Tardaste mucho.
—Es que donde Genaro la gente no se iba.
—Bueno mi amor, esto ya está hecho, tú decides.
—Monta que yo llevo la maleta.
          Subió la joven como toda una experta en las ancas del animal y dando media vuelta enfilo de regreso hacia el camino de su nueva casa.
          A la mañana siguiente Mamota mira a su mujer y le dice.
— ¿Dónde está Rosa Elvira que no la veo?
—Bueno, yo la busque por todas partes y tampoco la vi.
—Creo que ella se fue anoche con Cheché.
—Menuda cosa han hecho esos dos. Pero desde ahora ya son hace rato marido y mujer.
—Creo que si hombre de Dios. Se parecen a alguien que conozco muy bien.
          En la casa de Cheché pasaba lo mismo, ellos comentaban que no habían visto levantarse al joven y el caballo se veía a los lejos amarrado cerca de la nueva casa. Levantando la vista al cielo doña María exclama.
—Dios tú eres bendito y bendices a tus hijos. Bendice a estos dos hoy y para siempre.
—Mamá un día de estos también yo me casare dice Antonia.
—La vieja mirándola fijamente exclama
—Lo que falta es que me dejen todos sola a mí ahora.
          Era de mañana, pero una gran carcajada se escuchó en todos los alrededores de la casa. Todos reían contagiados por la felicidad del joven que la noche anterior le había aplicado las mismas caricias aprendidas en el tugurio de Carmen a su joven mujer.



FIN