Capitulo IX
La Práctica de tiros
Cuando se marcharon sus familiares, Cheché caminó de regreso al área de
mecánica donde le esperaban sus compañeros, estos al verlo sonriente se
abalanzan sobre él y como chiquillos, le preguntan de todo. El abrumado por el
interrogatorio de sus compañeros, se retira un poco y les dice.
—Esperen,
esperen. No se crean ser el sargento Gutiérrez.
— Estén tranquilos ya les diré.
— ¿Esa que
vimos a los lejos es tu novia?
—Bruto, es mi
hermana Antonia.
—Cuñado.
—Negro, ni en
sueño seríamos tú y yo cuñados. Nada más
por el mal olor de los pies que tienes, mi hermana no te haría caso.
—Tengan unas
canquiñas, repártanla y tú Negro no abuses de los demás.
Todos rieron de la ocurrencia del
muchacho. Este se marchó hacia su pabellón a guardar el resto de las cosas que
les había traído su padre y guardó muy bien los tres pesos que le regaló.
Al llegar, estaba el Pinto en su
camastro y vio al joven muy contento, no dijo nada. Miró lo que le daba el
joven y con un gesto de agradecimiento empezó a chupar un pedazo de canquiñas,
como si fuera lo último del mundo. Cheché se acomodó en su cama y sacando el
sobre de su faldiquera, empezó a leer la carta que Rosa Elvira le había
enviado.
—Hola mi amor,
no sabes lo sola que me siento al saber que estás tan lejos de mí. En estos
días que han pasado me la he pasado, noches enteras despierta tan solo pensado
en ti.
—Sabes, he
visitado a tu mamá unas dos veces. Ella es muy buena y ya me trata como si tú y
yo tuviéramos mucho tiempo de amores. Me encanta tu familia y tu hermano Jengo,
no me deja ni un momento a sola, cuando estoy en tu casa. Ese es un buen
muchacho.
—Cielo, dime,
¿me extraña tanto, como yo a ti?
—Quería ir con
tu papá, pero no me dejaron ir. Dizque que tú vienes pronto me dijo mi
mamá. ¿Es verdad mi amor?
—Sabes que eres
lo más importante de mi vida. Eres el tesoro que Dios puso en mi camino.
—Bueno, ya me
despido, Antonia me prometió que te iría a ver. Escríbeme por favor.
—Tuya entera,
—Rosa Elvira.
Al terminar de leer su carta, hizo
unos movimientos en su cama y se quedó dormido como un angelito.
Todo era silencio en el patio de
la casa de Rosa Elvira. A lo lejos unos animales pastaban y un gallo corretea a
una gallina japonesa. La joven caminó hacia la frondosa mata de tamarindo que
existía en el fondo del patio y de donde colgaba una gruesa cuerda, para a
horcajadas mecerse en el mismo.
Habiendo llegado al lugar, buscó un
puñado de los jugosos tamarindos y con la inocencia de la época, se acomodó en
la cuerda. Con un impulso de sus pies dejó que el cuerpo se balanceara sin
medidas en el tiempo, chupando los tamarindos y dejando su mente joven, volar
por los pensamientos y la pasión del momento.
A lo lejos su madre le grita y saca
del ensueño a la joven.
— ¡Rosa Elvira!
—Muchacha y qué
hacías ahí tan embelesada, mirando sin rumbo fijo.
—Mamá, soñando,
soñando.
—Esos amores te
tienen más loca que esas gallinas de tu padre.
Las dos mujeres se miraron y rieron a
mandíbula batiente.
En la casa de don Pedro le
esperaban para saber cómo estaba Cheché. El con la mula detrás, llegó al portón
de trancas de su casa y desde el mismo animal las destrabó. Pasó ambos animales
y repitió la misma acción para colocar los troncos en su lugar. En el frente de
la casa le esperaba su mujer, tenía puesto un delantal blanco, pero por el uso
en el tiempo, había perdido su color.
—Hola Pedro
¿dime cómo te fue?
—Bien mujer.
— ¿Dime de mí
muchacho?
—No te
preocupes está bien. Aunque un poco más flaco por el modo de vida de ese lugar.
— ¿No le dan
comida suficiente?
—Sí, le dan
comida y todo eso, pero hacen más ejercicios que mis bueyes y eso a cualquiera
le hace perder peso. Pero él, quería eso y eso tiene.
—Tú, ¿no me
estás mintiendo? verdad.
Él, la mira y
con un gesto de eso que no se ven a diario la atrajo hacia él y le dijo muy
quietamente.
—Mira nuestro
hijo es ya todo un hombre y está bien. Le di lo que le mandaste y también unos
pesos para alguna necesidad.
— ¿Fuiste donde
la comadre y dejaste bien instalada a nuestra hija?
—Sí, Antonia
quedó bien. Ella irá la próxima quincena a ver a Cheche.
Mientras sostenían esta conversación
él había entrado al zaguán de la casa se había quitado las espuelas y se
disponía a quitarse los zapatos, cuando entró Jengo y preguntó por su hermano.
El padre riéndose les dijo a él y los otros que también habían llegado del
achique de los becerros, la historia sobre su hermano.
Era domingo y como siempre para
unos en el campamento era de descanso, para otros era de trabajo. El grupo de
Cheché tenía que prepararse ya que tenían prácticas de tiro vivo el lunes.
Todos repasaban sus armas y cuando terminaron fueron llamados para un ejercicio
de endurecimiento. Todos se formaron en un pelotón a cuatro filas cerradas.
El guía derecho del mismo era Cheché.
Los mismos serían dirigidos por el Cap. Lázaro Fernández, el cual, tenía fama
de sacarle el jugo a los reclutas ya que muchos en sus manos eran rechazados
por no dar la talla, que según él, se necesitaba para formar parte del ejército
del Generalísimo.
Se escuchó su
voz de mando.
—Alinearse por
la derecha. Inmediatamente todo el grupo se alineó y solo una regla era más
derecha que aquel grupo de jóvenes.
—Sargento,
marque el paso.
—Armas al
hombro.
Todo un movimiento se produjo en ese
instante. Cada recluta se puso su fusil al hombro y con la orden de marchen. La
tropa se puso en movimiento.
—Un, dos, tres,
un, dos, tres, un, dos, tres y con esta cadencia de movimientos de pies y
manos, un ciento se ideas se moldeaban a fuerza de sudor y rayos del sol que
derretían a los malos pensamientos.
Al rato de este
jueguito, en todo el lugar se escuchó el: — ¡Hay hombe!
— Yo tenía una
mula vieja.
— ¡Hay hombe!
— ¡La quería
como a mi novia!
— ¡Hay hombe!
— La dejé
triste y solita.
— ¡Hay hombe!
— Yo no sé qué
hará solita.
— ¡Hay hombe!
—Cuando ella ya
no me vea.
— ¡Hay hombe!
Con este cántico se pasaron dos
horas del domingo. El descanso sería ya entrado la tarde. Todos regresaron a
sus cuarteles sudorosos y adoloridos de la jornada. En el lugar le esperaba el
cabo Gutiérrez, con una noticia.
—Mañana vendrán
a verlos en su práctica, una comisión de la ciudad del alto mando, ordenada por
el Generalísimo y aquellos que desde ahora estén a la altura de lo exigido,
serán considerados para formar parte de la guardia presidencial del Jefe.
—Así que,
esperamos que todos estén a la altura de las circunstancias.
Cada hombre se puso tenso. Si eso
ocurría muchos por la presencia de las altas autoridades, se pondrían nerviosos
y no calificarían para un traslado a esa importantísima unidad. Cheché, junto a
su amigo el Pinto al salir el cabo comentaron.
— ¿Que tú
piensas de esto Cheché?
—Nada, solo
hagamos nuestro trabajo, con ellos o sin ellos, el que lo hace mal, lo hace y
punto.
—Pues mira, yo
aquí no me quedo, en esta primera evaluación, dice el Pinto.
— ¡Que así sea!
Expresó Cheché.
Todos después de la rutina y a la
hora de costumbre, se fueron a sus camas con la mente fija en un hecho. Por
primera vez escucharían un disparo realizado por ellos. Ya lo habían escuchado
por supuesto. Pero no es lo mismo que un instructor lo diga y haga, que uno
mismo lo realice. Pasó la noche y con el toque de diana, todos se tiraron de la
cama. A las seis, ya estaban en filas para el desayuno y a las siete todos
estaban listos para ser trasladados al campo de tiro, distante de la fortaleza.
Al llegar al lugar, cada pelotón
fue dispuesto de forma tal que los grupos se turnarían de diez en diez. Así de
esta forma, se rotarían y la impaciencia no les haría ningún efecto. La
comisión como guardia al fin, estaba ahí primero que ellos. El Pinto y Cheche
notaron eso, se miraron y una sonrisa marcó sus labios.
Los sargentos daban las órdenes y se
empezó a escuchar la descarga de fusilería y los regaños a quienes por su
estado de nerviosismo, no calificaba, como buenos tiradores.
A esos de las diez de la mañana y con
el sol en buen punto, le tocó a Cheché y su grupo. Los sargentos, instructores
de armas que ellos conocían estaban ahí. Ellos lo miraban y cada uno fue
colocado en una posición. El Pinto y Cheché fueron colocados en los números
siete y ocho. Se le acercó uno de sus sargentos, les entregó un cargador con
los seis tiros y les dijo.
—Demuestren que
lo recitado en el rancho es igual en la realidad. No me fallen para que no se
coman sus mierdas.
Ambos hombres sabían que su
sargento de armas no jugaba en ese momento y sin ponerse de acuerdo ambos
pensaron.
—A este tipo
que se lo lleve el demonio, si sale bien a Dios las gracias y si sale mal que
se lo lleve Satanás.
Poniendo todas sus actitudes en
los movimientos, ambos colocaron el peine en la cámara del fusil. Dieron la voz
de preparados y cada sargento se posicionó al lado de cada uno.
—Bueno
muchacho, dame un buen blanco, dijo un sargento a Cheché.
Este ajustó su arma, respiró profundo
y centrando la mira un poco alta suavemente haló el gatillo. Una bandera roja
se alzó en la distancia.
—Repíteme ese
tiro.
Con la misma
quietud del primero, realizó el segundo. El resultado el mismo. Los siguientes
por igual.
A su lado estaba el Pinto que
también había hecho algo un poco similar, pero había alejado en su primer
disparo, un poco el centro. En los siguientes turnos corrigió y dio en la diana
en cinco.
Al ver estos resultados, la comisión
ordenó que repitieran el ejercicio. Y en esta ocasión ambos habían dado en la
diana.
—Teniente,
traiga a esos reclutas aquí.
—A la orden
señor.
Inmediatamente ambos fueron
presentados al Mayor, que encabezaba la comisión y les felicitaron por su
desempeño.
Ambos no salían de su asombro. En la
tercera ronda fueron llamados y por el cansancio solo dieron en la diana tres
de los seis disparos, pero los otros se quedaron muy cerca. Ambos eran
felicitados por sus compañeros que por igual, muchos de ellos tenían buenas
calificaciones.
De regreso al campamento, por el
camino se escuchaban cánticos y chanzas sobre la experiencia vivida en su
primer día de práctica.
Todos estaban contentos, pero nada más
llegar y ordenar la formación, el sargento ordenó una ronda de cinco km. para
entrar en calor y a tono con la alegría. Ellos se estaban quitando el equipo y
se le ordenó que fueran con el equipo puesto. Muchos dejaron sentir su
disgusto, pero inmediatamente fueron callados y lo que era de cinco se duplicó
a diez.
Al entrar a sus barracas no
tenían aliento, ni para la bazofia de comida que le tenían guardada en el
comedor. Pero obedecieron como corderos, la orden de ir a comer. De regreso al
cuartel, Cheché y sus compinches del pelotón se dispusieron a descansar, no
había ganas ni fuerzas para las conversaciones que se daban en el mismo. Antes
que se tiraran a sus camastros se escuchó la orden del cabo llamando a bañarse
al grupo de hombre mal olientes y sudados.
Antes de que el cansancio le
ganara el cierre vertiginoso de sus ojos, un pensamiento vino a su mente.
—Qué día este más
tranquilo, solo no fastidiamos a Satanás, porque no vino a la convocatoria.
Nunca supo
cuando cerró los ojos.
El día empezó igual para todos,
aquí la rutina habitual se aprende de forma mecánica y rápida. Cada grupo
realizó las tareas correspondientes y desde ese momento, hasta que terminara su
entrenamiento todo ya estaba dicho. Eran y serán soldados de la Patria al
servicio del Jefe. Eso era mucho para ellos que no comprendían la dialéctica de
la política y el vivir del Estado, al cual ellos crían un santuario de virtud.
En el área de la mecánica, Cheché
y su grupo estaban recibiendo las instrucciones correspondientes sobre el
manejo de vehículos livianos, de los llamados Jeep. El sargento encargado del
mismo, les explica que estos eran de origen americano, con caja de cambios conformados
por tres velocidades. El freno es de doble acción, ya que además del pedal del
pie, tiene la palanca de emergencia en el lado izquierdo, que se acciona con el
pie izquierdo en caso de una emergencia y cuando el vehículo está detenido.
—Quiero que se
aprendan bien esta mecánica de acción con el vehículo detenido. ¿Me
entendieron?
—Sí señor.
Dijeron a coro todos los presentes.
—Pónganse a
practicar en estos dos y en la tarde lo haremos con ellos en movimiento.
—Cabo, que cada
hombre tenga el tiempo suficiente de práctica.
—Sí, mi
sargento.
—Cada uno
tomará turnos de quince minutos, usarán los dos vehículos y no pueden salir de
aquí. Recuerden que solo es práctica para familiarizarse con los cambios,
encendido y mover unos metros el vehículo.
—Entendido
señor.
Todos obedecieron la orden y en grupos
de tres por vehículo, se pusieron a practicar lo enseñado en la escuela del
campamento.
La vida del recluta Cheché sigue
transcurriendo de forma normal, esperando el extraño discurrir del tiempo en la
vida de todos ellos, en el campamento.
A la hora de la práctica en los
vehículos, todos estaban un poco nerviosos. Ninguno se sentía confiado para
asegurar que todo lo aprendido pudiera ser puesto en práctica. Las manos les
sudaban y por sus espaldas les corrían gotas de grueso sudor.
En el preciso instante de empezar la
práctica, sonó un floreo, un llamado a atención que se escuchó en toda la
ciudad. Era el generalísimo en persona, que llegaba a la fortaleza. En unos
días celebrarían las fiestas Patrias de la Restauración y el Todo Poderoso
estaba de visita. Además había un nuevo grupo de recluta y él quería verlos en
persona.
El séquito era enorme y fueron
llamados a la carrera todos los soldados, que en ese momento estaban en la
fortaleza. Cheché y su grupo corrieron a ponerse en formación general, cómo los
demás reclutas. Nunca habían escuchado aquella voz aflautada, pero que
inspiraba el respeto y temor más profundo. Subido en uno de los vehículos les
dijo.
—Soldados, la Patria
espera mucho de ustedes y el desempeño de sus funciones es la entrega más
profunda que pueden hacer ustedes a este régimen de paz y armonía que vivimos.
—Esperamos pues
que, de este grupo aquí presente, salgan los hombres que formarán parte de la
brigada presidencial.
— ¡Oficiales!
— ¡A la orden
señor! Se escuchó en todo el recinto.
—Ustedes son
los responsables de hacer de cada hombre aquí presente un soldado amante de sus
funciones. Donde solo exista un solo pensamiento y una sola acción. Servir a su
gobierno en todas las circunstancias.
—Espero qué las
órdenes estén bien claras.
Otra vez en toda la plaza se escuchó
unas de las afirmaciones de adhesión más grande que esos reclutas habían
escuchado de sus superiores.
— ¡Si señor
presidente! Comandante en Jefe de nuestro Glorioso Ejército Nacional y Padre de
la Patria Nueva.
Después de estas breves palabras,
toda la comitiva encabezada por el propio Generalísimo, pasó revista a la
guardia de honor, formada para la ocasión. Y mirando a algunos soldados sugirió
algunas correcciones, por faltas observadas a los soldados.
Después preguntó por los reclutas y al
señalárselos se dirigió hacia ellos. Todos formados en pelotones y con la ropa
de faena puestas, no sabían lo que pasaría en ese momento.
Se paró frente al primer pelotón
y su sargento. En silencio los miró y dirigiéndose al sargento le pregunta.
—Sargento
¿dígame cómo están mis muchachos?
—Señor,
respetosamente le informo que cada recluta aquí presente, ha aprendido los
mandos dados y están calificados para ejecutar las acciones que emanen de su
excelencia.
—Tenemos
excelentes tiradores entre ellos, señor.
—Muy bien, muy
bien.
—General.
—A las órdenes
mi generalísimo.
—Quiero un
informe para mañana, del desempeño de fusilería y pistola de estos jóvenes. Su
evaluación de desempeño de mando.
— ¡Si señor!
Todos los pelotones de los nuevos
reclutas fueron vistos por el Dictador. Quedó muy conforme con lo visto y
felicitó a la oficialidad por los resultados. Al término de la visita se volvió
a escuchar el floreo al despedir al hombre que dirigía la Nación como su finca
particular.
Al marcharse cómo un rayo, se dio la
orden de presentarse todos los sargentos al despacho del ejecutivo. En esa
reunión se les pidieron los datos de sus respectivos pelotones y las
recomendaciones especiales para cada soldado conscripto.
Era una faena no muy agradable,
tenían que evaluar para recomendarle nada más que al mismo presidente, quienes
de esos tunantes podía ser miembro de la guardia presidencial en un futuro. Si
se equivocaban en sus recomendaciones, ellos pagarían caro su error. Por eso
fue que les dejaron el problema de escogencia a los capitanes, ya que ellos
eran solo simple sargentos. Y como ellos dicen: — ¿Qué vale un sargento cuando
está presente un capitán?
Como buenos sargentos, le dejaron
el problema a cada capitán de las diferentes compañías, con los señalamientos
de los mejores desempeños pero no señalaron a nadie en especial. La cuestión
fue que en el despacho del Ministro de Guerra, a las ocho de la mañana había un
informe pormenorizado del nuevo grupo de reclutas de la fortaleza San Luís, de
Santiago.
En el club de alistados, cada
tarde y en especial los sábados en la tarde, a los nuevos reclutas se le
permitía la entrada, escuchaban alguna música de moda. Entre ellas los Panchos
y una que otra mejicanada. Ese día la hermana de Cheché lo visitó y le trajo un
dulce que ella había hecho donde su madrina.
—Hola.
— ¿Cómo te
sientes?
—Yo estoy bien,
como siempre aquí con mucho trabajo.
— ¿Antonia y de
casa qué sabes?
—Todos están
bien, no te preocupes por ellos.
—El que debe
preocuparse más por alguien, eres tú. Por ti mismo, mira que flaco estás.
—Cállate, aquí
esas cosas nunca se pueden decir.
—Pero es la
verdad, me puedes decir, — ¿qué dije mal?
—Óyeme bien y
no lo voy a repetir.
—A partir de
ahora te prohíbo que vengas a verme. Cuando yo salga de aquí los visito a
todos. Tendré unos días francos y ya esto se termina pronto.
—Mira eso, y
uno que viene haciendo sacrificios para verlo y él no quiere ni que lo visiten.
—No te pongas
así, sabes que eres mi hermana consentida, pero por ahora no deseo que vengas a
verme. Estaré fuera en ejercicios y uno sabe cuándo se va, pero nunca cuando
vienes.
—Está bien.
Dijo ella.
La visita de ese día no fue larga
ni en lo familiar que la joven esperaba. Ella no podía entender cómo su
hermano, en tan poco tiempo había cambiado de actitud y de hablar. El joven
juguetón, tenía otra imagen. Esa era la impresión que ella, en los pocos
minutos que estuvieron juntos se gravó en su mente. Con estos pensamientos
llegó a la casa de su madrina y al entrar a la puerta se llevó tremenda
sorpresa, su hermano Jengo estaba en la casa esperándola.
Se abrazaron con el amor filial
de siempre y con las sonrisas que los caracterizaban a todos ellos.
—Dime, ¿viste
al cabezón de nuestro hermano?
—Sí, lo vi y no
me gusto el aspecto. Está más flaco que la última vez que fui con papá.
—Bueno, yo lo
veré cuando el salga de eso. No me gusta la guardia. Por lo menos la de este
tipejo.
— ¡Cállate!
—Eso nunca se
dice en público y menos aquí. Te voy a pedir un favor.
— ¿Qué favor?
—De regreso no
hables con nadie de esas ideas. Prométemelo por favor.
—Loca, sabes
que solo contigo y ese descerebrado, es que digo estas cosas.
— ¿Qué te traes
por aquí?
—Estoy por
inscribirme para maestro. La maestra me dio una recomendación y pienso ingresar
a la escuela normal de Licey de maestros.
—Eso está bien,
te felicito por tu decisión.
—Gracias.
Mañana tengo que ir para presentar los papeles.
—No te
preocupes, esta noche dormirás conmigo.
— ¿Viste a Rosa
Elvira?
—Sí, la vi y
quedó llorando muchísimo. Ella dice que poco a poco todos nos iremos del lugar.
Yo le dije que su guardia la iría a buscar pronto.
Y con una carcajada, ambos se
fueron a la cocina a preparar un sabroso café de pilón.
Capitulo
X
La
graduación
En el
campo de don Pedro, la vida seguía normal y más en la casa de la familia, era
la época de recoger el maíz. Los preparativos se hacían antes que empezaran las
clases y aprovechando los días que le quedaban a Jengo en la casa. Había sido
aceptado en la escuela para maestros primarios Don Pedro de Santiago, no cabía
de orgullo y en su semblante se le veía lo feliz que era, en cada conversación
siempre hablaba de sus hijos.
El mayor Pedrito, ya estaba colocado en una finca cerca de
la capital. Su hijo Cheché en los próximos días se graduaría de soldado y Jengo
seria maestro. Antonia estaba aprendiendo costura en Santiago. En fin sus hijos
estaban en camino de hacerse de algo en la vida como él siempre decía.
El martes por la tarde les dice a todos sus hijos que se
prepararan, la familia entera participará de la recogida del maíz.
—Miren muchachos, mañana solo
Chencho vendrá a ayudarnos. Eso que hay sembrado, en dos días nosotros lo recogemos
y como aquí no hay distinción, todos vamos a participar.
—María coge dos de esas
gallinas coloradas y vamos a hacer un buen caldo para mañana si tú lo crees
así.
—Está bien, dijo ella.
—Te dejo a Carmencita para
que te ayude.
—Sí, pero cuando terminemos
de cocinar, las dos nos vamos a recoger maíz.
—Cómo tú digas.
—Jengo ya sabes, tempranito
te amarras a esas mañosas y les colocas los aparejos. Ellas traerán los cerones
con lo recolectado.
—Oiga papá una cosa.
— ¿Dime?
—Creo que con Chencho,
usted, Jacinto y Emeterio tal vez no lo podamos hacer en dos días.
—No te preocupes, Dios
dispone las cosas a su manera. Ya lo verás.
No se dijo más, esa tarde todos se dispusieron a preparar
las cosas para que el próximo día todo saliera como ellos la planearon. Eran
las cinco de la tarde y en el radio de baterías de la casa y orgullo de don
Pedro, se escuchaban unos merengues de tierra adentro con un fuerte repiquetear
de tambora. Más tarde por el camino se divisó a Genaro montado en su mulita y
silbando como siempre, las canciones que de oído aprendía y que no podía
cantar, ya que el mismo decía que no tenía voz ni de burro.
—Buenas noches, dijo desde
la montura.
—Hola Genaro. -¿Que te trae
por aquí a estas horas?
—Me dijo Emeterio que
mañana vas a descocechar el maíz.
—Sí, eso haremos mañana.
—A mí me interesan algunos
quintales del mismo. Ese maíz es del bueno y pienso usarlo para mis gallos y
gallinas.
—Genaro déjame ver cuántos
quintales sacamos, pero ya te tengo anotado. Hay algunos de Las Maritas que me
han hablado para que les venda también.
—Está bien Pedro, pero
recuerdas que lo de casa comen primero.
Una carcajada se escuchó de ambos hombres, duchos en las
labores del campo.
—Que sea como tú dices
hombre.
—Oye Pedro ¿y tú no crees
que necesita una mano? Creo que tú y tus muchachos no podrán en dos días
recogerlo todo.
—Bueno ¿y tú vendría en ese
caso?
—Te voy a mandar a dos de
mis muchachos bien temprano.
—Está bien Genaro, que así
sea.
— ¿Quieres tomarte un
cafecito?
—Bueno y quien le dice a
difunto que no acepte un responso.
Los dos hombres volvieron a reír de nuevo, con la dulzura
de los hombres de bien.
Para el grupo de jóvenes que se enlistaron en el ejército y
que en apenas una semana se graduarían, esas últimas horas eran de mucho
trabajo. Cada pelotón se formó frente a sus respectivos cuarteles y por orden
de sus sargentos formaron un solo grupo.
Ellos iniciarían el último proceso de su entrenamiento esa
tarde. Duraba todo un día con su noche y era de resistencia. En el mismo
practicarían todo lo aprendido durante la fase de preparación, al que fueron
sometidos en ese periodo. Los sargentos estaban muy activos y daban órdenes por
doquier.
— ¡Vamos! —no tenemos toda
la tarde ni la noche para verlos a ustedes, partida de flojos. — ¡Muévanse!
—Tomen sus morrales,
apúrense.
—Parecen putas hoy.
—Tienen cinco minutos para
iniciar la marcha.
En eso llega un capitán y
dice:
—Hoy iniciaremos una marcha
de 20 km. Los que se queden en el camino repetirán una semana más y lo volverán
a intentar. Al llegar aquí, todos irán derecho al campo de obstáculos. Ahí lo
estará esperando un equipo para evaluarlos.
—Aquí solo queremos hombres
diestros que sirvan a la Patria y a nuestro presidente el Generalísimo
Trujillo.
— ¿Quedó bien claro eso?
— ¡Si señor! Sonó un coro
muy compacto y bien engrasado en la repuesta.
—Sargentos, que inicien la
marcha.
—Yo iré en el frente, el
Tte. Miguelón en el medio y el Tte. Sánchez en retaguardia.
—Ellos ya tienen sus
instrucciones con los rezagados.
—En marcha.
Un enjambre de hombres, cargando sus pertenencias militares
con el pesado fusil al hombro, se puso en movimiento. Cada uno tenía un sólo
pensamiento. Sobrevivir a lo que se le llamaba la noche de las cabras locas.
Por el resultado de la misma. Iniciaban cargando cerca de veinticincos kilos de
pertrechos, más el fusil y con unas botas endiabladas, un camino difícil, el
tramo parecía el doble de lo indicado.
A los diez km. harían la primera parada. Ya para ese tiempo
ocho de sus compañeros se han retrasado, pero al rato los vieron llegar con tan
mala suerte, que en ese instante daban la orden de partida.
—Todos de pie. A formar en
columna de dos.
—Vamos muchachos, que hoy
se las juegan ustedes, muévanse, rápido.
Uno a uno se fue parando, formando la columna y por orden
del capitán, el segundo pelotón al que pertenecía Cheche, iniciaría el canto de
marcha. Se inicia la caminata y cuando tenían recorrido unos diez metros se
escucha un coro de ángeles.
—Por ahí María se va,
—La vieja que yo tenía,
—Por ahí María se va
—Se la deje a mi compadre.
—Por ahí María se va
—Al otro día la devolvió,
—Por ahí María se va
—Por parecerse a una
cotorra.
—Por ahí María se va.
—Muerte
—Al comunismo
—Muerte
—A los traidores
—Somos soldados, soldados
de la Patria.
—Muerte
—Al comunismo
—Muerte
—A los traidores.
Con estos y otros cánticos llegaron al segundo punto de
descanso. Estaban muertos del cansancio, ya que tuvieron que subir y bajar unas
lomas que convertían el trayecto en el doble de lo pensado. Como siempre, un
grupo más grande se retrasó de todos los pelotones. Eso retrasaba más las
cosas. Lo esperaron por media hora. Al pasar el Capitán los arengó a terminar
el último tramo y los retrasados llegarían más tarde al punto final.
En el ínterin del descanso los grupos
se tiraban por doquier. El pelotón de Cheché no era la excepción del grupo de
hombres, tirados en la tierra húmeda, sudados, cansados y con fatiga muscular
muy fuerte.
—Oye Pinto ¿tú
crees que esto durara mucho?
—Recuerda que
esta es la segunda parada, tomemos agua y estiremos las piernas. Creo que el
grupo de retrasados, no va a cuadrar en esta ocasión.
—Sí, lo siento
por ellos, irán al grupo de recuperación y ellos estarán más forzados que
nosotros.
—Es verdad y
eso que les falta llegar al campo de ejercicios.
—Diablos, si todavía
falta esa maldición.
—Sí, es verdad.
—Bueno ya
veremos de dónde sacamos fuerza.
—jajajajaja
— ¿De qué te
ríes?
—Que esos
burros de sargentos también están jalando junto a nosotros.
—Sí, es verdad,
pero idiota ¿tú no ves que ellos no llevan estas malditas mochilas?
—Pues mira, no
me había fijado en eso. Como siempre uno escucha su voz de burros en sabana.
—Jajajajajajajaja.
Ambos jóvenes
en medio de sus penurias por la marcha forzada que tenían que realizar, sacaron
tiempo para sus jugarretas.
— ¡A formar!
Desde este punto hasta llegar a nuestro destino, todos habrán de agregar cinco
piedras que ya están dispuestas cincuenta metros más adelante. El que no las
tome ya sabe el castigo que le corresponde.
—Sargentos que
se formen y marchen hacia el punto rojo.
—Sí, señor.
—Vamos
marranos, que no tenemos toda la noche para cantarles sus melodías favoritas.
—Muevan esas
piernas, todos se detendrán a mi señal.
— ¿Me
escucharon?
— ¡Sí, señor!
Caminaron los cincuenta metros
indicados en la oscuridad y como por arte de magia, empezaron a aparecer
montoncitos de piedras que por su tamaño, le agregaría unos cinco kilos más, a
su ya pesada mochila. Los hombres no protestaron, eran soldados y entendían muy
bien su papel. Ya lo habían aprendido, al inicio de su entrenamiento.
—Alto.
—Columna
izquierda tome cinco piedras el de atrás se la colocará al de delante.
—Columna
derecha, haga lo mismo de su lado y el de atrás le colocará las piedras al que
tenga enfrente.
—Muévanse.
Todos se pusieron a su faena, algunos
decían entre los dientes algunas palabras impublicables, otros en silencio
dejaban correr dos lágrimas por sus mejillas. Cheché no dijo nada, solo atinó a
colocarle las piedras al Pinto en silencio total.
—Diablos hombre
y tú no dice nada para votar la ira que uno lleva dentro.
Cuando su amigo terminó de colocarle
las piedras le dijo.
—Mira, esto es
para hombre y todos sabíamos a lo que vinimos. —Aquí no se llora, se paren
hombres para la Patria.
— ¡Qué Patria
del diablo tú me dices! Esto no es para hombres es para animales.
—Idiota que
eres Pinto. Tú no entiendes que aquí nos transforman en máquinas de matar.
— ¡A callar
todos!
—Sargentos,
revisen que no haya lindos o inteligentes.
—Comandante,
aquí encontramos uno.
—Muy bien
¿díganme cuántas dejó?
—Tres, señor.
—Recojan las
que dejó y pónganle cinco más. Ese ayudará a uno de sus compañeros retrasados.
—En marcha.
El inteligente, como dice el
refrán, ahora tenía el peso doble de lo cargado. No le valió excusas ni nada
por el estilo y ya sabía además, lo que le esperaba. El último tramo se
convirtió en un infierno. Los hombres se caían, en un riachuelo cercano a la
fortaleza tenían que arrastrarse y se llenaron de lodos hasta su ropa interior.
Cuando el grupo entró al perímetro de obstáculos parecían andrajosos, menos
soldados.
Fueron dejando las mochilas junto al
primer punto y con su pesado rifle máuser empezaron otra vez sus agonías. Había
que realizar todo un infierno de ejercicios. Los estaban preparando para una
guerra.
—De dos en dos,
correrán los obstáculos y si uno se cae, el otro es responsable de levantarlo y
empezar otra vez.
—Aquí, nadie
deja a nadie atrás.
—Ustedes son
soldados del glorioso ejército dominicano.
— ¡Vamos,
adelante!
— ¡Muévanse
rápido!
Los sargentos que estaban a cargo de
los ejercicios, les sacaron hasta el alma a esos muchachos. Les gritaban, les
maldecían, todo por su bien. Eran forjadores de centauros y en el Olimpo, era
con fuego que se forjaban los mismos. Eran hijos de los dioses inmortales, eran
soldados de la Patria.
El último tramo era arrastrándose, en
una zona de un lodazar con alambres de púas muy bajitos. Era el tramo del
infierno, después de ahí a las duchas y a seguir con la rutina. Esa era su
vida. Los retrasados llegaron y para ellos el suplicio fue mayor, ya que a muchos
las fuerzas les fallaron y en algunos lugares se dieron golpes que
imposibilitaron a algunos de continuar. Pero esa era la rutina. De ese
ejercicio salió como resultado, un reordenamiento de los pelotones y se formó
un pelotón con los retrasados. Estos engrosarían la plantilla de la famosa
Compañía D.
—Cheché, cuando
salgas de aquí ¿dónde tú quieres que te manden?
—Me gustaría
quedarme aquí. Pero sé que no será así. Dejemos al destino que siga jugando su
jueguito.
— ¿Te vas a
casar cuando salgas?
—No lo sé,
quizás me la lleve para donde me trasladen. Pero recuerdas que tengo que pedir
permiso para eso. En el ejército del jefe, las cosas se hacen bien.
—Sí, ya tú
sabes lo que te pasa por no pedir el permiso.
—Descuida, yo
sé cómo se hacen las cosas aquí.
—Solo nos resta
una semana y parece que fue ayer.
—Sí, es verdad.
Y conversando de eso y otras cosas,
los jóvenes se quitaban el barro de encima. Estaban irreconocibles en esa
ocasión.
Por otro lado, en la casa de don
Pedro, ya habían recogido la mitad del maíz y aparentemente les haría falta un
día más.
—María, parece
que tendrás alguna ayuda. Mira quien viene por ahí.
Ella se asoma por la puerta de la
cocina y mira por el camino. Montada en una burra llegaba Rosa Elvira, la novia
de Cheché.
—Buenos días.
¿Cómo les amanece?
—Buen día
muchacha.
— ¿Qué haces tú
tan temprano por aquí?
—Bueno, vine
ayudarla a usted en algo. Sé que tienen mucho trabajo y me pareció que
necesitan una mano amiga y mejor si es la mía.
—Está bien
muchacha, desmonta y entra, que ya estos se van para continuar la faena.
—Gracias doña
María.
—Don Pedro,
¿Cómo está usted?
—Bien,
muchacha, bien.
—Cuanto me
alegro.
Ella echa un
ojo sobre lo recolectado y ve que hay unos cincuentas sacos y como diez serones
llenos y dice.
—Don Pedro,
creo que mi papá le compraría una buena parte de toda la cosecha. Dígale, o yo
le digo al regresar.
—Bueno, ya
veremos qué pasa hoy con lo que resta de la cosecha. Yo te aviso en la tarde.
—Está bien don
Pedro.
—Entra muchacha
y deja eso para después, te voy a preparar un desayunito.
—No se
preocupe, ya me desayuné en casa. Usted entiende cómo es mi mamá.
—unju, sí que
lo sé. Bien fajadora esa mujer.
—Entra, que hoy
Carmencita amaneció con dolor de cabeza y no será de mucha cosas para mí.
—No se preocupe
mi doña, yo soy una de sus hijas.
—Qué Dios te
oiga y te me cuide.
En ese momento, llegaron los
muchachos con los animales y los aparejaron. Les colocaron los serones y sacos
donde depositarían el maíz que era recolectado por todos. Don Pedro impartió
las órdenes y la pequeña recua se encaminó por el paso del tamarindo, en la
parte posterior de la casa y hacia el conuco de la colorada.
Jengo arreaba la burra y con el palo
de garrote, le atizaba sus garrotazos en el cuello al mañoso animal.
—Anda burra, camina.
—Te dije que
dejaras el garrote y te pusiera una espuela, pero no me hacen caso cuando les
digo a ustedes las cosas.
—Papá, esta con
espuelas o con garrote, como quiera es mañosa.
—Pues anímala y
veremos que no nos retarde.
—Está bien.
— ¡Qué bien! Delante
de nosotros va Genaro y sus muchachos. Pienso que hoy terminamos.
—Sí, eso creo
yo, ya que la zona faltante es de llano y la jarda le falta poco.
—Así es mi
hijo.
—Arre burra del
carrizo.
Atizándole otro garrotazo,
prosiguieron por el camino hacia el maizal de don Pedro.
En la Fortaleza San Luís, se hacían
los preparativos para la graduación de los reclutas. Hacía veinte días, que se
le habían tomado las medidas para el uniforme de gala, que lucirían en ese día
tan especial. A muchos se le informó hacia dónde irían cuando terminen su
entrenamiento. Lo primero es que tienen cinco días de permiso para ir a su casa
y ver a sus familiares, después se presentarán en sus cuarteles y recibirán sus
órdenes de traslado.
El pelotón de Cheché tenía a
varios de sus miembros con méritos y van a recibir medallas por eso. Entre
ellos están el Pinto y Cheché que en el mismo, quedó primero en todos los
estamentos de su entrenamiento. Aunque ya habían pasado los ejercicios de
evaluación, continuar con la rutina era lo normal. Fueron llamados a formación
por su sargento y los arengó, inmediatamente se formaron.
— ¡Firmes!
—Descansen.
—En lo que nos
resta de esta semana vamos a practicar para la graduación.
—Cada miembro
de esta unidad, hará todo a su alcance para que todo salga bien.
—Primero lo
haremos con el fusil al hombro y después vamos a practicar en la formación
cerrada, sin el fusil.
— ¿Está claro y
entendido todo?
Se escuchó el
coro en todo el recinto.
— ¡Si señor!
Al mismo tiempo los diferentes
pelotones se habían formado y en conjunto practicarían la formación de la
marcha de graduación. Como ya estaban divididos los grupos, todos se formaron
en sus respectivos lugares encabezando la marcha, la banda de música de la
brigada, que por primera vez participaba con ellos.
Un mayor dirigía los ensayos de la
unidad. En cada pelotón se veía a un capitán y un teniente teniendo, como
asistentes a los sargentos instructores de los pelotones. Ese día entero solo
fue cadencia de marcha, al término de la tarde estaban sudados y cansados pero
algunos se le había olvidado ponerse sus desodorantes y el esfuerzo de tantos
ejercicios de marcha les creó un olor muy peculiar.
—Sargento,
llamó uno de los reclutas.
—Por favor
¿puede usted mandar a bañar a estos marranos que huelen a letrina?
— ¿Qué dice
usted?
—Sargento… es
que no podemos más con estos malos olores.
—Mire buena
sica, usted me está diciendo que en este ejército lo que tenemos es un grupo de
asquerosos.
El recluta al ver la reacción del
sargento, se asustó y comenzó a gaguear. En eso el sargento lo mira y dando
media vuelta dice.
—Los quiero a
todos aquí en un segundo.
Salieron corriendo en tropel,
unos en pantalones cortos, otros en camisetas y otros casi desnudos. Los miró
un poco y les dijo.
—Denme
cincuenta vuelta a la explanada, por ser los puercos de la fortaleza. En cada
vuelta irán haciendo como los cerdos.
— ¿Está claro y
entendido?
— ¡Si mi
sargento!
—Vamos a
correr.
—Los quiero
oír, no los oigo.
—Mi mamá es una
puerca.
—Y yo soy su
puerquito
—Por eso yo
canto ahora.
—Como hacen los
puerquitos.
—oin, oin, oin,
oin, oin, oin, oin
Como era costumbre, ese tipo de
ejercicios de castigo, no era algo fuera de lo común. Lo que sí llamó la
atención era la canción que entonaban los infrascritos, mientras trotaban en el
patio de la fortaleza. Por otra parte no solo ellos estaban en eso, otros
pelotones también estaban dando carrera como locos. Esos daban vueltas sobre
sí, en la grama, se levantaban, corrían, se tiraban en la tierra, en fin si
eran sus últimos días serian bien interesantes.
En el conuco de don Pedro había
caído la tarde y se recogían los utensilios de labranzas. No había quedado una
sola planta sin descocechar y para cerciorarse las quebraban todas, al quitarle
las mazorcas.
—Bueno
muchachos, hoy si les dimos duro. Dice don Pedro.
—Así mismo es.
Repite Chencho.
—Genaro, creo
que tendremos maíz para ti, y don Mamota. También para mi compadre en Las
Maritas.
—Mira Pedro,
dime donde tú fuiste para que la suerte te llegue en todo lo que emprendes.
—Es muy fácil
Genaro.
—Cada tarde,
cuando empiece el rosario en la radio, júntense en familia y récenlo. Es lo que
dice el cura cuando viene.
— ¿Y tú crees
en ese cura?
—En el cura
quizás no, pero en las palabras que dice sí.
— ¿Estás
seguro?
—Muy seguro
Genaro.
—Mira, yo no
creo en tonterías. A mí me criaron pensado en Dios.
—Y es por eso
que todo me sale bien.
—Amén, dijeron
a coro.
Una fuerte
carcajada se escuchó en el lugar.
Recogieron todos los aparejos de
labranzas, utilizados para la recolección y se disponían a salir en sus
cabalgaduras, cuando a lo lejos divisaron un bulto que pendía de la mata de
Higüero.
— ¿Qué es eso?
— ¿Qué cosa?
—Lo que cuelga
de la mata de Higüero. Dice Genaro.
—Bueno solo
tenemos que ir para salir de la duda. Respondió don Pedro.
Todos se movieron hacia el lugar
y qué sorpresa se llevaron todos. Cuando vieron ahorcado a Manuel, uno de los
serranos de la zona. Todos se tiraron rápido de sus monturas y corrieron para
ver qué podían hacer.
—Jengo toma mi
mula y corre donde el Alcalde para que venga.
—Sí señor.
El joven se montó rápido y se dirigió
hacia donde vive el Alcalde de la zona. Llegó a la casa y le hizo señas, para
que los demás no se enteraran del asunto.
— ¿Qué pasa
muchacho?
—Tome su
montura y sígame, que en los predios de mi casa encontramos una cosa.
—Bueno, de todo
modo usted lo sabrá, el loco de Manuel el peón de don Pablo Gómez lo
encontramos ahorcado en los calabazos de mi casa.
— ¡No jodas!
—Así es.
—Pues vámonos y
no perdamos más tiempo.
Los dos hombres se dirigieron
hacia los límites de los predios de don Pedro y al llegar, vieron el macabro
espectáculo.
—Pedro, que
regalito te dejo este loco aquí.
—Así es,
Alcalde.
— ¿Cuándo fue
que lo vieron?
—Hace unos
minutos, cuando ya nos íbamos, lo raro es que mientras estábamos trabajando en
el día no lo vimos merodeando por aquí.
—Bueno, así es
la vida. Dice el Alcalde.
—Ayúdenme a
bajarlo.
—Genaro, manda
a uno de tus muchachos para que le avise a Pablo.
—Está bien
Alcalde.
—Muchachos
vamos a bajarlo.
Los presentes ayudaron a la autoridad
del paraje, a descender el cuerpo del ahorcado y a colocarlo en el suelo.
Jengo se dirigió a su casa y
contó lo sucedido y las mujeres se pusieron las manos en la cabeza y se
lamentaron el hecho. Jengo exclamó.
—Lo malo, no es
que se ahorcara, es que lo hizo en nuestras tierras.
—Mira muchacho
no diga eso. Es un ser humano.
—Sí mamá, es
verdad todo eso. Pero el fuñío loco, vino a fastidiarnos a todos cuando aquí
las cosas estaban mejorando.
—Hay mi hijo,
uno nunca sabe los designios del Señor.
—Bueno yo me
voy para mi casa, dice Rosa Elvira.
—Está bien mi
hija y gracias por la ayuda que nos prestaste.
—No se preocupe
que todavía falta desgranar todo eso.
—Así es, ahora
es que falta, dice la madre de Jengo.
—Vete con Dios.
—Que ese
también quede con ustedes, en esta hora tan desagradable.
La joven se montó en su burro y
arreándolo tomó el camino hacia su casa.
Ya la noticia se había regado como
pólvora, Genaro se encargó de eso en su pulpería y fueron muchos los que se
dirigieron hacia el lado del conuco de don Pedro, para ver el cadáver del
ahorcado.
Don Pablo llegó con alguno de sus
muchachos y vio el cadáver que, ya lo habían bajado de la mata. Saludó a los
presentes y dirigiéndose al Alcalde le pregunta.
— ¿Cómo paso?
—No lo ves, el
idiota se ahorcó.
— ¿Y nadie lo
vio merodeando por aquí?
—Mira Pablo,
tenemos dos días trabajando en lo del maíz y en ese tiempo nadie vio ni escuchó
nada. Creemos que el vino por lo que pensamos como a las tres, ya qué alrededor
de la una pasamos por aquí con la penúltima carga de maíz.
—Este muchacho
siempre nos decía que se iba a ahorcar. Pero siempre lo tomamos como un relajo
por parte de él.
—Mira, mi deber
es escribir todo eso que tú dices y hacer el informe de lo sucedido aquí.
—Sí, lo sabemos
Alcalde. Pero él era un buen peón y vino de muy lejos hace un buen tiempo a
trabajar con nosotros. Me cuesta creer lo que veo, pero así es la vida, medio
extraña con personas inocentes.
En eso llegaron con unas sábanas
y envolvieron el cuerpo y lo terciaron en una montura para sacarlo del lugar.
Como siempre, alguien tiene una caja de muerto en su casa por un por si acaso,
mandaron a buscar la que estaba donde Fernando, prestada. Esa noche solo se
habló en la pulpería de Genaro, del ahorcado y la conversación de su patrón.
Capitulo XI
El graduado
En la Fortaleza, las prácticas habían dado sus
frutos, todos los conscriptos estaban como una máquina en punto. Cada paso
había sido ensayado y aprendido. Los nuevos soldados que engrosarían las filas del
ejército en las guarniciones distribuidas por el Estado en toda la geografía
del país, sabían que habían sido preparados con el máximo de los conocimientos
del momento y por expertos muy diestros. El día anterior se leyó la orden del
día, donde se les felicitaba por el mérito de tomar la decisión de servir a la
Patria.
El Jefe de Estado Mayor estaría
presente en su graduación y les pondría las insignias a todos. Ninguno quería
perderse ese momento. Las botas relucían, las hebillas fueron tan pulidas que
parecían soles de relucientes, por igual las correas, corbata y el resto de la
ropa, para su graduación.
Los sargentos hacían los recuentos y
afilaban el lápiz por si alguno se pasaba de listo. Era el momento esperado por
fin salían de su infierno.
En el cuartel
del pelotón donde pertenecía Cheché su sargento se dirige a su tropa, que muy
orgullosa había hecho una colecta para un regalo.
—Escuchen bien
todos partía de inútiles.
—Desde mañana
formarán parte de nuestro ejército, dirigido sabiamente por nuestro
Generalísimo, esperamos que ustedes se comporten a la altura de las
circunstancias. Fueron formados como soldados, nunca como mariquitas. Si hay
uno, que me lo diga ahora. Tengo para él un regalo.
En ese instante sacó una pistola
calibre 45 y la puso enfrente de todos. Nadie dijo nada, ni una mosca voló en
ese instante.
—Bueno, como
aquí solo hay hombres, espero que actúen de esa manera.
—Ahora bien,
mañana quiero que sean los mejores en ese desfile, que no se diga que el
sargento Tejada forjó a flojos.
— ¿Me
escucharon bien?
—Sí, mi
sargento, respondieron a coro todos y por primera vez las arrugas de su
sargento no parecían tan feas.
Uno de los jóvenes dio un paso al
frente y pidiendo permiso para hablar, se dirigió al sargento Tejada.
—Mi comandante,
en nombre de todos los muchachos acepte este presente.
Extendiendo el brazo le entregó
una funda con algo dentro, el sargento le dijo al cabo.
—Mira a ver qué
es.
Este tomó la
funda y echando una ojeada le dijo.
—Parece
comandante, que estas guineas averiguaron sus gustos, es del bueno.
El sargento los
mira una vez más y expresa.
—Con esto no me
convencerán, pero tampoco les regreso el favor, se lo confiscaré.
—Fuera todos,
es tarde de descanso, mañana tienen que estar bien para la ceremonia.
Todos salieron al patio y otros a
la cantina. El área de alistados estaba llena de familiares de los próximos
graduados. Antonia, hermana de Cheché estaba entre los presentes, esperando ver
a su hermano que se acercaba con una sonrisa en los labios. Se saludaron
efusivamente y conversaron de todas las novedades, incluyendo la noticia del
ahorcado. Cheché quedó muy impresionado con la noticia, pero no le dijo nada a
su hermana.
— ¿Dime cómo
están mis viejos?
—Ellos están
bien, mañana viene papá. Él desea estar en tu graduación y creo que tal vez
venga Pedrito de la capital.
—Qué bien, me
encanta esa noticia.
—Bueno, yo no
podré estar, quiero que lo sepas desde ahora.
—No te
preocupes, ya tú hiciste demasiado, con venir hoy y compartir este momento.
—Mira esta carta,
te la manda Rosa Elvira.
La joven le extiende un sobre y
él lo toma y se lo pone en el bolsillo de su pantalón. No dice nada y siguen
conversando de la vida de Antonia en la casa de su madrina. Él se para muy
serio y le dice a ella.
—Quiero que
tomes todas tus cosas y mañana mismo regresa a casa, no le digas nada al viejo.
Yo me encargo de eso.
—No por favor
Cheché, deja las cosas así y no hagamos una tormenta en un vaso de agua.
— ¿Qué tú me
estás diciendo?
—Mira, tú eres
mi hermana y eso nadie lo puede tolerar. No le diré nada al viejo pero te me
vas y tú y yo conversamos luego.
—Está bien como
tú digas.
—Que no se diga
más, vete y prepara todo para que mañana te vayas con el viejo.
—No te
preocupes ya tengo todo preparado, sabía que tú me diría lo mismo.
—Eso me gusta.
La joven se despidió y se marchó
del recinto militar, con la alegría de los jóvenes de la época, pero con la
inquietud del temple de su hermano dándole vuelta en la cabeza.
El reloj marcó las ocho en punto y en
ese instante sonó el toque de corneta, toda la dotación estaba en formación
para escuchar las notas patrias. Los pelotones estaban formados, cada soldado
tenía puesto sus ropas de galas, que habían sido almidonadas y planchadas. Los
filos de los pantalones cortaban y las camisas en las mangas parecían una hoja
de afeitar.
Los capitanes, sables en mano estaban
al frente de sus pelotones, los tenientes ayudantes y sargentos, todos estaban
en sus sitios. De repente sonó un floreo militar, entraba a las instalaciones
el Jefe de Estado Mayor del ejército. Se dio el llamado de atención pertinente
y todos esos pechos salieron cara al sol. Los hijos de la Patria demostraban
que estaban bien formados, según las exigencias del régimen.
Un mayor dio la orden.
— ¡Atención!
—Vista al
frente.
—Presenten
armas.
Toda la guarnición formada,
rindió los honores correspondientes al invitado de honor a tan digno acto.
— ¡Descansen
armas! Se escuchó unos segundos después.
La comitiva se dirigió hacia el área
del desfile, donde estaban en formación los nuevos jóvenes que ese día se
graduarían. Los altos oficiales se sentaron en un área especial, construida
para las ceremonias de este tipo.
—General —
¿estamos listos?
—Sí, mi
general.
Haciendo una seña, el coronel
encargado del acto dio inicio al evento y la banda de música entonando una
marcha militar, empezó el desfile. Todos con sus ropas y fusiles bien
presentados, pasaron frente al Jefe del Ejército.
Después los pelotones de los nuevos
conscriptos con una cadencia de marcha que dejó bien impresionado al alto
oficial.
El jefe de la
Fortaleza le dice al invitado.
—Señor, ¿me
acompaña a colocar las nuevas insignias a los graduados?
—Si, como no.
Se dirigieron a la parte frontal de
los pelotones y fueron llamados los reclutas más sobresalientes de cada
pelotón. Diez soldados se cuadraron firmes como figuras pétreas, frente a sus
superiores. El taconeo de estos fue impresionante, se escucharon en todo el
recinto.
—Jóvenes en
nombre del Generalísimo y Presidente de la República, me honro en colocarles
estas insignias y galones de rasos de primera clase, a cada uno de ustedes.
Reciban pues los mismos y sepan que la Patria espera de todos, el mayor
esfuerzo y entrega y de esta manera, combatir el comunismo ateo que está
destruyendo nuestras familias.
Caminó hacia cada uno y con los
saludos de rigor entregaba lo ofrecido. Cuando llegó donde estaba Cheché se
fijó en este, por su altura y porque era el único que recibía el ciclo completo
de medallas, experto en rifle, pistola, conductor y buena conducta.
—General.
—A la orden
señor.
—A este soldado
por sus méritos, que pase a formar parte de la Brigada que forma la Guardia
presidencial de su Excelencia.
—Como usted
ordene se hará señor.
—A todos estos
con honores, dele diez días de libertad. Al resto de las tropas lo
reglamentario.
—Sí señor.
—Jóvenes, no se
metan en problemas al salir de aquí, recuerden que representan al ejército y al
presidente. ¿Me entendieron?
La repuesta no se hizo esperar y un
perfecto coro se escuchó en el lugar.
— ¡Sí señor!
Los capitanes entregaron las insignias
al resto de la tropa, se tomó el juramento de rigor de lealtad a la Patria.
Después de terminado el protocolo de graduación se dio la orden de rompan
filas. La algarabía fue tremenda y como siempre entre los militares, a los
premiados y con rangos nuevos desde su graduación sus compañeros le rociaron un
poco de agua. Los familiares por igual se unieron a la fiesta y los de Cheché
no se quedaron atrás.
Su padre, al estar frente a él le
abrazó fuertemente y le felicitó por sus logros. Al igual su hermano Pedrito
que había llegado de la capital le abrazo y le felicitó por su graduación.
—Pero, estás
todo mojado.
—No es nada,
eso es tradición aquí.
—Es día de
fiesta y hay que gozar. Vamos a comer fuera, dijo el padre.
—Sí, pero
recuerden que no puedo irme con ustedes a la casa. Eso será mañana pero no le
digan nada a mi viejita.
—Se hará como
tú digas.
—Pues vámonos,
que tengo que estar aquí a las cinco en punto.
—Está bien,
vámonos.
Todos en el lugar estaban felices
y eso dio pie a que se formaran grupos de jóvenes para salir del lugar, ya que
tenían tres meses que no salían de ese sitio y parecía un siglo para algunos.
Por supuesto, lo primero que pensaron
fue ir a desquitarse los deseos de ver una mujer. Y ellos por referencia de los
más viejos, fueron llevados donde la que tenía el mejor negocio de ese tipo en
la ciudad corazón.
Cheché se fue con sus familiares
a comer, a una fonda cerca de la Fortaleza. Todos estaban contentos festejando
y como siempre, surgen las preguntas sobre la vida militar.
—Dime una cosa.
— ¿Cómo es la
vida en el cuartel?
—Veo que te
adaptaste muy bien a eso.
Cheché se queda
mirando a su hermano Pedrito y le dice.
—Mira, lo
primero que uno aprende, y tú ya lo sabes, por todo lo que aprendimos, mientras
hacíamos las marchas aquellas.
—Lo segundo,
siempre hacemos lo mismo, así que ahí dentro no hay secretos.
Todos rieron de su repuesta. Su padre
no decía nada, ya que comprendió que por más que le preguntaran al muchacho
nunca diría nada. Eso era el código militar, sin importar la situación, nunca
decir nada a su enemigo. Mucho más en el régimen actual, donde todos eran
amigos y todos eran enemigos de quien dirigía el Estado.
La comida transcurrió de forma
normal y como sus familiares tenían que visitar a la comadre y de paso ver como
estaba Antonia, el grupo de los tres hombres se dirigió hacia esa casa. Cuando
llegaron, la comadre lo felicitó y le brindó un cafecito.
— ¿Quieren
comer algo compadre?
—No mi comadre,
ya lo hicimos. Nos fuimos a celebrar la graduación de mi muchacho.
—Bueno, era con
mucho gusto que la estaba ofreciendo.
—Comadre con el
café basta y sobra para nosotros. Además tenemos que irnos temprano por eso de
encontrar vehículos.
—Bueno comadre,
Antonia me dice que se va de regreso y usted sabe cómo son estos jóvenes de hoy
en día.
—Bueno, si ella
se quiere ir qué se va a hacer, yo le estaba haciendo diligencias con unos
amigos míos. Para conseguirle trabajo como servicios en una firma de abogados.
—Comadre, no se
preocupe por eso, ella ya encontrará en algún momento que hacer. Además su
hermano Pedrito le está haciendo una diligencia en la capital.
—Que quede
claro compadre, que ella aquí es como uno de los míos.
—Comadre,
comadre, mire a ver si ya está el cafecito.
—Está bien
compadre.
A los pocos minutos vino la
comadre con tres tazas de café para don Pedro y sus hijos. Antonia no quiso, lo
único que ella deseaba era salir de ahí.
A las tres de la tarde, estaba don
Pedro montado en su guagua que lo llevaría de regreso y Pedrito hacía rato que
estaba camino a la capital, en la cama de un camión de cargar arroz.
Cheché regresó a la fortaleza y
se dio cuenta en ese momento que su vida era otra y él ya jamás dejaría la
Fortaleza. Caminó hacia la cantina de los alistado y por el camino los reclutas
les hacían el saludo, era raso primera clase, por sus méritos. Pero él se
encontró con un cabo respondón y le mandó atención.
—Escuche niño
bonito, donde quiera que usted me vea hágame el saludo y cuádrese en atención.
—Sí señor.
El sargento Tejada jefe del pelotón de
Cheché, pasó por el lugar y vio la acción, no dijo nada pero cuando el joven se
alejó, este llama al cabo.
—Cabo, venga
acá.
—Si mi
sargento.
—A la orden
señor.
— ¿Qué le hizo
ese soldado?
— ¿Cuál soldado
sargento?
—Bien como tú
no sabes con quien hablabas, hace unos minutos déjame refrescarte la memoria.
—Oficial del
día.
—Dígame
sargento mayor.
—Este cabo es
muy listo y como listo al fin, le estoy recomendando un servicio de cinco días.
—Qué bien, yo
necesitaba uno para completar la patrulla.
—Pues ya lo
tiene teniente.
—Usted cabo,
alístese que formará parte de la patrulla en lo que resta de semana.
—Pero señor, yo
estoy de día franco y me iba a mi casa.
—Yo no sé,
usted está de servicio.
—Escribiente,
anote al cabo en la patrulla de esta noche, mañana y pasado mañana.
—A la orden mi
comandante.
Cheché ajeno a lo que estaba
pasando se fue hacia la cantina de alistados y pidió un refresco. Se lo dieron
y cuando estaba terminado llegaron los otros compañeros que se habían ido a la
casa de las meretrices.
— ¿A dónde se
fueron ustedes? Preguntó Cheché.
—Nosotros
estábamos viendo a Linda la de Daniel Santos.
—Pero ustedes
están locos y si le pegan algo.
—Pinto… ¿pero
tú también andabas en eso?
—Yo solo me
tomé unos traguitos.
—Bueno tú te
tomaste unos traguitos y a una morena.
Todos rieron de buenas ganas en el
lugar.
—Mientras
tanto, yo voy a aprovechar mi permiso y me voy mañana a ver mi vieja. Cuando
venga, ya estará mi traslado y me iré donde me manden.
—Yo lo haré por
igual, dijo el Pinto.
—Cheché ¿qué me
dices de tu novia?
— ¿Qué quieres
saber de mi novia?
—Pinto, pienso
que no es de tu incumbencia lo que dejes o no dejes de hacer con mi novia.
—No lo dije por
nada malo.
—Eso lo sé,
pero es mejor así. Yo no ando preguntando por la vida de nadie y para que lo
sepan, desde ahora pondré a funcionar la rayita que me pusieron. Para algo debe
de servir.
—Ahora si es
verdad que nos fuñimos, además del sargento, el cabo ahora tendremos que
aguantar a este primera clase.
—Así es la vida
aquí adentro, todos los saben y nadie debe de llamarse a engaño. Todos queremos
tener estas famosas rayitas como tú la llama.
La conversación terminó ahí, en
medio de las celebraciones una cerveza apareció. Bebida que se estaba haciendo
del gusto de la sociedad ya que no era muy popular en la población y como el
administrador de la cantina de alistados era un coronel, los infelices guardias
tenían que consumir sus cheles en la misma y tomar lo que ahí se sirviera.
Pasó el día de graduación y
después de izada la bandera, todos los reclutas recién graduados marcharon a
visitar a sus familiares. En la salida de Santiago a Navarrete había un grupo
de estos guardias entre los que se encontraba Cheché. Todos con sus uniformes y
medallas recién estrenadas. Era un espectáculo ver eso. Como las bolas se
cogían por rango, lo que primero apareció fue un camión y en él se montaron dos
tenientes y un sargento. Estos soldados llegaban al Cruce de Esperanza.
Luego le tocaría a Cheché y los
demás, pero en un camión que cargaba maíz. En la cabina iban Cheché y otro
compañero de la zona con el mismo rango, el resto en la cama del vehículo. Un
camión Chevrolet, color rojo y un sonido encantador para muchos. Iban a sus
casas a ver a sus familiares.
Al llegar al Cruce de Guayacanes
se desmontaron unos cuantos incluido nuestro amigo. Después cada quien tomó su
ruta y Cheché quedó solo en la entrada del camino a su paraje. Saludó a unos
conocidos con la mano y se proponía ir a pie, pero en eso divisó a la distancia
la figura de su padre que rienda en mano iba camino a recibirlo.
Le esperó, con una sonrisa en los
labios y meneando la cabeza, dio unos pasos en lo que su padre llegaba.
—La bendición.
—Qué Dios te
bendiga hijo mío.
— ¿Cómo estuvo
el viaje?
—Bueno ya usted
sabe, los guardias viajamos como quiera y en lo que aparezca. Pero ya estamos
aquí.
—Sí, eso es lo
importante, ya tú estás aquí y me quita el tormento de tu mamá.
— ¿Qué le pasa
a ella?
—Nada, solo se
la pasa diciendo que si esto, que si lo otro, en fin tú sabes cómo es tu mamá.
—La sorpresa
que se llevará no es chiquita, ya que le dije una mentira al salir hacia aquí.
—No se preocupe
por eso, estaré unos días por aquí de permiso. Ya luego iré a una nueva unidad.
Como el camino a la casa era un
poco largo, la conversación se terminó relativamente pronto. Aunque solo habían
pasado apenas tres meses de su salida del lugar, para él era como un siglo. Los
almácigos, los flamboyanes, tamarindos, cocos, ceiba, en fin toda la foresta
del lugar, para el eran como nueva y refrescante. Todo lo encontraba nuevo, el
canto de las aves, el escarceo de los carpinteros, el canto de amor de las
tórtolas, él encontraba que eso era vida, era su campo y su gente.
Al enfilar el tramo final de su
camino, pasó por el frente de la pulpería de Genaro y saludó a todos los
presentes con entusiasmo. Entre los presentes había un hermano de Rosa Elvira y
raudo, salió hacia su casa para avisar a su hermana del hecho. Llegó jadeando a
la casa, por la corrida que realizó el mismo.
— ¿A quién
viste muchacho?
—A tu novio.
— ¿A quién?
—Cheché acaba
de llegar y está llegando a su casa. Lo vi donde Genaro y saludó a todos.
La muchacha miró a su madre y le
hizo una seña, esta entendió perfectamente y buscó dos calabazos de agua, de
los que estaban en la cocina y entró a la casa para arreglarse. Desde dentro le
grita a su hermano.
— ¡Aparéjame la
burra y ponle la alfombrita que hice!
—Le pones el
freno viejo, que a ella no le gusta el nuevo.
—Está bien,
sigue pidiendo más.
Su madre escuchando la conversación,
soltó una carcajada que inundó toda la cocina. Su hijo también se rió sobre lo
dicho. Pero la felicidad de los humildes se da en las cosas más simples.
Llegando a la casa la madre, se
para en el marco de la cocina y poniendo su mano derecha sobre los ojos para
tratar de ver mejor a los recién llegados, pudo ver al mozo vestido todo de
kakis y reluciendo en su pecho, las medallas ganadas en su tiempo de
entrenamiento. Caminó unos pasos y se paró a esperar la llegada de los viajeros.
Se desmonta y va derecho hacia su vieja, con los brazos abiertos, la abrazó y
besó en la frente, las mejillas y alzándola le dio unas vueltas. Ella, en medio
del jubileo del momento no se daba cuenta de los presentes.
—La bendición
viejita linda.
—Qué Dios te
bendigas y proteja siempre mi hijo.
—Pero mírate,
que hermoso te ves con esa ropa.
El joven se retira un poco y
arreglándose el uniforme, se presenta a su madre y de forma marcial le saluda.
Ella lo mira como extasiada y da una vuelta alrededor del joven. Sus hermanos
en ese momento, le rodean y un poco alejada aparece Antonia. La hermana
consentida del joven. Se miran y abrazan de forma profunda. Ella le dice algo
al oído, él mira a su hermano Jengo, que tampoco había participado en el
efusivo recibimiento.
Cheché se dirige hacia él y se abrazan
de forma amistosa y este le dice.
— ¿Cómo estás?
—Bien, viendo
tu entrada triunfal a la corte de los viejos.
— ¿Te sientes
mal por eso?
—No, pero
espero que a mí me hagan lo mismo.
—Déjate de
cosas, tú sabes que aquí todos somos iguales.
—Si tú lo
dices.
—Sabes que es
así y por demás aquí nunca ellos tuvieron diferencias con ninguno de nosotros.
Su madre al ver a los dos
hermanos tan serios y con gestos no muy amigables se acercó y les dijo.
—Si Dios
hubiese querido que las aves fueran todas iguales, las habría hecho del mismo
color.
Los dos se miraron y de forma espontánea
rieron a carcajadas. Entraron todos a la enramada y Antonia parándose de la
silla de guano miro hacia el camino señalando a una visita que se acercaba
rápida a la casa.
—Cheché, tienes
visita. Dice la joven.
Este se levanta y sale al encuentro de
la joven, camina hacia la puerta de entrada al patio de la casa y la espera a
que llegue.
—Señores lo que
hace el amor, miren a este. Se pone como un tortolo en la mañana.
—Cállate
muchacha y mide tus palabras. Dice el padre.
Nadie responde. La escena de la
entrada del camino es de fotografía. La joven al llegar detuvo su montura y él,
la tomo por la rienda, ella se desmonta de la burra y los dos por primera vez y
en público se dan un beso suave en la mejilla. Se dan un fuerte abrazo que para
los espectadores dura una eternidad y para los protagonistas de la escena solo
son segundos.
—Hola.
— ¿Cómo estás?
—Muy bien, ya
ves aquí visitándolos a todos ustedes. Me parece una eternidad el tiempo que
estuve fuera.
—Sí, una
eternidad para mí ya que fui la única que no pudo visitarte en tu encierro.
—No es un
encierro. Solo es un entrenamiento casi igual al que hacíamos por aquí.
—Todas esas
medallas ¿cómo las ganaste?
—Vamos a la
casa que aquellos nos esperan.
Tomados de las manos y jalando a la
burra se encaminaron a la casa. Al llegar todos les saludan y de una vez
Antonia la jala por un brazo y le dice al oído.
—Muchacha y que
beso le diste. Aquí todos se quedaron mudos.
—No fue nada
solo un pequeño beso. Le dice ella.
— ¿Cómo están
por tu casa Rosa Elvira?
—Están todos
bien doña, mi mamá le manda sus saludos. —Ella espera que ahora que regreso
Cheché pasen por la casa y sean nuestros invitados.
—Bueno, vamos a
ver qué día de estos será, ya que solo son pocos días que lo tendremos aquí.
—Así es mi
doña.
—Mira ahora
dinos a todos lo de esas medallas.
El los mira y meneando la cabeza de un
lado a otro se sonríe y solo murmura.
—Eso es solo
cosas de guardias por sus trabajos. Recuerden que por la curiosidad es que se
muere el ratón. Pero esas son por ser el primero de mi pelotón. Mejor dicho por
tener más suerte que los demás.
Jengo se levantó y mirándolo
fijamente meneo la cabeza de un lado a otro. Su padre entendió inmediatamente
que entre sus dos vástagos se habría un abismo que sería insalvable por
cuestiones ideológicas.
—Viejita, mire
estos dulces que le traje y estos talcos para que siga olorosa como siempre.
Antonia esta pañoleta es tuya.
La repartición llego hasta ahí, pero
Carmencita que estaba en una esquina le dice de repente.
— ¿Y a mí, que
me trajiste?
Él mete la mano en una funda y saca un
pequeño frasquito, extiende la mano y le dice.
—Sabes que de
ningunos me he olvidado. Todo a su tiempo, solo debe de tener un poco de
paciencia.
—Papá, la
cachimba vieja cámbiela por esta.
El viejo mira
lo que le entregan y le pregunta al joven.
—De donde
sacaste dinero para comprar todo esto.
—Secretos de
guardia viejo.
Todos se rieron
de la expresión.
En la enramada de la casa el grupo
siguió con sus conversaciones y el tiempo fue pasando sin darse cuenta del
mismo. Don Pedro tenía música puesta en su radio de pilas y el ambiente era
bueno, de repente la doña se levantó y pegando una exclamación dijo.
— ¡Dios mío! La
cena.
Todos rieron de su ocurrencia y
continuaron con sus conversaciones aunque, algunos eran meros espectadores del
dialogo entre el padre y el joven recién llegado.
—Dime una cosa
que no entiendo ¿cómo es que los ponen tan delgaditos?
—Eso es fácil
de contestar. Miren la rutina no es fácil al principio ya que aquí uno hace lo
mismo todos los días pero de forma diferente. Allá es lo mismo pero muchas
veces.
—Pero eso es
muy largo de explicar, mejor hablemos de las cosas de aquí.
Todos entendieron muy bien que el joven
no quería hablar de lo que se hace en un cuartel ya que le puede traer
problemas a él y a los oyentes.
— ¿Cómo fue lo
del loco ese que se ahorco?
—No fue nada,
dijo Jengo.
—Solo que vino
a arruinarnos en la época de cosecha nuestra vida.
—Deja eso así
mi hijo, dijo el padre.
—Bueno si
ustedes lo dicen.
—Veo que tienen
un buen poco de maíz para desgranar.
—Así es y
espero que me ayudes en eso.
—No es
problema, mañana en la mañana nos ponemos a eso bien temprano.
Rosa Elvira
dice en ese instante.
—Yo creía que
irías a mi casa mañana en la mañana.
—No iré en la
tarde después de iniciar esto. Tengo que aprovechar el tiempo y ayudar a los
viejos en algo. Ya sabes que cuando me vaya ya no regresare más a la
agricultura.
—Como tú lo
disponga, así lo hare.
La cena fue muy buena considerando la
ocasión. Huevos fritos en manteca de cerdo, plátanos tiernos y un buen
chocolate con leche. También ahí la conversación no paro y de pronto Carmencita
le pregunta a Cheche.
— ¿Cuándo te
casas con Rosa Elvira?
Todos dejaron de masticar y miraron a
la muchacha, algunos con las cucharas a medio camino.
Ella al darse cuenta de lo sucedido
replica.
—Bueno todos
sabemos que es lo más normal en este caso.
Como debían de
estar de buen humor por la llegada del joven, el padre responde.
—No te preocupes, que
cuando estos dos decidan hacerlo de seguro no te invitaran.
La risotada del lugar se escuchó en
todos los alrededores de la casa. Siguieron comiendo y los dos jóvenes solo se
miraron por unos momentos como diciéndose entre sí y en sus pensamientos.
—No se
preocupen que les daremos satisfacción lo más pronto posible.
Al terminar la cena Cheché se
dispuso a llevar a la joven a su casa. Seguía vestido de militar y le pidió a
su padre el caballo prestado. Este le dice que sí y a los pocos minutos salían
ambos hacia la casa de la joven. Le acompañaba Antonia para cubrir las
apariencias de las murmuraciones.
La noche se había pintado de
estrellas y como en el campo a diferencia de la ciudad, los grillos y el canto
de algún ave se escuchaban por toda parte. La brisa soplaba suavemente y al
chocar con las canas y palmas producía un murmullo muy suave. Los jóvenes
empezaron una conversación sobre lo dicho por Carmencita.
—Cheche, dice
Antonia.
—Creo que la
flaquita tienes razón en eso de casarte con Rosa Elvira.
—Lo estoy en
este momento. Recuerdas, que apenas me he graduado, soy simplemente primera
clase.
—Denme unos
seis meses y regreso para el casamiento ya que ahorraría mi sueldo para esos
fines. Ustedes saben que no tengo nada y no deseo vivir arrimado de nadie.
—Y tu Rosa
Elvira ¿qué dices?
—Yo lo dejo
todo a lo que disponga Cheché. Y no digo más.
—Así se habla,
dice Antonia.
Entre cuentos y anécdotas
llegaron a la casa de los padres de la joven y don Mamota salió a recibirlos.
—Buenas noches
don Mamota.
—Buenas noches,
respondió este.
— ¿Cómo está
usted y la familia?
—Bueno espero
que por lo dicho por Rosa Elvira, ya sabes que estamos bien.
—Si es verdad
pero usted sabe de eso llamado cortesía.
—Aja, así dicen
por la ciudad.
—Veo que tienes
más medallas que el presidente mi Generalísimo y Benefactor de la Patria.
—No, como el
nadie y jamás me podre igualar a él.
—Es un decir
muchacho, es un decir.
—Entonces eso
está bien, pero con eso no se juega don Mamota.
—Lo sé muy
bien.
—Entremos y
conversemos un rato.
—Gracias, pero
nos vamos de una vez. Mañana ya vendré con más tiempo y podremos conversar de
lo que usted quiera.
— ¿Cómo van sus
gallos don Mamota?
—Si supiera que
ayer mismo destuse unos cinco pollitos que saldrán de primera línea. Su papá es
muy bueno y ya no lo peleo más. Me ganó ocho muy buenas peleas y lo deje para
unas gallinas muy especiales.
—Pues resérveme
uno de esos que voy a hacer un regalo a alguien y si son como usted dice será
muy bueno.
—No más te
preparas la funda y te lo llevas y le dice a esa persona que es un gallo de mi
traba.
—Como usted
diga don Mamota.
—Que pasen
buenas noche, todos.
—Igualmente
ustedes.
Salieron de la casa y al cruzar
la puerta del camino real Cheché empezó a silbar una hermosa melodía que el
viento llevo a los oídos de la joven y mirando por la ventana de la casa se quedó
escuchándola junto a sus pensamientos de mujer.
La noche ya entraba en su negrura y a
la distancia se podían ver las luces de las lámparas y el resplandor de los
fogones al ir por el camino de regreso a su casa.
Cuando pasaron por donde Genaro se
detuvieron un instante y saludaron a todos los parroquianos presentes,
prometiendo Cheché ir un rato a conversar con ellos. Genaro parado en el quicio
de la puerta de su pulpería dice.
—Miren, ese
muchacho si no le pasa algo llegara lejos en la guardia.
— ¿Porque tú lo
dices?
—Cuando uno
tiene un buen gallo desde pollito uno sabe lo que va a dar. Él es así y aquí
todos sabíamos que él era diferente a nosotros.
—Por eso lo
digo.
Genaro no estaba solo y uno de
los concurrentes dijo.
—Ese jabaito lo
que es un engreído, llego y anda exhibiendo uniforme y medallas como si uno
nunca las hubiese visto.
Todos miraron al que hablo y
Genaro no se pudo contener y le dice en su cara.
—Sabes algo
Marcos, si eres tan valiente ve díselo a él lo que nos dijiste.
—Saben muy bien
que no se lo diré, pero yo sé que un mentiroso le dirá lo dicho por mí. No me
importa y si por decir lo que creo tengo que enfrentarlo lo haré pero de
frente. No piensen que lo haré por la espalda.
Nadie dijo nada, todos quedaron
en silencio y como ya era noche Genaro dijo a los presentes.
—Bueno vamos a
cerrar, ya es hora de acostarme.
—Genaro y ya te
bañaste, recuerda que ayer firmaste un vale.
Todos rieron de la ocurrencia y
salieron para irse a sus casas, la noche era hermosa para ver las estrellas y
soñar.
Capitulo XII
Desgranando maíz
Cada amanecer en el campo no es igual, todos los días los matices son
diferentes y por tanto el ánimo de las personas también. Desde temprano en la
madrugada los gallos empezaron el jolgorio de sus cantos y esto no escapó
tampoco en la casa de don Pedro y muy especialmente donde duermen los
muchachos.
—Ustedes no
aprenderán a que no deben de tener animales dentro de los cuartos de dormir,
dijo Cheché a sus hermanos.
—Sabes muy bien
que ese es nuestro despertador y si lo sacamos el viejo vendrá y nos dará
tremenda zarandada.
—A mí, ya se me
había olvidado el despertar con un gallo.
— ¿Cómo dices?
—Lo que
escuchaste, en los cuarteles no te despierta un gallo. Que va, lo hace un cabo
con voz de pocos amigos o el sargento jefe de tu pelotón y eso es peligroso si
lo hace él.
—Entonces no
hay gallos para despertarlos. Qué bien eso dijo uno de ellos.
—Ni lo pienses
que es bueno. Ustedes tienen mucho de que aprender.
— ¿Es verdad
que se tienen que bañar desde la mañana?
—Sí, aunque
tengas que correr lo tienes que hacer. Es cosa de higiene y hueles bien desde
temprano.
—Bueno yo lo
veo bien eso, dice Jengo.
Domingo un primo de la familia y que
había venido a vivir con ellos a la partida de Cheché al ejercito responde.
—Bueno eso de
agua todos los días no va conmigo, la laguna por la tarde es mejor y si el agua
esta fría solo algunas cosas me mojo.
Todos rieron de buenas ganas desde
temprano. Ya en la cocina doña María había encendido el fogón y ponía manteca
en una paila para freír unos huevos. Los jóvenes salieron y tomando unos
higüeros se dirigieron detrás de la casa y lavaron sus caras. Cheché fue el que
puso la nota diferente se quedó en ropa interior y tomando un pedazo de jabón
se estrego las axilas y otras partes. Después sé hecho agua y con todo el
cuerpo mojado penetro al cuarto de ellos para luego salir con unos pantalones
cortos que usaba en la fortaleza.
—Buen día viejita,
la bendición.
—Que Dios los
bendiga a todos ahora y siempre y me los libre de todo mal.
—Gracias
viejita.
—Antonia ven y
ayúdame con esto.
—Pero mamá.
—Ningún pero,
deje a esos muchachos que decidan ellos. Recuerda que tú eres mujer no hombre.
—Que se va a
hacer a este mundo, dice Antonia.
Don Pedro ya estaba hacía rato en
la enramada disponiendo la forma de trabajar en la desgranada del maíz. Los
jóvenes llegan y de inmediato se ponen bajo la dirección del viejo a prepararlo
todo para empezar después del desayuno a desgranar los quintales acumulados en
la cosecha pasada. En eso se escucha la voz de doña María.
—Vengan todos
que ya el desayuno está servido.
—Jacinto, dime
una cosa y cuando fue que tú ordeñaste las vacas. Yo no te sentí levantarte
hoy.
—No fue él,
dice don Pedro.
—Chencho pasó
por aquí y las ordeño por este vago.
Todos rieron de lo dicho por don
Pedro. Era temprano no había que buscar animales ni mojarse por las gotas del
rocío. En sus mentes solo había mazorcas de maíz y sacos apilados para
desgranar esa mañana. Mientras se desayunaban, doña María le dice a Domingo.
—Domingo, ponle
aparejo a la burra y ve a la carnicería a traerme cinco libras de carne de
cerdo. Hoy voy a hacer un locrio con habichuelas.
—Está bien tía.
—Dile que te la
de, de la buena y sin mucha grasa.
—Está bien tía.
Domingo se levanta inmediatamente
qué terminó de desayunar. Caminó hacia el corral con un lazo en la mano y cruzo
la cerca del mismo. El animal al ver el lazo, empezó a correr de un lado hacia
otro.
—Animal del
carajo, estate quieto y no me hagas perder el tiempo. Decía el muchacho.
Después de unos minutos de ajetreo
logra enlazarlo y lo hala hacia la puerta para colocarle el aparejo y la brida.
El tiempo vuela y lo hizo bien rápido. Con veinticinco centavos en el bolsillo
y un buen garrote en la mano, salió hacia la carnicería de la comarca a unos
tres kilómetros del lugar.
Cuando salió al camino real le
atizo tremendo estacazo a la burra y le clavo las espuelas saliendo el animal
por el trillo del camino a todo galope. Al pasar por donde Genaro los
madrugadores concurrentes solo atinaron a decir algunas palabrotas por la forma
de montar del jovencito. Genaro les dice a ellos.
—De seguro que
va a la carnicería a comprar del cerdo que mataron esta madrugadita.
—Así debe de
ser, dice la mujer de Genaro.
En la casa ya todos estaban en
sus lugares colocados para empezar a desgranar el maíz. Por el camino vienen
unos hombres con animales de recua. Cruzan la puerta de palos y se dirigen a la
casa de don Pedro.
—Buenos días
todos, dicen al llegar.
—Buen día a
ustedes, en que les puedo ayudar. Respondió don Pedro.
—Desmonten y
siéntense, dice doña María.
Los recién llegados se desmontaron y
al rato tenían en sus manos una taza del aromático café cosechado por don Pedro
en su loma. Saboreándolo entraron en conversación de una vez.
—Yo soy
Pancracio y me dedico a comprar maíz por esta zona. Me dijeron que usted tiene
una buena cosecha y vamos a ver si hacemos negocios.
—Don Pedro,
dice uno de los recién llegados.
— ¿Dígame
cuánto vale su cosecha? se la compro toda sin desgranar.
La pregunta
dejo al viejo fuera de balance y mirando a los viajeros les dice.
—Bueno yo tengo
aquí unas cuantas fanegas y usted me dice que la compra toda sin desgranar. Eso
quiere decir que tendría que rebajar un porciento por las tuzas.
—Si usted sabe
que es así.
— ¿Cuánto pesa
cada saco?
—Todos los
sacos promedian ciento cincuenta y seis libras.
—Esto es para
que en caso de que alguien los quiera como usted lo pide solo tengamos que
contar sacos haciendo un promedio de pesada cada diez sacos.
—Eso está muy
bien don Pedro. Dijo el recién llegado.
—En ese caso
solo les puedo vender doscientas fanegas ya que tengo otros compromisos con
gente del lugar que me ayudaron en la recolecta. El precio para ustedes es de
ciento sesenta la fanega.
—No don Pedro.
Yo les doy ciento cincuenta y es buen precio.
—Mire don
Pancracio, así me dijo usted que se llama. Mi maíz es de primera y hay otros
compradores que si la comprarían al precio que les digo. Pero usted está aquí y
estamos negociando.
—Está bien don
Pedro, le pagare a ciento sesenta la fanega.
—Trato hecho
don Pancracio.
—Aquí tiene
usted una muestra de mi maíz, juzgue usted por su calidad. No se ha mojado y
está bien seco.
—Vamos a
chequear y cerramos el trato.
—Como usted
guste amigo.
Los dos hombres junto a los demás
presente se pusieron a chequear de forma sorteada algunos sacos del maíz y a la
media hora dijo don Pancracio.
—Muy bien he
comprobado que su maíz además de estar seco es muy bueno. Así que hacemos el
negocio.
—Yo le dije
desde un principio que era bueno y estaba en excelente grado de humedad.
—Así es don
Pedro, pero recuerde que uno tiene que comprobar las cosas.
—Bueno pues no
se hable más y vamos a trabajar para que el día nos rinda.
—Nosotros
tenemos veinte animales que pueden cargar cada uno cuatros fanegas eso me da un
total de ochenta fanega en este viaje y mañana estaré aquí para el segundo
viaje.
—Mi gente
traerá cinco animales más y completare las doscientas fanegas que le voy a
comprar.
—Bueno pues
usted y yo en lo que los muchachos preparan las cargas vamos haciendo las
cuentas y como acordamos cada diez sacos se pesa uno.
Todo el mundo se puso a trabajar
sin perder tiempo, había que aprovechar el tiempo y ellos sabían bien como era
eso. En eso llegó Chencho y también se puso a trabajar, él sabía que se ganaba
unos centavos al ponerse a trabajar junto a la familia de don Pedro.
De regreso del pueblecito con la carne
de cerdo venia Domingo y junto a él también estaba Rosa Elvira, que venía a
darles una mano a las mujeres. Cosa esta muy común en los campos dominicanos.
Como en la casa de la familia había un radio, este se puso a sonar y de esta
forma se alegró el ambiente de todos.
La faena no era muy suave. Cargar veinte
animales con cuatro fanegas cada uno no era cosa fácil. Pero para los hombres
rudos del campo acostumbrados a una vida dura era rutina común de todos.
—Vamos a ver
don Pancracio si sacamos las cuentas mientras los muchachos preparan las
cargas. Veo que sus mulos son bien fuertes para el ajetreo.
—Así es don
Pedro, esos animales tienen conmigo un buen tiempo y están bien acostumbrados
al trabajo y mejor aún a cargar duro y de lejos.
Sentado en la mesa de la sala en
la casa principal, los dos hombres estaban sacando sus cuentas. Después de un
buen tiempo ambos salieron y también se pusieron a trajinar con la preparación
de la carga.
A eso de las diez de la mañana se
aparecieron Carmencita y Rosa Elvira con unos vasos de jugo de naranja
endulzado con azúcar prieta.
—Señores
tómense un momentico y vengan a tomarse un vaso de esto, dice Carmencita.
—Vengan,
vengan. También arenga Rosa Elvira.
Todos dejaron de trabajar y por diez
minutos se olvidaron de sacos, animales y maíz. Riendo al ver a Chencho sudado y
bien colorado por la faena realizada.
—Chencho creo
que te estás bien ganando un dinerito con eso de estar preparando los sacos.
—Pedro esto
solo lo hago por usted. Yo por nadie más hago esto por aquí.
Rieron de sus palabras pero en
ese momento sonaba en la radio un disco de la Sonora Matancera y al unísono se
pusieron a tatarear la canción, regresando todos a tu tarea.
Llego el filo del mediodía y
prácticamente todo estaba listo. Don Pedro le dice a su comprador algo sobre el
resto de la carga.
—Mire don
Pancracio, deje a uno de sus trabajadores para que vele por el resto de lo
dejado en el rancho hoy.
—No don Pedro,
aquí estamos entre hombre de palabras y mañana yo regreso un poco más temprano.
Cuando lleguemos nosotros solo dormiremos un poco. La carga la desmonta otra
gente que tengo para eso.
—Pues que no se
diga más y vamos a montar lo preparado.
Los animales se dispusieron de
forma tal que cada uno recibió cuatro sacos de maíz de una fanega cada uno. Al
término de unos cuarenta y cinco minutos todos estaban cargados y listos para
emprender la marcha. Don Pedro les dice a los esforzados hombres.
—Bueno vamos a
comer y luego se pueden ir ya que los animales están cargados.
—No don Pedro,
dennos en higueritas lo que sea a cada uno y como tenemos calabacines de agua
vamos por el camino comiendo. Así es mejor para nosotros.
Así lo hicieron y al filo de la una y media de la tarde
partió la recua cargada de maíz hacia su destino. Los que se quedaron vieron la
larga fila encaminar sus pasos por el vetusto camino de piedras, polvo y
hierbas. Algunos de ellos como Chencho no presto mucha atención a la partida.
Sus intereses estaban en un plato de aluminio con una exuberante porción de lo
cocinado ese día.
Las mujeres terminaron de servir a todos y reunidos en la
sombra de la enramada hacían los cuentos pertinentes sobre la faena realizada.
La temporada de aguacates estaba finalizando pero ese día no falto uno en la
mesa o en las manos de los comensales. Los jóvenes les gastaron una broma a
Chencho.
—Bueno viejo Chencho con
toda esa comida en el plato y ese aguacate y medio que casi te has comido quien
duerme junto a ti hoy. Dice Jengo.
Todos rieron de buenas ganas con la ocurrencia. Chencho se
puso colorado de la vergüenza e intento pararse de donde estaba. La llenura era
superior a sus deseos y no pudo. Para colmo en el esfuerzo despidió un fuerte
pedo que forzó a los comensales a dejar de comer por las risas que provoco.
Para su suerte las mujeres no estaban presentes pero al
escuchar la gran risotada todas salieron encabezando el pelotón Antonia que se
había mantenido por los predios de la cocina junto a su madre y las demás
jóvenes.
— ¿Qué paso? Preguntaron a
coro.
—Mujeres, celebramos un
buen pedo. ¿De quién? No lo podemos decir. Es cosa de hombres recuerden.
Riposto Cheché.
Pero las mujeres con su buen sentido sabían muy bien cómo
era la cosa y lo dejaron así. Regresaron a sus quehaceres en la cocina.
Murmurando entre ellas se reían de la ocurrencia, pero no dijeron nada. Al rato
de comer y saboreara un buen café dice don Pedro.
—Bien muchachos vamos a
aliviar el trabajo de mañana y cómo el papa de Rosa Elvira quiere unos cuantos
quintales sin desgranar, Jengo ve donde él y dile que si puede venir a buscar
su maíz.
—Está bien iré
inmediatamente.
—El de esa esquina es del
señor Pancracio. Cómo les faltan algunos sacos vamos a ponerlos y así
completamos ese lote de mañana.
Los hombres se pusieron a trabajar arduamente y al rato de
estar haciendo el trabajo se presentó don Mamota.
—Buenas tardes todos.
—Buenas sean de Dios,
respondieron.
—Pedro, tu muchacho me dice
que tu esta ya vendiendo el maíz.
—Así es Mamota. Ya vendimos
una carga a Pancracio el del pueblo del Cruce de Guayacanes.
— ¿Y te queda mucho?
—Sí, todavía hay
suficientes para ti y que me quede para mis gallinas.
—Pues no se hable más, dame
sesenta fanegas y cuando vengan mis muchachos en un rato te traigo el dinero.
—No hay problemas Mamota,
el maíz está ahí y solo espera por ti.
Los dos hombres se dieron un apretón de manos y dejaron
sellado el negocio. Don Mamota se montó en su animal y de inmediato partió a su
casa donde prepararía lo relacionado con la carga del maíz de don Pedro. Al
llegar reunió a sus trabajadores y le dio las instrucciones pertinentes a la
carga.
—Preparen todos los animales
vamos a buscar un maíz donde Pedro.
—Limpien bien el granero
que este maíz es muy bueno y no quiero mezclarlo con el que tenemos. También
quiero que saquen toda esa basura de aparejos de ese lugar.
—Me entendieron bien todo.
Vamos a trabajar, muévanse.
Los peones de Mamota se movieron y de inmediato dieron
cumplimiento a las tareas encomendadas. Alrededor de las cinco y cuando ya casi
los hijos y peones de don Pedro se marchaban de las labores apareció don Mamota
con su recua en el filo del camino. Doña María los mira desde lejos y le dice a
su marido.
—Creo que tienes más
trabajo. Hay viene Mamota con sus animales y su gente.
Don Pedro dirige la mirada hacia el camino y divisa la
comitiva que lentamente se va acercando a la casa. Sin perder tiempo llama a
sus hijos y les señala a los que venían.
—Ayúdenlo a preparar las
cargas y pesan el primero y cada cinco sacos.
—Está bien papa, respondió
Cheché.
Al llegar la recua de animales se dirigieron al rancho
contiguo a las instalaciones de la casa y se pusieron a trabajar. Venía en el
grupo Tomasito, hijo de Mamota y era el responsable de velar por los intereses
de su papá en la compra del maíz.
Los dos viejos se quedaron en la casa y de inmediato doña
María preparo un café junto a sus hijas.
—Antonia ve y llévale este
café a tu papá y su invitado.
— ¿Cuál invitado mamá?
—Déjate de satería muchacha
y lleva eso.
Con una sonrisa en la boca como siempre llevo el café y se
lo sirvió en la mesa de la casa donde los dos hombres hacían sus cálculos.
—Pedro, este año no te
puedes quejar de tu suerte. Las cosechas te han favorecido muy bien y el maíz
se te dio de primera.
—Bueno Mamota, de tantos
años esperar era justo que un día Dios se acordara de uno. Creo yo en mi
brutalidad de campesino.
—De bruto tú no tienes nada.
El bruto no hace lo que tú haces, quizás nosotros no tengamos mucha escuela
pero tenemos la experiencia de los años Pedro.
—Bueno, quizás tú tienes
razón.
Después de saborear el café y terminado los cálculos y
cobrado el dinerito de la venta, ambos hombres se dirigieron hacia el lugar
donde estaban trabajando los jóvenes. Al llegar pregunto don Mamota a los
suyos.
— ¿Cómo va eso Tomasito?
—Muy bien hasta ahora papá.
Este maíz es de primera y creo que podremos tener buenos animales al dárselo a
comer.
—Para eso lo estamos
comprando muchacho. Para nuestros animales de calidad. Nada de puercos y
gallinas manilas.
Todos rieron con las expresiones siempre pintorescas de
Mamota. En el lugar al poco tiempo ya los trabajadores tenían preparado la
carga y a las seis y media salían los animales hacia la casa de Mamota. En el
hogar de Pedro y María quedo un silencio en la enramada del bohío. Todos
estaban cansados y no querían hablar. Doña María puso el santo rosario en el
radio y como una nota melodiosa se propago por todo el lugar el sonido de la
letanía rezada con fervor por quienes las transmitían en la radio. Al terminar
el mismo, Jengo busco un programa de rancheras y al llegar la cena eso era lo
que estaban escuchando cuando de repente todos se quedaron paralizados.
Un fuerte temblor sacudió la zona, todos los presente se
arrodillaron y en sus bocas se escuchaban las correspondientes exclamaciones
por lo que estaban viendo. Rodilla en tierra doña María decía dándose fuerte
por el pecho.
—Magnifico señor apiádate
de tus hijos. Ave María purísima ten piedad de nosotros.
Antonia no se queda atrás y
con sus rodillas en tierra tan bien exclamas sus plegarias.
— ¡Señor perdónanos!
— ¡Señor perdónanos que
este mundo es pecador!
Los hombres por igual
hacían lo mismo que las mujeres. En medio del temor todos exclamaban. Unos de
los que más vociferaban era Chencho que en su ignorancia decía cosas que en su
normalidad nunca diría.
—Señor perdóname,
perdóname, perdóname, déjame vivir para tener mi familia señor. Te juro que no
beberé más el vino del cura. Perdóname señor.
Pocos quizás atendieron a lo dicho por Chencho, uno de los
que no se arrodillo fue Cheché al igual que su papá y Jengo. El resto estaba de
rodilla con sus clamores y plegarias. Al pasar el fenómeno y regresar la calma
a los presentes, empezaron a revisar si en la casa había algún daño. En esas
casa de madera siempre los daños eran mínimo pero en la cocina de doña María
unas tazas de las que ella consideraba de las buenas sufrieron daños al caerse
y romperse por el jamaquion.
—Mamá, dice Antonia. Creo
que se quedó sin tazas de las buenas solo una se salvó y tiene un llevadito en
el borde.
—Déjalas en el suelo que no
es bueno eso de tener cosas rotas en la casa para la gente.
De repente se siente un pequeño remeneón en el lugar y con
el mismo amor del primero las dos mujeres junto a Carmencita se arrodillaron en
medio de la cocina.
—Señor que se haga tu
voluntad pero líbranos de mal. Ten piedad de nosotros. Exclamaban todas dándose
por el pecho.
Como no fue tan fuerte el segundo temblor las cosas se
calmaron más rápido de la cuenta. Mirándose las tres apagaron el fogón y
salieron de la cocina cerrando la puerta para no entrar más en ella por esa
noche. Se olvidaron de la cena y todo eso.
Los demás que se habían quedado fuera estaban a la
expectativa de una segunda replica pero no ocurrió así. A eso de las once de la
noche don Pedro le dice a su familia.
—Vamos a dormir que hoy ya
no tendremos más temblores de tierra. Así que acuéstense todos.
Sin bañarse, ni cenar todos se tiraron en sus hamacas y al
poco tiempo todos roncaban producto del cansancio del día y del susto llevado
por el sacudión recibido. Sin importar lo sucedido el viejo Pedro como buen
zorro se durmió tarde esperando cualquier cosa que pasara. Por igual su mujer
tampoco pego los ojos en toda la noche esperando lo peor.
Al empezar el canto de los gallos todos se tiraron de la
cama y al ver el nuevo día dieron gracias a Dios por estar vivos después de lo
sufrido la noche anterior. Las mujeres ya habían encendido los dos fogones y
del corral llego la leche para el desayuno. Un grupo de huevos serviría de
compaña a la yuca que ya hervía en una gran paila. La manteca fue colocada en
uno de los calderos puestos y se preparaba un revoltillo con ají y tomaticos
silvestres.
Don Pedro salió a mirar los animales en lo que estaba el
desayuno. Invito a su hijo Cheché a que lo acompañara y mientras se dirigían
hacia el cerco de palos que formaba el corral este le pregunta a su hijo.
— ¿Tú te asustaste anoche
con el temblor?
—No, eso no es nada para lo
que uno escucha y ve en la guardia.
— ¿Tan duro es eso?
—Sí, es así.
—Pues que bueno, que tú
estás preparado para la vida.
—No papá, lo que sucede es
que uno madura demasiado rápido creo yo.
—Anja, así es.
—Creo que esa gente no
durmió en su casa. Mire por el camino la recua de animales que se acerca.
—Bueno yo también lo creo
pero esos salieron corriendo por el temblor creo yo.
Los dos hombres sonrieron de la frase de ambos y se
devolvieron a recibir a los recién llevados que ya se aproximaban a la
empalizada de la casa. Al llegar cómo ya se esperaba todo giro sobre el temblor
de tierra y el susto de cada uno de ellos.
Don Pedro como buen anfitrión los invito a desayunar pero
les respondieron que ya se habían parado en la carretera y desayunado todos.
Esperaron que los hombres se desayunaran y en eso llego Chencho junto con
Emeterio que les ayudaría en la ardua faena de pesar y cargar los animales de
don Pancracio.
—Buenos vamos todos al
rancho que deseamos terminar temprano.
Murmurando todos y comentando lo sucedido la noche anterior
todos salieron en filas a trabajar. Cada hombre tenía su mundo y sus
pensamientos. Inmediatamente llegaron al rancho se despojaron de sus camisas,
la engancharon en las puntas de las varas y empezaron la ardua tarea de
trabajo.
A las once ya todo estaba listo para que la recua
partiera hacia su destino final. Don Pancracio le agradeció a don Pedro por su
hospitalidad y le dijo que el próximo año él estaría por ahí viendo la calidad
de su maíz y haciendo negocios. No se detuvieron en la casa principal todos
siguieron de largo y solo agitaron las manos para despedirse de los demás. En
el rancho don Pedro dio las órdenes pertinentes y todos se pusieron a organizar
los sacos y cerones que habían contenido el maíz vendido.
A las doce del mediodía todo había terminado. Con calor y
cansados se fueron a la enramada de la casa principal donde un buen moro de
habichuelas coloradas y carne de cerdo guisada les esperaba a todos.
—Muchachos coman y no se
vayan que les tengo su paga. Dice don Pedro.
A cada comensal les fue entregado un plato de aluminio y
una cuchara, además un jarro de agua para el añugo.
—Antonia, tráeme un poco de
concón, dice Jengo.
— ¿Quién más quiere concón?
Responde la muchacha.
—Todos queremos
respondieron a coro.
Con una carcajada por el chiste empezaron a comer. Antonia
se aparece con la paila del moro y repartió lo pedido entre los presentes. Con
bromas de todo tipo por la ocurrencia de ella que le había echado la grasa de
la carme al mismo.
Luego de la comida vino doña María como de costumbre con un
aromático café en jaros para todos y en un pozuelo de porcelana para su marido.
Mientras saboreaban el café todos hablaban del temblor de la noche anterior y
lo que decían cada uno. Como Chencho estaba ahí alguien dijo.
—Creo que Chencho le debe
al cura en su próxima visita una confesión.
De nuevo el grupo volvió a reír de buenas ganas ya que
cuando ocurren fenómenos de esa magnitud las personas dicen las tonterías más
grandes del mundo.
Metiéndose las manos en el bolsillo don Pedro saco un fajo
de billetes y a cada uno les entrego una cantidad de dinero. Todos agradecieron
el gesto con la promesa que para el próximo año los invite.
—Está bien veremos si
estamos para esa fecha, dice don Pedro.
—Muchachos recuerden que
hay que ir a chequear los becerros y achicarlos.
Capitulo
XIII
Mujer y
Virgen
En horas
de la tardecita y montado en el caballito negro, llego Cheché a casa de Rosa
Elvira. Al llegar saludo a todos los presentes y lo invitaron a pasar a la sala
de la casa principal. Como la mayoría de las casas de la comarca la de ella
estaba también diseñada igual. Una edificación principal con un comedor, una
sala y los aposentos de las mujeres. Los varones tenían fuera de la casa y
contiguo a la cocina un dormitorio. Era una costumbre de la época en los
campos.
—Mire, ¿usted se toma un
juguito de naranja que acabo de hacer?
—Si señora, con mucho
gusto.
—Rosa Elvira ve y prepárale
un vaso a Cheché.
La joven se levanta de la mecedora y camina hacia la
cocina. Cruza el trayecto y en su mente va pensando como su mamá la dejaría
sola con el muchacho en la sala. Regreso con el vaso lleno del líquido
endulzado con azúcar crema y se lo ofrece al joven. Él agarra el vaso y se
queda un rato con él en la mano sin saborearlo. Siguen conversando y la vieja
no se quiere despegar del lugar. La joven le hace una seña a la mamá y esta
entiende pero les dice.
—Les voy a mandar a Melania
para que los acompañe.
— ¡Pero mamá! No vamos a
salir corriendo de aquí. Dice ella.
La vieja sale y le dijo a
su hija Melania que se fuera a cuidar a su hermana. Ella le responde a la mamá.
—Pero mamá usted me va a
poner de alcahueta de Rosa Elvira. Deje a esos muchachos que hablen. Estoy
seguro de que tienen cosas que decirse y ni usted ni yo queremos escuchar.
—Mira muchacha, no seas
loca. Si los dejamos solo son capaces de hacer una locura.
—Mamá, nadie hace locuras y
menos gente grande. Iré pero no voy a estar ahí mucho rato.
Cuando la joven llego y vio
a los jóvenes muy despacito les dice:
—Dense sus besitos que yo
vigilo a los demás y no se preocupen por mí que ya uno sabe muy bien como es la
cosa.
Del cuento de la muchacha ambos se ríen a mandíbulas
abiertas y contagia a la joven por su genialidad. Ella que aparentaba saber más
que su hermana de la vida les dice.
—Rosa Elvira, yo tengo que
ser tu chaperona pero a mí no me gusta esto. Así que en lo que zurzo un
pantalón de papá ustedes son libres.
—Está bien veremos lo que
hacemos.
Con una conversación amena los dos jóvenes se dispusieron a
pasarla bien en compañía de Melania. Conversando sobre el futuro de ellos como
pareja.
—Déjense de tonterías, dice
Melania que estaba escuchando a los jóvenes.
—Llévatela y asunto resuelto
y me sacan de este suplicio de cuidarlo a ustedes.
—Mañana en la mañana
tenemos que subir al conuco esta y yo. Te esperamos en la quebradita.
— ¡Tú estás loca! Si mamá
te oye ya sabes lo que te pasara.
—No pasara nada y más vale
que llegues le responde la joven. —No me gustan los cuñados cobardes.
—Miren ustedes dos, creo
que están más desesperadas que yo y eso es mucho decir. Yo tengo deseos de
abrazar a tu hermana pero a su tiempo.
Termino de beber el jugo y salieron los tres de la casa. Se
encaminaron a la enramada y allí de repente le dice el joven a don Mamota.
—Don Mamota yo me voy el
domingo pero el sábado en la nochecita vendré con mis padres para que dejemos
este noviazgo oficializado.
—Bueno, los estaremos
esperando y cenaremos juntos todos. Tú sabes que aquí hemos visto con muy
buenos ojos sus relaciones y veo que tú eres un muchacho de mucho respecto.
—Pues preparemos todo y que
sea así. Respondió Cheche.
El joven tomo de la mamo a la joven y empezaron a caminar
por las flores de la casa. En el entorno había un jardín construido con
diversas flores silvestre destacándose el jazmín que al entrar la noche dejaba
escapar su aroma.
También había una de Hilan Hilan que con su aroma
sobrecogía el lugar. Al rato y ya con las estrellas fulgurando en el cielo el
joven se despedía de ellos. No obstante Melania le dice en el oído.
—Cuñado mañana temprano en
el camino del conuco le esperamos.
Se encamino hacia su montura y de un salto estaba encima de
la misma. Con dos taconazos en los costados el animal se puso en movimiento
hacia el camino real. Como era noche prima empezó a silbar una canción para
alegrar el camino. Llevando el viento el sonido de su silbar a los oído de Rosa
Elvira. Ella apretando las manos en sus hombros no dejaba de suspirar por el
hombre que hacía unos minutos había partido de su lado.
Al pasar por la pulpería de Genaro saludo a todos los
presentes sin desmontar de la cabalgadura. Haciendo un gesto con la mano, al
mirar a los presentes diviso a su hermano Jengo entre ellos y haciéndole una
seña este se acerca y le pregunta.
— ¿Tú te quedas o vienes
conmigo?
—Yo ya me iba, espérame.
—Señores pásenla bien
dijeron ambos jóvenes.
Los presentes por igual
respondieron con el gesto y les desearon buenas noches.
— ¿Que tú hacías ahí solo?
—Conversando como todo el
mundo. ¿Qué hay de malo en eso?
—No hay nada malo si lo
vemos de tu punto de vista, pero yo soy guardia y por hacerme daño a mi les
pueden hacer daño a ustedes.
—Tú si eres pendejo. Con el
miedo que estos le tienen a la guardia solo los locos se atreven a hacer algo y
ese algo es volverse loco.
—Está bien dejemos eso así.
— ¿Cuándo te vas?
—El domingo en la mañana.
Si Dios quiere.
—Yo me voy a principio de
mes para Licey. Las clases empiezan después del cinco.
—Por lo menos este año las
cosas estarán mejor y papá podrá tener uno o dos peones ya que ni tú ni yo
estaremos aquí.
—Yo le dije que deje a
Chencho como su ayudante fijo.
—Bueno yo también le diré
eso mismo y cuando necesite a alguien más tenemos a Emeterio y a Paquito el bizco.
Llegaron a la casa y de inmediato Cheché que vio a Emeterio
sentado en la enramada le pide por favor que le lleve el caballo al cercado
cuando se marche.
—Está bien, yo te lo llevo.
¿Lo dejo suelto o con el lazo?
—Déjalo con el lazo por
favor.
Antonia lo estaba esperando a los dos con la cena preparada
en sendos platos con un buen vaso de leche. Se los ofreció y ambos se marcharon
a la enramada a cenar. Ya hacía rato qué, en la casa habían rezado y el radio
había sido apagado.
A lo lejos en algún lugar, alguien le daba con buenas ganas
al cuero de una tambora. Se escuchaba el repiquetear de la misma. Ambos hombre
se miraron pero no dijeron nada, era demasiado tarde para ir a ese jolgorio y
en sus mentes había otros planes.
—A ti te quedan solo dos días,
¿Que tú piensas hacer en estos dos días?
—Yo no haré nada. Estar
tranquilo y ver como mejor lo paso.
Después de cenar los tres
hermanos se sentaron frente a la entrada de la cocina y sin esperar ni
proponérselo los otros hermanos también se acercaron y tomando una silla cada
uno se juntaron en el mismo lugar. Como por arte de magia aparece Carmencita y
dice a los presentes.
—Aja, ustedes creen que yo
no me puedo sentar aquí. Denme mi sitio y vamos a ver que decimos.
Como siempre todos rieron de la ocurrencia de la hermana y
Antonia sugiere un café, siendo aprobado por todos. Al momento y con las
últimas brasas del fogón salió de la cocina un olor aromático: todos asintieron
de satisfacción al oler lo que el viento estaba propagando. Jarros en mano aparece
Antonia y reparte los mismos entre sus hermanos.
Era ya noche cerrada, los grillos cantaban en armónica
sinfonía con el consabido sonido de las ranas del lugar un poco alto para la
ocasión. Jengo saca una desvencijada tambora y con un tosco palo empezó un
toque, un poco cadencioso siendo acompañado por un palmoteo y un canto de
salve.
Don Pedro salió de la casa principal y al ver a su familia
reunida frente a la cocina dio gracias al creador por la familia que le había
tocado. Su esposa salió también y se sumaron a la algarabía familiar del
momento.
Todos durante un buen rato disfrutaron de la felicidad que
gozaban y compartían por igual. Después de cantar y palmotear algunos
decidieron ir a la cama. Lentamente se fueron parando, algunos se dirigieron a
la parte posterior de la cocina a realizar sus necesidades fisiológicas de la
noche. Ahí también se gastaron sus chistes y luego todos se dirigieron a sus
hamacas y catres correspondientes.
—Nos vemos mañana si Dios
quiere.
Temprano en la mañana todos se habían levantado, la madre
al ver a su hijo salir y lavarse la cara se le acerca y con un jarro de café en
la mano se le queda mirando, le extiende el brazo y con una mirada de madre le
pregunta disparando las palabras lentamente.
—Cuando te marches mañana
¿a dónde vas?
—Voy a Santiago, de ahí
creo que me mandan a la capital. No sé a cuál compañía.
—Espero que no sea a un
lugar de peligro.
—No se apure, me formaron
para ser un soldado no un matón ni un policía.
—Que así sea, tomate el
café.
—Voy a dar una vuelta por
la loma después del desayuno, pasare mucho tiempo sin verlas.
—Está bien, yo tengo que
plancharte la ropa lavada.
Después del desayuno cada quien se fue a sus faenas y en la
casa solo quedaron doña María y sus hijas. Cheché ensillo el mulo y al
colocarle el pellón su hermana Antonia sale de la cocina y le pregunta.
— ¿A dónde vas?
—Voy a dar una vuelta, creo
que será la última en mucho tiempo.
— ¿Puedo ir contigo en tu
vueltita?
—No, esto lo quiero hacer
solo, no te pongas brava. Espero que me entiendas.
—Está bien, te entiendo.
Poniendo un pie en el estribo y dando un gran salto monto al
animal, tomando el camino de la loma por el canalito. Mirando hacia derecha e
izquierda, tratando de fotografiar los detalles de aquellos lugares que desde
niño el ya conocía. Al llegar a la falda de la loma perteneciente a su familia
torció la montura hacia la izquierda y se dirigió a los predios del padre de su
novia. Tenía que cruzar una quebradita por donde corría una vaguada fina que
nutria otro riachuelo. Silbando como de costumbre seguía subiendo por el camino
cuando diviso una montura junto a un grayumbo.
Al llegar al lugar miro en redondo girando la cabeza para
ver si había otra persona por ahí y no ve a nadie. Se desmonta lentamente
camina alrededor de la montura. La toca lentamente y mira otra vez a toda
parte. Es en ese momento cuando ve a la muchacha sentada en una piedra muerta
de la risa.
—Eso no se hace, dice él.
—Quería ver tu reacción al
ver el animal pero no a mí. Responde ella.
— ¿Y tu hermana?
—No te preocupes por eso,
ella está buscando algo. Tenemos una hora para nosotros dos.
— ¿Y que tú piensas hacer?
— ¿Yo? nada, será lo que tú
me harás a mí.
—Deseas jugar con candela y
eso ya tú sabes lo que trae como consecuencia.
—No me importa, ya tú me
has derretido en más de una ocasión con solo mirarte.
—Pero ¿sabes bien en el lio
que nos metemos?
Ella le tapó la boca con esos labios extraordinarios que
hacían de los jóvenes de su campo tener más que un sueño con ella.
Los dos jóvenes se enfrascaron en un encuentro pasional que
duro una eternidad para ellos y unos segundo a la naturaleza. La lujuria de la
juventud se hizo presente en ambos. Ella dejo caer los tirillos de su vestido
color rosa pálido desnudando su pecho blanco y suave. Ella era un lirio suave
en sus manos. Ambos sabían dónde tocarse, la vida tiene sus libros para los
seres y más cuando hacen el amor.
Confundidos en sus caricias estaban ambos cuando escucharon
un relincho de caballo. Se detuvieron en sus menesteres y él muy despacito
asomo la cabeza por las hierbas. No vio a nadie. Se quedó quieto un rato más y
no vio ningún otro movimiento. Los animales volvieron a estar tranquilos. Ella
lo agarro por la espalda y empezaron el juego eterno de las luciérnagas pero en
la soledad de la mañana.
Sentados ambos en una gran roca vieron venir descendiendo
en la burra a la hermana de Rosa Elvira. Ella joven vivaracha y maliciosa los
mira y dice a ambos jóvenes.
—Bueno tortolos, espero que
ya sepan lo que es la vida. Y espero que sea la buena vida.
—Y tú mi hija ¿Que tú sabes
de la vida? Eres una niña para ciertas cosas.
—Nunca apueste a eso, de
seguro perdería todas tus pepas de cajuil.
—Muchachas su conversatorio
está muy bueno pero yo no puedo salir de aquí con ustedes. Si alguien nos ve
junto ya saben la que se armaría.
—Cuñado, ¿te puedo ya
llamar así? Que me importa a mí que nos vean juntos por aquí. Todo el mundo
sabe que tú eres su novio y estamos en familia.
—No, no es eso. Recuerdas
algo las apariencias son tan importante como la realidad.
—Bueno, ya veo que en la
guardia te han enseñado a hablar fino. Pero en fin vámonos que los malditos
jejenes ya me tienen cansada.
Todos montaron y emprendieron el descenso de la quebrada.
Era sábado en la mañana. Y los dos tortolos solo se miraban entre sí. Ninguno
decía nada de lo ocurrido entre ellos. Su hermana por igual iba pensando si ya
su hermana había perdido la virginidad en manos de su novio.
Al salir a lo claro los tres se separaron y ella le dijo: —iré
a comer a tu casa. Él movió afirmativamente la cabeza.
Se dirigió de regreso a la casa. Su hermana Antonia estaba
en el patio barriendo con un tirigüillo de palma. Esto era lo mejor para eso.
Su hermana Carmencita hacia lo mismo pero con una escoba de charamicos bien
seleccionado para esos fines. El piso de tierra parecía una alfombra de lo
cuidadito que estaba. Las piedras en el jardín de la casa estaban pintadas de
cal. Los lirios siempre estaban florecidos y las cayenas rojas eran la
representación de la virtud hogareña. Él, llegó frente a la enramada y desmonto
lentamente. Saludo a su hermana y movió al animal a una sombra para que se
refrescara.
— ¿Cómo te fue por ahí
arriba?
—Muy bien, respondió.
— ¿Por dónde anda todo el
mundo?
—Mamá está terminando de
plancharte la ropa. Nosotras estamos barriendo la casa. Los demás se fueron a
buscar agua al rio. Papá se fue en el mulo a visitar a Genaro. Él quiere hacer
una limpieza en el cafetal y está contratando a Genaro para eso.
No dijo más nada y fue a ver a su madre. Entro en la cocina
lentamente y abrazo a su viejita. Esta lo mira y le sonríe. Le señala un jarro
con café. Él lo toma y se sirve un poco. Estando solo los dos le dice.
—Vieja, dígame cómo ve
usted a Rosa Elvira para mí.
— ¿Que tú quieres que yo te
diga? Mira eres tú que se va a casar o no con ella. Es de buena familia del
lugar. Su papá es gallero pero es un buen hombre. Los demás son como todos
ustedes jóvenes medios locos. Así es la vida.
— ¿Usted está de acuerdo
con el matrimonio entre nosotros?
—Sí, mi hijo.
—Entonces hablare con el
viejo para que busque al viejo Silo y corte los robles del canal para que me
haga las tablas de la casita.
—Ya él y yo hemos hablado
de eso y solo esperábamos que tú nos dijera como ahora para nosotros hacerlo.
—Está bien en la comida
hablamos de eso.
Saboreado entre palabras y palabras la aromática infusión
se quedó mirando después de la última frase a su madre en su quehacer de
planchar.
La taciturna Andrea, era ese sábado la encargada de los
fogones. Había llegado con unos pedazos de leña los cuales coloco
inmediatamente entre los muros del mismo. Cheché al verla entrar le hala una de
las trenzas negras esta reacciona y le dice.
—Tú te levantaste y saliste
por ahí y sabiendo lo que me gusta andar no me llevaste. Yo desde ayer dizque
haciéndote dulce y tú ni siquiera me ve.
—No, sabes bien que eres mi
hermanita consentida. A todos los quiero por igual y tú no te puedes quejar de
mí.
—Aja, siempre me dice lo
mismo.
—jajajajaja, pero si estas
celosa ahora.
En eso entro el primo Domingo con una batea de arroz.
Estaba limpiando el que prepararían para la comida de ese día. Vivía más en la
casa de la tía que en la de él. Con la sonrisa en la boca mira a su primo y le
dice sin importar las consecuencias de las palabras.
—Bueno primo usted se va
mañana.
—Sí, me tengo que ir. El
lunes me voy de traslado.
—Dime y tu novia quien te
la va a cuidar.
— ¿Cómo es eso de quien me
la va a cuidar?
—Usted sabe ahora ella es
su novia y debe de tener a alguien para que la vigile.
—Mira Mingo. Si tú no
tienes nada de qué hablar es mejor que te calles. Tú no coge cabeza carajo
Salió de la cocina hacia la enramada donde Antonia
terminaba de barrer y se sentó a mirar el camino como en espera de alguien.
Pero en su mente estaban las últimas palabras del desajustado primo. Se rio
solo y entro a la vivienda de la familia. Miro la camisa planchada por su
madre. El almidón puesto y la fuerza aplicada por la mujer para que los filos
hechos dieran la apariencia cortante de los mismos. Con sumo cuidado le coloco
todas las insignias y reviso la correa y las botas.
Al salir de la casa ya regresaban los otros muchachos del
río con la carga de agua. Por igual en la entrada del camino familiar se
perfilaba las figuras de Rosa Elvira y de su madre que le acompañaba.
Todos se quedaron mirándola mientras se acercaban y
salieron al encuentro de la pareja de mujeres.
—Buenas a todos. ¿Cómo
están?
—Buenas sean en nombre de
Dios.
— ¿María como estas?
—Ya ves prima, como siempre
en los afanes de la vida.
—Así es, nosotras nunca descansamos.
—Así es mujer. Pero estos
muchachos nuestros han decidido acercarnos más y mira ya, tú y yo estamos dando
trote para ver si salen a camino juntos.
En lo que las dos mujeres seguían conversando al entrar en
la cocina, los demás jóvenes se trasladaron a la enramada y continuaron
conversando de sus cosas y del viaje de regreso de joven a sus quehaceres
militares.
—María, debo decirte que
cuando nuestra muchacha nos habló de las intenciones de tu hijo lo vimos con
buen agrado que nuestras familias se acerquen más por este medio. Tú y yo somos
familias y sabemos cómo nos criaron nuestros padres.
—Bueno prima, aquí nosotros
por igual al ver el interés del muchacho lo sentamos y les dijimos que pensara
muy bien lo que deseaba hacer. Ya que él sabe sobre nuestras creencias de cómo
debe de ser una familia. Su papá se lo dijo muy claro.
—Mamota está claro que si
nuestros hijos se casan tendrán una ayuda de ambos lados.
—Mira, ya Pedro le autorizo
al muchacho a cortar los troncos de robles para hacer una casa y el mismo pidió
que le avisaran a don Silo para que corte y asierre los palos. La casita se
construirá en la entrada del camino. Eso sí, creo que ellos se irán cuando se
casen a vivir al pueblo donde el este de puesto en la ciudad.
—Mira María, también Mamota
va a dar lo suyo y hay otros tantos para ayudar a que ellos hagan su casita
bien.
—Creo que estos muchachos
van a tener lo que nosotras no tuvimos en nuestros inicios.
—Bueno, yo recuerdo que
apenas Mamota tenía para un colchón y arreglamos un rincón en la casa de su
mamá. Ahí viví por cinco años. Ya después y con mucho trabajo salimos de ahí y
ya ve como la vida nos ha cambiado pero eso ha sido a base de esfuerzos.
—Mi hija yo espero que
ellos valoren el esfuerzo.
—Eso esperamos nosotros
también. Imagínate cuantos hijos tenemos Pedro y yo. En tu caso solo son tres,
pero aquí somos ocho.
Doña María mientras tanto seguía en la cocina preparando la
comida para toda la familia y las invitadas. Ambas mujeres seguían conversando
entre sazones y sazones, un poco de humo y ceniza de la leña. Carmencita
preparaba las cucharas, los platos y vasos para el agua de la tinaja.
Al filo del mediodía llego don Pedro, deja el animal junto
al corral debajo del tamarindo. Se encamina a la enramada y saluda a los presentes.
Se sienta en su sillón forrado de guano, se quita las espuelas y pide un poco
de agua. Antonia cumple el cometido y le trae el jarro de agua, el viejo saluda
a la joven y pregunta por sus padres y la joven le responde.
—Mi mamá está con doña
María por la cocina y papá está con sus gallos.
—Gracias muchacha.
Don Pedro con su picardía
le dice a la muchacha lo siguiente.
—Bueno a tu pollito solo le
quedan horas aquí, así que ustedes deben desear estar comiendo gallina en la
salita.
—Papá, deje sus bromas.
Usted sabe que con eso no se juega.
Al ver las orejas rojas del muchacho por la vergüenza todos
rieron de buenas ganas en la enramada.
Las mujeres al escuchar las risas de los que estaban en la
enramada, salieron para enterarse de las causas de la misma y al explicarles
los motivos ambas también se rieron.
Era el filo del mediodía,
todas las mujeres estaban armando la mesa principal de la casa. Eran invitadas
especiales Rosa Elvira y su madre. Todos se pararon frente a la mesa y como de
costumbre en el campo dieron gracias a Dios por los alimentos. Después se
sentaron y cuando iban a comenzar a comer se escucha en la puerta la voz de don
Mamota.
—Cabe una silla más por
ahí.
—A buen tiempo Mamota,
entra te estábamos esperando. Mira tú silla ahí.
Desde ese momento se animó más la conversación en la mesa.
Mamota con su locuaz conversación fue el centro de atención. Hablo hasta por
los codos de sus gallos y lo bien que le ha ido con el maíz comprado a don
Pedro. Al final de la comida doña María les dice a los comensales.
—Señores, desean un poco de
café.
A coro todos dicen que sí.
Como por arte de magia aparece en el umbral de la puerta la
jovencita Carmencita con una bandeja y sendas tazas de café. Repartió a cada
comensal y al quedar con la bandeja la voltea con su picardía. Ocasión esta que
dio pie a otra carcajada en el grupo. Los comensales disfrutaron de su
aromática bebida y después se fueron a la enramada junto a la casa donde
prosiguieron su conversatorio.
Las mujeres se quedaron a recoger los platos de la mesa.
Entre ellas también tenían sus conversaciones de mujeres. Las hijas de doña
María terminaron la limpieza y las dos mujeres se unieron a la conversación en
la enramada.
—Pedro, estos muchachos se
han metido en amores. De nuestra parte no tenemos ningún reparo y haremos todo
lo posible para que sigan adelante.
—Mamota, nosotros por
igual. Cheché cuando me dijo que iría a tu casa le dije que nosotros no somos
gentes de ponernos de mojiganga. Yo le hable bien claro pero él es un hombre,
hecho y derecho que se ha querido labrar su vida como soldado y espero que le
vaya bien en su carrera y junto a tu hija.
—Prima, ya usted y yo hemos
hablado sobre lo nuestro y haremos lo posible para que este noviazgo llegue a
buen término.
—Eso esperamos María que
sea así.
Mientras tanto y dejando que los viejos arreglen el mundo
de ellos los dos novios se daban un paseo por el patio de la casa mirando las
flores y hablando de su aventura en el conuco del papá de Rosa Elvira. A ellos
se le sumo Jengo y Antonia y comenzaron su conversación predilecta.
— ¿Qué harás en la capital?
—En verdad, como recluta
que soy me tocara una buena faena de servicios, eso creo yo.
— ¿Y eso es así?
—Sí, todo el mundo en el
ejército del Jefe hace servicios. Nadie se escapa a eso.
—Además, no me lo encuentro
tan malo. Digo yo, hay soldados que pagan por no hacerlo y eso es bajar la
moral de un soldado según lo que me enseñaron.
—Deja esa pendejada de
guardias, dice Jengo.
—Está bien.
— ¿A qué horas te vas?
—Me marcho bien temprano, Jengo
ira conmigo a la carretera y de ahí ya sabemos cómo uno se va. Tengo que estar
a la diez de la mañana.
— ¿Me vas a escribir todos
los días?
—Yo no sé si todos los
días, pero recibirás mis cartas ten seguridad de eso.
Antonia como estaba acostumbrada a leer periódicos en
Santiago y escuchar las conversaciones de su malévola madrina le dice.
—Mira, no te metas en esos
problemas que la gente comenta en la ciudad.
Él se queda mirando a sus tres interlocutores y con un
cambio en su rostro le dice.
—Miren muchachos, yo soy un
soldado y un soldado obedece ordenes, le guste o no les guste. Esa es la vida
del que se mete a esto.
—Si no me gustara lo que he
aprendido, me hubiera quedado aquí junto a ustedes. Me entienden.
Antonia para que las cosas se calmaran, tomo de la mano a
su hermano y lo halo hacia adelante y le susurro algo en el oído. Este esbozo
una carcajada de esas que solo se ven en un alma sana. Los otros dos
tertulianos se quedan mirándolo y se encojen de hombros al mirarse entre sí.
—Nos pueden decir cuál fue
el chiste entre ustedes dos.
—Excúsennos eso es cosa de
hermanos.
Capitulo
xiv
La
llegada
Eran las
cinco de la mañana. Los gallos habían realizado una gran parte de su habitual
concierto tempranero. Todos en la casa se habían levantado y en la cocina se
preparaba el desayuno y un aroma a café inundaba el ambiente. Los dos animales
ya habían sido ensillados y la pequeña maleta ya estaba preparada. El joven se
había vestido por primera vez desde su llegada, su ropa almidonada, le hacía
ver un poco más grande. En el pecho las tres medallas engalanaban el frente y
en el hombro el gorro militar puesto en descanso agarrado por la hombrera.
Nadie decía nada, todos miraban al joven y en esta ocasión
su padre no iría a llevarlo. Su hermano era el responsable del encargo. Doña
María le mira y solo dijo una frase.
—Que Dios te cuide y
proteja en tu trabajo.
Después de eso no dijo
nada, le dio un fuerte abrazo y entro en la casa mayor. No salió a ver la
partida del joven. Su hermana Antonia lo miro y dándole un fuerte abrazo le
dice al oído.
—Demuestra que eres el
mejor, yo te cuido la avecita.
Su padre, le dio un fuerte apretón de mano y se dirigió a
la enramada, tomo su cachimba y la relleno con un buen andullo. Lo encendió y
dio tres largas chupadas a la misma. Sus pensamientos volaron y solo le pedía a
Dios que su muchacho en esta etapa no tropezara con los problemas de su
profesión. Los demás hermanos no dijeron nada y solo le dieron un fuerte
abrazo.
Montaron en sus animales y enfilaron por el camino de la
casa hacia el camino real, el silencio y el arreo de los animales era el único
sonido que se escuchaba. Los grillos de la mañana estaban en silencio, tampoco
la brisa soplaba.
Al cabo de un tiempo Jengo
mira a su hermano y le dice.
—Te puedo hacer una
pregunta.
—Sí, dice este asintiendo
con la cabeza el sonido gutural.
— ¿Si te ordenan matar a un
civil, tú lo harías?
En el ambiente había un silencio que se ahondo más con la
pregunta. Solo se escuchaban los cascos de los dos animales en su marcha y el
sonido de una paloma que a esa hora hacía su canto.
De repente el
hermano le dice seriamente al otro.
—Soy un soldado
y tú junto a los que piensan como tú deben de saber que uno solo obedece
órdenes y no pregunta.
— ¿Pero, si
esas órdenes están mal, también las cumple?
—Sí, también
las cumplo.
— ¿Tú me
dispararía a mí?
—No sé. Nunca
te pongas delante de un arma de fuego, puedes salir herido.
—No sabía que
el régimen cambiaba las mentes de esa forma. Ahora lo comprendo que es verdad.
Siguieron todo el camino en
silencio, no pronunciaron más palabras entre ellos. Al llegar donde se quedaba
su hermano detuvieron las monturas y se apearon. Ambos hombres eran bien
conocidos en la zona por ser los hijos de don Pedro. Sin medir una sola palabra
se estrecharon las manos y con una seña en la sien se despidieron. No había que
agregar más entre ellos. Tomó la montura, la ato al aparejo de la suya y se
marchó en silencio.
—Dile a mamá
que no deje de rezar el tercio, como lo hace todas las tarde.
Se arregló la ropa y miro la marcha de
del que ya se alejaba también en silencio. En ese lugar solo había un viejo
caballo amarrado a una empalizada, el militar no noto la presencia del dueño.
Pero tampoco se descuidó. Al cabo de un rato en la distancia apareció un
vehículo de carga. Le hizo seña y este se detuvo.
— ¿Me llevas?
—Seguro, suba
aquí.
En ese momento,
salió de la oscuridad un joven y mirando a los presente le dice a Cheché.
—Mira como nos
vemos. Si hubiese querido hoy seria tu último día.
Mirando al joven
le responde.
—Marcos, si lo
hubiese intentado y sacando una larga bayoneta creo que no te hubiese sido tan
fácil.
—Márchate a tu
casa y bésale los pies a tu madre, tú naciste hoy.
Subiendo en el vehículo este
emprendió la marcha y el conductor no decía nada. Pero lo sucedido merecía un
comentario y abrió la boca.
— ¿Usted lo va
a denunciar?
— ¿A quién?
—Al joven que
usted llamo Marcos.
—No, eso es
loco y nadie le hace caso.
—Yo fuera usted
y lo hiciera.
—Amigo, deje
eso así y atienda su camino, que es mejor no meterse en problemas.
—Cómo usted
diga mi jefe.
El camino hacia Santiago se hizo
largo, solo se escuchaba el roncar del vehículo. Al llegar a Navarrete había un
retén. Le hicieron parada pero al ver al soldado montado en el vehículo lo
dejaron seguir. Al entrar a la ciudad el conductor se dirigió a la fortaleza y
dejo al joven junto a su maleta y un saquito en la puerta de entrada. Se
despidieron y el joven dando media vuelta miro hacia la entrada y con ambas
manos ocupadas camino con pasos firmes a su interior. En la puerta hizo su
primera parada y dejando los tereques en el suelo saludo marcialmente al
oficial de guardia y al sargento.
— ¿Qué hace tu
tan temprano aquí?
—Tenía que
estar en la tarde mi teniente y aproveche la mañana para venir.
— ¿Que traes
ahí?
—Un pollo de
calidad que le prometí al sargento y algunas cosas más.
—Está bien
entra, por madrugador tendrás formación y pase de lista.
—Sí señor.
Respondió de forma marcial.
Se encaminó hacia su cuartel y en
ese momento salía el pelotón a formar. Sus compañeros le saludaron y detrás de
ellos salió el sargento Gutiérrez. Lo mira como bicho raro y le dice.
—Si no me
trajiste el pollo ese, es mejor que te confiese con el diablo hoy, aunque sea
tu último día aquí.
—Mi sargento yo
soy un hombre cumplidor. Mire ahí y luego usted me dirá.
El sargento
abrió el saco y mirando el contenido se queda fijo en el joven. Moviendo la
cabeza le dice al joven.
—Pon eso en el
cuartel y ven a formación.
—Sí señor.
Cuando todos estaban en formación
ese domingo se escucharon los mandos de los sargentos. Todos los pelotones de
la brigada estaban formados. En la explanada de la fortaleza, el corneta toca
el floreo a la bandera y dos sargentos la izan. Al instante se escuchan las
notas del himno nacional. Después de eso vino el pase de lista y luego él
rompan fila.
El muchacho se
dirige a su barraca y junto al sargento revisan el pollo que este le regalo. Lo
sacan al patio a una zona donde tienen
sus animales. El pollo es metido en un rejón para gallos. El sargento estaba
todavía conversando con el joven cuando se escucha un atención en el lugar.
Era el coronel comandante del
batallón que también era gallero. Saluda a los presentes y mira el pollo. Lo
toma en sus manos y le dice al sargento.
—Gutiérrez me
puedes explicar una cosa.
—A la orden
señor.
— ¿A quién le
robaste este animal?
—Señor,
respetuosamente, me lo acaban de regalar.
—Búscame al
ladrón.
—Mi coronel, es
que no es robado.
— ¿Quién dice
que este animal no es robado?
—Solo una
persona tiene esta raza, en toda esta región. Y es mi compadre Mamota en
Guayacanes.
—Ven acá
guardia del carajo y tú te robaste este animal.
En ese momento todos los ojos
estaban puestos en el joven que por la conversación se había puesto rojo de la
ira.
—No mi
sargento. Y es verdad lo que dice mi coronel, pero todo eso tiene una
explicación. Don Mamota y yo somos parientes y este es un regalo mío hacia
usted sargento.
El coronel mira al soldado como si
quisiera que la tierra se lo tragara. Dice a los presentes.
—Usted dice
entonces que yo soy un mentiroso.
Viendo que aquello del pollo se
complicaba dice algo del manual de comportamiento para salir del apuro.
—Permiso para
hablar a mi comandante.
Esto le
sorprende que un recluta domine los códigos, cosa que muchos no hacen en un
buen tiempo.
—Está bien,
hable, que si dice una chapucera vas a lavar letrinas por buen tiempo.
—Señor, soy del
lugar de don Mamota, su esposa es prima de mi madre y su hija es mi novia.
El coronel lo mira como bicho raro, le
entrega el animal al sargento y lo llama aparte.
—Quiero que
este genio sude. Ya lo sabes.
—Coronel,
tenemos un problema con ese recluta.
— ¿Qué problema
podemos tener?
—Ese es el
soldado que fue llamado por el Generalísimo para servirle personalmente. Y me
enseño una carta de don Mamota que es compadre del Jefe.
—Pero yo solo
cumplo ordenes, como usted mande se hará.
—Sargento,
olvide la orden dada.
El coronel se marchó. Sabia el
que ese recluta iría a prestar servicio a la guardia presidencial pero él
quería demostrar que era el jefe del lugar.
El sargento llama a Cheché y le dice.
— Vamos a dar
unas vueltas por ahí. Esto aquí no está bien y es mejor salir.
— ¿Tú conoces
el prostíbulo de Carmen?
—No he salido
del recinto a esos lugares sargento.
—Pues es
momento de que te convierta en hombre de verdad muchacho.
—Ya lo soy
sargento, ya lo soy.
—Cámbiate de
ropa, nos vamos de civil para donde Carmen.
Cómo era todavía de mañana, el
cabaret de Carmen no estaba funcionando, los fiesteros decidieron caminar por
el barrio de tolerancia que había en la ciudad. A esa hora era poco lo que
había que ver. Al filo de las once regresaron y ya todas las meretrices estaban
listas para su faena de trabajo. El lugar no era ni grande ni pequeño, era una
casa más o menos normal adecuada en su parte posterior con ocho cuartos para el
desempeño de la actividad más antigua del mundo.
Entraron y en el umbral escucharon unas
frases.
—Carne fresca
mi sargento y temprano.
Quien hablaba era una trigueña de
Puerto Plata encargada ese día de dar la bienvenida.
—No Carmela,
vengo a enseñarle a este joven el mundo de Carmen.
—Pues aproveche
mi sargento, hay unas nuevecitas de Santiago Rodríguez y Monte Cristi.
—Ya veremos, ya
veremos.
—Quiero ver a
Carmen, ve a buscarla.
Carmen era una Vegana, alta, blanca,
elegante. De buen hablar y porte elegante. Comparona. No parecía que su trabajo
era regentear una casa de prostitución. Siempre se cuidaba de no tener un chulo,
era de categoría en ese sentido. Sus clientes eran de la clase alta de Santiago
que visitaba su negocio. Llego a la mesa de los parroquianos y los miro sin
fijarse en los detalles de los mismos. Ellos por las penumbras del lugar
tampoco hicieron mucho esfuerzo.
—Para que soy
buena mis amigos.
—Quería que
este joven te conociera.
—Pues ya me vio,
fue un gusto. Les mandaré unas jóvenes que me llegaron, trátenla bien.
—No queremos a
otra, deja que él te salude por lo menos.
Ella los mira y
por primera vez se fija en el porte del joven. Sus ojos negros penetrantes y
con recias mandíbulas, al saludarla ella mira la dentadura y ve unos dientes
bien cuidados.
— ¿Sargento de
donde saco a este fenómeno de macho?
—Es virgen en
estos menesteres y vengo a que me lo destuse una de tus chicas.
—No, hoy tengo
una excepción en mi trabajo, soy la Madama pero soy mujer y hace mucho que aquí
no pisaba un hombre de calidad.
—Bueno, yo en
eso no discuto. Pago sus gastos y a las cuatro nos vamos. Comeremos aquí él y
yo.
—Mira sargento,
este pimpollo tiene todo pagado aquí mientras yo sea la encargada.
Haciéndoles unas señas les indica que
le siga y con otra, le indica a una chica que en ese momento aparecía en el
lugar que se encargara del otro sujeto.
—Ven conmigo,
hoy tú serás mi rey.
Como era novato en esas lides
nunca dijo nada de su boca. Eran cosas de hombres y en el entrenamiento había
escuchado de esos lugares famosos de la zona rosa. Se encamino siguiendo a la
mujer por un pasillo oscuro. Eran apenas las once de la mañana y por primera
vez en su vida, estaría con una mujer de la calle. Sus pensamientos volaban en
diferentes direcciones y escuchaba las voces de su hermana Antonia, su madre y
de su novia. Pero en fin era hombre y por encima de todo guardia.
Ella olía de forma exquisita, tenía
una fragancia de un perfume francés regalado por uno de sus admiradores, el
gobernador.
—Bueno hace
unos días nos graduamos y hoy regrese para empezar mi servicio, pero me voy de
traslado a la guardia presidencial.
—Ya sabía yo
que un hombre de tu porte no se quedaba aquí.
—A mí me da lo
mismo aquí que en la capital. Ser soldado es igual en cualquier lugar.
—No muchacho,
no es igual. Tu uniforme no será igual y por tu porte será de los elegidos para
los actos protocolares. Eres hermoso y ya tengo envidia de esas viejas que
desearan meterte en sus camas.
—Ya lo veras,
ya lo veras.
—Excúsame
Carmen pero ahí hay unos señores que te buscan.
— ¿Cómo son?
—Son dos tipos
bien vestidos, parecen de los que trabajan con el gordo ese que viene de la
capital.
— ¿Y qué le dijeron
ustedes?
—Que tú estabas ocupada y
no sabíamos si podías atenderlos.
—Díganle que vengan a las
ocho.
—Está bien, así se hará.
La mujer cerró la puerta y regreso a la cama. Miro a su
acompañante y tomando una toalla limpio la anatomía del joven y como buena
experta se sumió en un trabajo de perfeccionamiento de los sentidos. Él
despertó y miro fijamente a la mujer, le dice suavemente.
—Tú me vas a dejar sin
fuerzas si sigue haciendo eso.
—No te preocupes de que
nadie se muere por eso.
Después de un rato de ser
tratado con la delicadeza de la nobleza, el joven sintió la satisfacción de los
mortales.
—Espero que cuando te
acuerdes de mi lo hagas con cariño.
—Nunca olvidare este día,
ni a una vegana que sabe su profesión. Eso tenlo por seguro.
— ¿Y qué hora será?
—Déjame ver en este reloj
que me dio uno de mis amigos.
Alargando la mano, agarro un despertador que tenía en una
gaveta y lo miro.
—Son las tres y media.
—Carajo, el sargento tiene
que estarme esperando ahí afuera.
—No te preocupes. Él está
todavía con la maeña que le envié.
Carmen al ser una mujer alta, tenía una figura esbelta y
desnuda con su tez blanca y algunas pecas le hacían ver como una diosa. Él le
pasa las manos por la espalda y lentamente las baja hasta las nalgas firmes de
ella.
— ¿Carmen, tú tienes hijos?
—No, eso no entra en mis
planes por ahora. Aunque en un futuro pudiera ser, pero muchacho no piense en
eso, lo tuyo con esa anatomía es hacer a las mujeres felices.
A las cuatro en punto salieron ambos al salón principal.
Solo tres parroquianos había en el salón. Escuchaban una canción de los
Panchos, casi al mismo tiempo salió también el sargento. Miro al joven y lo
palmoteo en la espalda. Le dice de un sopetón
—Espero que estés
satisfecho por un buen tiempo.
—Sí, creo que estaré
tranquilo por un largo rato.
Carmen se había retirado a sus aposentos y no salió a
despedirse del joven. Los dos hombres se marcharon y sobre sus vivencias no
hablaron nada. Llegaron a la fortaleza y de inmediato cada uno se fue a sus
cuarteles, era domingo por la tarde y ambos solos tenían deseos de dar una
buena dormida.
Unos de los compañeros de Cheché al verlo entrar se queda
mirándolo y le dice con una sonrisa de oreja a oreja.
—Déjame adivinar y si me
equivoco tú me corrige.
—El sargento te llevó donde
Carmen, la dueña de la “Mansión del Amor”.
—Sí, tienes razón.
—Él te dijo que él invitaba
y quien te atendió de forma esplendida fue Carmen.
—Tampoco te equivocas.
—Ella te hizo ver el cielo
y sus estrellas y te dijo que eres un macho mil por mil.
—Ven acá ¿cómo tú sabes
eso?
—Cheché, no seas pendejo
todo el que le regala un pollo al sargento que casi siempre son de los buenos,
él hace eso. Junto al coronel tienen un negocio y para ver la reacción de todos
nosotros, les paga con ese favor.
—Diablos, me jodieron.
—No te preocupes de que lo
único bueno que eso tiene es que te tiraste a Carmen el mejor cuero de todo
Santiago.
—Bueno era mi primera vez
en un lugar de esa categoría y en realidad no me puedo quejar. Fíjate que esa
mujer hasta me baño en su bañera y me perfumo, huele.
—jajajajajaja, fuiste un
buen partido para ella.
No dijeron más nada y se recostó en su cama, al rato dormía
plácidamente. A eso de las ocho de la noche se levantó y lavo la cara. Salió al
patio de la fortaleza mirando hacia el lugar de la cantina para alistados.
Dirigió sus pasos hacia ese lugar, entrando de forma silente. Miro a los que
allí estaban dirigiéndose al mostrador de la misma.
— ¿Qué tienes por ahí de
cena?
—A esta hora tendrás que
esperar, respondió el encargado.
—Esperare.
—Está bien, siéntate por
ahí y te sirvo en un rato.
Mientras esperaba hacia un análisis de lo que le había
pasado a él en las ultimas doce hora y meneaba la cabeza riéndose de su suerte.
Un tipo lo había esperado para pelear pero al final se rajó
al ver que él tenía una afilada bayoneta militar. Luego el lío con el coronel
que termino en la cama de una puta. Esbozando una ligera sonrisa siguió
esperando su cena.
El vehículo militar se desplazaba por la carretera hacia la
capital velozmente. Su conductor parecía que tenía prisa por dejar la carga que
llevaba. Ocho hombres con sus pertenencias se incorporarían a las filas
personales del dictador en la famosa guardia presidencial.
Todos ellos jóvenes, de un porte
marcial y uno de ellos era Cheché. Al inicio del viaje iban silentes pensando
en sus familias y el mundo que dejaban. Tenían que enfrentarse a otro mundo con
sus peligros pero al mismo tiempo era la elite de su ejército. En ese lugar
todo era diferente; uniforme, botas y estilo de vida. Como reclutas sabían que
estarían en todos los servicios disponibles en el regimiento.
En el lugar llamado La Cumbre le hicieron un alto, ahí
había un retén militar. Al leer la orden del vehículo le dieron pase no sin
antes notificarlo al siguiente puesto militar a la entrada de la ciudad.
—Ustedes no se han dado
cuenta de una cosa muchachos dijo el Pinto, que era uno de los trasladados.
— ¿De qué tú hablas Pinto?
—Nada, solo que al salir de
la fortaleza llamaron y reportaron nuestra salida y aquí hicieron lo mismo.
— ¿Y qué tiene de malo eso
Pinto?
—Que somos soldados y no
veo el recelo por eso.
—Pinto no seas pendejo
recuerda que el comunismo puede hacer lo mismo y se armaría tremendo problema.
Es por eso que el elemento militar es controlado.
Mirándolos a todos y meneando la cabeza de un lado a otro
Cheché les dice.
—Miren, piensen en otra
cosa y dejen ese conversado. Y tu Pinto te he dicho más de una vez que la
bocaza te va a llevar a un buen lío.
— ¡Cállense!
Uno de los viajeros que iba destinado como conductor a la
unidad le pregunta a Cheché sobre los gallos.
— ¿Es verdad que esos
gallos de que hablaban en la fortaleza son tan bueno?
—Yo no sé si son buenos,
pero don Mamota los cría y cada cierto tiempo toma unos cuantos y se los trae a
la capital al Jefe a su finca de San Cristóbal.
— ¡Diablos! Entonces deben
de ser buenos.
— ¿Y qué tienes tú que ver
con ese señor?
—Es el padre de mi novia y
mi vecino de toda la vida.
Un largo pitido de todos se escuchó en la parte posterior
del camión militar. Y una carcajada siguió al mismo. Mientras tanto el camión daba
unos tumbos por unos hoyos en el pavimento de la vía. Llegaron a la entrada de
la ciudad y siguieron derecho hacia las instalaciones del cuerpo de ayudantes
del Jefe.
—Coño, al fin llegamos.
Traigo las nalgas molidas de esas jodidas tablas, dice el Pinto.
—Pendejo tu no coge cabeza,
te dije que te callaras.
El sargento les ordeno que cargaran sus pertenencias y se
dirigieran a la casa de guardia, allí los recibió el oficial del día. Al verlos
les ordeno pararse en atención. La línea de los ochos hombres parecía una
regla. Mirándolos fijamente los fue mencionando por sus nombres y cada uno
contestaba al mismo. Llamo al sargento y se los entrego para que les indicara
sus cuarteles.
— ¡Atención! Recojan sus
cosas y síganme. Marcando el paso, un, dos, tres, cuatro, un, dos, tres,
cuatro.
El grupo se perdió en el interior del patio de los
edificios que componían la guardia presidencial. Al llegar al cuartel que los
alojaría se les mando poner todo en orden para una inspección y que para eso
tenían media hora.
Cada un tomo una cama y a la media hora se escuchó en la
entrada del barracón un atención de película. Era el comandante de la compañía
que hacia su entrada junto a su ayudante un sargento con cara de no buenos
amigos.
Los hombres estaban parados
en atención, sus pechos estaban que explotaban por los inflados que estaban, el
uniforme parecía correcto. El oficial los miro y empezó su trabajo. Primero las
camas, aquí no encontró faltas. Luego vinieron las cajas donde se guardaban las
pertenencias.
—Sargento
—A la orden señor.
—Cree usted que
encontraremos algún listo en este grupo de charlatanes que nos mandaron.
—Como siempre mi sargento
habrá alguno que pretenderá ser más inteligente que usted.
—Ya lo veremos.
Abrió la primera y todo estaba en regla. Por igual la
segunda y al llegar a la tercera que pertenecía al recluta Antonio este no
había doblado correctamente las correas de dos que le habían entregado.
—Bueno aquí tenemos a
nuestra primera gallina, anote sargento a este soldado para que se aprenda con
cien flexiones como se dobla una correa.
—A la orden mi teniente.
Prosiguió la revisión de los hombres y al llegar donde el
Pinto, el oficial lo mira y dice.
—Carajo hay que ver que nos
están mandando maricones aquí, fíjate que este jodido Pinto debe de tener
pintas hasta en las nalgas.
Destapó la caja y miro su contenido todo estaba
aparentemente en orden, pero aquel hombre le buscaba las cuatro patas al gato.
—Dígame una cosa soldado,
donde está su jabón. El que usted usara aquí.
—Respetuosamente señor, nos
informaron que aquí nos darían todo eso. Por eso no lo tengo conmigo. Señor.
—A este denle diez baño y
que gaste una pasta de jabón. Si no se le acaba en los diez baños que lo
repita.
—Como usted mande mi
comandante.
El último en la fila era Cheché, al igual que sus
compañeros su cama estaba arreglada y su caja por igual. El oficial reparo en
las medallas en su pecho y dice.
—Usted debe de ser un lambe
nalgas de sus sargentos instructores soldado. Tiene más medallas que el Jefe en
el pecho.
—Respetuosamente señor soy
graduado con honores de mi promoción junto con los que estamos aquí, señor.
— ¡Honores!
Dándole una patada a la caja volteo todo su contenido.
Sargento, que organicen bien todo esto y si encuentro algo fuera de su lugar le
hago a usted responsable. El que viene aquí tiene que ser un soldado ejemplar
ya que servirá en la guardia presidencial del Excelentísimo Señor Presidente de
la República y no podemos tolerar que estos hombres no tengan formación ni
disciplina.
—Si señor así se hará.
Dando media vuelta salió del cuartel. El sargento de
apellido Ubri los mira y les dice.
—Pónganse a arreglar las
cajas y espero que todo este correcto, cuando venga deseo ver los fusiles
limpios.
—Entendieron bien.
—Si mi sargento.
—Pónganse a trabajar.
Todos entendieron el mensaje muy bien. En la guardia
presidencial la disciplina era marcada y se pasaba de la raya. A la hora exacta
regreso el sargento acompañado de otro de apellido Pérez Feliz, sureño por su
origen pero curtido en las lides de los cuarteles, este había acompañado al
Jefe desde su segunda repostulación y era hombre de confianza en la finca del
mismo. Al entrar se escuchó un llamado de atención ordenado por un cabo.
—Espero que hayan terminado
su tarea.
—Les presento al sargento
Pérez Feliz, él será su sargento y desde ahora él comandara este pelotón. Esto
tienen una inspección ordenada por el comandante te toca a ti hacer la
inspección yo me voy. Ahí te los dejo.
El sargento era un hombre alto, trigueño, ojos color marrón
pero en ocasiones parecían como si fueran verduscos, bien fuerte y de unos
brazos descomunales. Mira a sus nuevos pupilos y les dice con una voz media
pausada pero firme.
—Jóvenes, bienvenidos a la
guardia presidencial, desde hoy soy el único que aquí da las órdenes, ustedes
obedecen y ya.
—Cabo, venga aquí.
—A la orden mi sargento.
— ¿Usted vio a estos
soldados hacer correctamente sus tareas?
—No mi sargento.
—Bien, vamos entonces a
revisar cada caja y cama. Por supuesto esto implica el fusil que tienen
asignado y que todos saben que es su mujer y puta del día.
Al poco tiempo termina la inspección y aparentemente todo
salió bien, pero siempre hay un pelo en la sopa aunque sea de la cocinera.
—Cabo, sáquelos y esperen
en el patio en ropa de faena.
—Sí señor.
Todos se cambiaron a ropa de faena, salieron los ochos al
patio del recinto donde a un grupo les daban marcha serrada. Ellos miraron
hacia ese lugar y de repente se escuchó la voz del cabo que dijo.
—Atención, vista al frente.
—Marchen, un, dos, tres,
cuatro, un, dos, tres, cuatro.
A las diez de la mañana termino el ejercicio y después de
una ducha todos fueron conducidos a la intendencia de la dotación para recibir
los nuevos uniformes y pertrechos que estarían bajo sus responsabilidades. Al
llegar otra vez a su cuartel y como eran del interior le interesaba saber dónde
podían encontrar a una mujer para planchar y lavar la ropa de ellos.
Dirigiéndose al cabo todos le preguntan lo mismo y este
responde.
—Bueno aquí hay unas
mujeres, que vienen los viernes y recogen la ropa y la traen el lunes, lo que
habría que saber es si ellas pueden hacerlo.
—Cabo, pero esta tarde
podríamos ir y saber si es posible o buscar a alguien que ellas conozcan.
—Bueno muchachos déjenme
ver que hacemos. Mientras tanto manténganse por ahí a discreción ya que al
medio día se llamara a parada de la brigada completa.
Cuando no se conoce el lugar lo primero que un recluta hace
es tratar de saber dónde queda la cantina de alistados, como es el fiao y
quienes son del lugar o provincia de ellos. Estos ocho se dedicaron a eso para
matar el tiempo.
En la tarde cuando dieron la orden de libertad se fueron a
buscar quien le lavaría y le plancharías la ropa. Al llegar donde la señora,
ella se asustó un poco, pero como conocía al cabo se tranquilizó.
—Carmela, dice el cabo.
—Estos muchachos necesitan
a una mujer para que les lave y planche la ropa. ¿Tú puedes?
—Mire Mencia, yo tengo
demasiado compromiso pero yo tengo una prima que sabe planchar muy bien y más
si es para ustedes. Déjeme buscarla.
—Siéntense por donde puedan
mis hijos y no miren los regueros, uno es pobre pero serio.
La mujer se fue a buscar a su prima y unos pocos minutos
después regreso con ella. Se la presento a todos y dijo.
—Esta es mi prima y yo le
dije, hablen ustedes con ella.
—Mire señora, nosotros
necesitamos a una persona para que nos lave y planche la ropa como hace su
prima con otros guardias. ¿Usted está dispuesta a realizar el trabajo?
—Bueno, yo lo haría pero
ustedes son muchos, imagínese tendría que buscar una ayuda para eso.
—Señora eso solo usted lo
sabe. Nosotros pagamos cuando se cumpla el mes como todos los demás.
—Pues está bien. Cuando
Carmela busque la ropa de ella yo iré y buscare la de ustedes.
El cabo Mencia se paró y de una vez les dijo a sus párvulos
vámonos que ya esto está arreglado. Se marcharon del lugar y caminando hacia el
cuartel iban en fila como los pollitos por la Treinta de Marzo. A paso lento
por la calle donde caminaban, paso una
unidad del servicio secreto, ellos lo miraron y siguieron, doblando hacia la
entrada del palacio nacional donde tenían esa noche guardia todos ellos.
Los días y las semanas fueron pasando y a todos, el
servicio los curtió por igual. Cada uno se fue acostumbrando a vivir en la
capital. Así pasó el tiempo, pero nuestro amigo Cheché siempre tenía su mente
en su campo y en su novia con la que mantenía una buena comunicación por las
cartas que se intercambiaban ambos.
A los cuatro años de estar en el servicio de la guardia
presidencial se le presento una oportunidad para un traslado a Santiago y ni
tonto ni perezoso lo solicito.
A los dos días fue llamado por un sargento y se presentó a
la oficina del comandante. Cuadrándose y con un fuerte taconeo le dice al
sargento de oficina.
—El raso primera clase Gil
Ulloa se presenta señor.
Este lo mira como bicho
raro y le dice.
—No sé a quién le lamiste
las botas pero te salió un traslado, toma. Extendiéndole un papel con la orden
de salida.
Haciendo el saludo militar salió rápido del recinto y se
dirigió a donde su sargento, mostrándole el papel. Este lo toma y mirando al
muchacho le exclama.
—Sal de aquí en lo primero
que encuentre, antes de que alguien se arrepienta y te manden a otro lugar.
Mira ese camión va a Santiago aprovéchalo y vete.
Él recluya ni tonto ni perezoso salió rápido con sus cosas
y los monto en el vehículo que a los pocos minutos emprendió la marcha hacia su
destino final y el lugar que lo marcaría para toda una eternidad.
Al llegar a su destino se presentó en la comandancia y de
una vez lo asignaron a la B Compañía de fusileros. Busco a su antiguo sargento
el cual estaba como siempre entre sus gallos. Lo saludo y como tenía 72 horas
de permiso se fue a su casa a visitar a su familia y a su novia. Con él llevaba
el dinero de los sueldos ganados ya que no era un despilfarrador y como tenía
planes de casarse había hecho sus ahorros.
Como siempre la travesía era una odisea pero como eran
guardias siempre alguien los llevaba. Al llegar al lugar donde se desmontaba
para luego tomar el otro camino, que conduce hacia el paraje o sección donde
vivía se encuentra con su suegro, don Mamota. Se saludan de forma efusiva y
este le pregunta.
— ¿Y qué hace tu aquí
muchacho?
—Estoy de traslado y tengo
un permiso don Mamota, así que aproveche y vine a visitarlos a todos ustedes.
—Qué bueno, eso quiere
decir que estarás por aquí unos días.
—Sí, así es.
—Dime una cosa Cheché,
¿cómo es eso de vivir en la capital?
—Bueno, hay que
acostumbrarse, no es para mí en realidad. Aunque yo solo salía en algunas
ocasiones ya que vivía en los cuarteles todo este tiempo y no me acostumbre. Es
por eso que aproveche una oportunidad y pedí mi traslado.
—Pero muchacho y tú
perdiste la oportunidad de servir en la guardia presidencial del Jefe.
—Don Mamota, deje eso así.
Usted es compadre del Jefe y sabe cómo son las cosas.
Como hombre de campo pero no tonto entendió a su
interlocutor muy bien. Le dijo entonces.
—Vamos a comer algo y luego
nos vamos tengo una montura extra aquí, así que te vas conmigo.
—Está bien, como usted
diga.
Enfilaban el camino de regreso y al llegar cerca de la
pulpería de Genaro ya empezaban a saludar a parroquianos del lugar. Se detuvo
en la misma y apeándose de la montura tomo las fundas que traía que como eran
de tela no importaba cargarlas en el hombro. Le dio las gracias a don Mamota y
le entrego el animal. Este se despidió de ellos y encaminó hacia su casa.
Cheché saludo a los presente y entre ellos estaba don Silo
el carpintero. Las preguntas no se hicieron esperar y el cómo pudo les
contesto. Una de ellas fue la siguiente.
—Muchacho dinos una cosa, —
¿qué fue lo que paso entre tú y el loco de Marcos?
—Nada que yo sepa, eso
creo.
— ¿Por qué ustedes me
preguntan eso?
—Bueno a él vinieron a
buscarlo unos guardias se lo llevaron y no ha regresado. Se rumora que el día
que tú te marchaste el salió a tu encuentro para pelear contigo.
—Es verdad eso, pero él y
yo no peleamos. Dijo algo yo le dije que si estaba loco y me fui en el camión
del tal Ñico. Él vio todo lo que paso, incluso me dijo que si yo lo iba a
denunciar y le dije que no.
—Pues fue el Ñico que lo
delato, dice Genaro.
—Ese está en la carretera
para chivatear a la gente. Ese fue el que lo fuñó, dice otro de los presentes.
El muchacho se despidió pero ya en su mente tenía una
preocupación con lo contado por sus vecinos.
Llego donde su familia y todos se sorprendieron al verle. Le
abrazaron y en ese momento la casa se llenó de alegría. Desde la partida de los
varones mayores ya nada era igual. Pedrito en la capital trabajando, Jengo
estudiando para maestro en Santiago y Cheché de soldado. Solo quedaban en la
casa las mujeres. Cada una de ellas le daba sus mimos y halagos y él se los
permitía. Su madre los miraba y le daba gracias a Dios por ese momento.
— ¿Y papá dónde está?
—Está en el conuco haciendo
un repaso. Viene en la tarde.
—Vi cómo va la casita,
salude a don Silo donde Genaro.
—Sí, él ya está trabajando
en ella, pero se retrasó por unas lluvias y la madera se mojó. Eso ha hecho que
él se retrase un poco.
—No se preocupe mi vieja.
Estaré más cerca de ustedes ahora. Me trasladaron a Santiago.
Ella le dio un beso en la mejilla y se secaba las lágrimas
dándole gracias a Dios por escuchar sus plegarias. Las muchachas encendieron el
radio y se escuchó música por primera vez en mucho tiempo en la casa. Por el
camino a la casa se vio venir una persona montando un burro. Las mujeres que ya
estaban acostumbradas a esa figura en la distancia les dijeron a Cheché.
—Por ahí viene tu novia.
Esa es ella.
La ve llegar y le ayuda a apearse del animal. Delante de
todos se dan un fuerte abrazo y el la besa delante de todos. Las mujeres se
ríen y les dicen.
—No se aprovechen que ya
saben que aquí se respetan ciertas reglas, pero Antonia les dice a los dos.
—A la sala, que hoy es de
ustedes y nadie ira a molestarlos por un rato. Yo voy a hacer un jugo de
naranja para que todos nos refresquemos.
Se dirigieron a la sala de la casa tomados de la mano y
conducido por Carmencita. En ese momento se escucha la voz de Antonia que le
dice a la muchacha.
—Carmencita, venga para acá
¿quién te dijo que te fuera a comer boca?
Todos rieron de la ocurrencia. Ya doña María tenía un
caldero en el fogón con agua puesta y estaba en el patio mirando cuál de las
gallinas japonesas mataría. Le hizo una seña a su hija Andrea para que le
ayudara y ambas con los brazos y un poco de maíz la metieron en un jergón de
gallos y la agarraron. Al rato solo se veían las plumas de la infeliz ave. La
cena seria entonces gallina guisada con unos buenos plátanos sancochados.
A eso de las cinco llego don Pedro, vio el alboroto de las
mujeres pero nunca pensó que uno de sus vástagos estaría en la casa. Pensó que
su mujer estaría recordando algo importante. Cuando miro hacia la enramada vio
a su hijo su corazón le dio un salto ya que él tenía un aprecio por ese muchacho
por el temple y carácter de hombre.
Se desmonto de su cabalgadura y ambos se confundieron en un
fuerte abrazo. Con la mirada ambos hombres padre e hijo se dijeron todo.
Mientras tanto en la cocina doña María, ya hacía de ese lugar el trono de su
casa, con una gallina guisada para la ocasión.
— ¿Cómo estuvo eso por la
capital?
—Bien, diría yo.
—Aquí ya tú puedes ver,
vamos haciendo lo que se puede en tu casa. En este año llovido y eso retraso
los trabajos un poco.
—Sí, mamá me estuvo
explicando la situación.
— ¿Cuantos días tienes de
permiso?
—Como estoy de traslado me
dieron cuatro días de permiso. Eso quiere decir que estaré tres días aquí.
—Está bien eso, ya mañana
seguimos hablando de algunas cosas.
—Sí, lo entiendo.
La cena fue de esas especiales, Rosa Elvira se quedó
invitada a la misma y a las siete después de terminar el santo rosario junto
con Antonia y su hermano fue a llevar a la muchacha. Al llegar y ver que venía
bien acompañada sus padres no dijeron nada, se saludaron y después de un rato de
conversación se marcharon.
De regreso por el camino Antonia le dijo a su hermano que
se iría a vivir a la capital donde su hermano Pedrito. Este la mira y no dice
nada. Ella lo mira y le dice.
—No me dirás nada por mi
decisión.
—No, no te diré nada ya que
eres mayor y si tú crees que puedes hacer tu vida en la capital te apoyare.
—Gracias, solo eso deseaba
escuchar.
Pasaron por la pulpería de Genaro y saludaron a los
presentes. La noche se había pintado de negro y unas lucecitas en el firmamento
centellaban en la distancia. Ella ingenua todavía y mirando otra vez a su
hermano le dice.
—Diantre, cuantos ángeles
hay en el cielo.
— ¿Cómo tú lo sabes? Dice
él.
—Míralos como cuelgan haya
arriba.
Él, la mira y se ríe con una carcajada tan natural que
contagia a la joven sin saber que la misma era provocada por su inocencia de
mujer de campo. Llegaron a la casa y fueron a la enramada junto a los demás.
Las conversaciones siguieron sobre las cosas y
cotidianidades de cada uno. Don Pedro mirando a su hijo le pregunta.
— ¿Qué sabes tú de lo que
pasa en Cuba?
— ¿Y dónde usted ha
escuchado hablar de eso?
—Mire, no hable de eso con
nadie y déjese de estar escuchando la radio. Un día alguien se dará cuenta y
tendrá problemas. Se lo digo por su bien.
El padre miro al muchacho y no daba crédito a lo que
escuchaba. Su hijo le decía que eso era peligroso y hablaba muy despacito para
que nadie escuchara su conversación.
Por primera vez en su larga vida comprendía que no vivían
en libertad como proclamaban en todos los lugares, pero no dijo nada más y
regreso a su mecedora muy pensativo. El joven muy contrariado se quedó junto a
la empalizada que rodeaba la casa por un buen rato. Y se dijo que debería de
acortar la visita a su casa.
El tiempo paso lentamente y al otro día todos se levantaron
a realizar sus tareas cotidianas. Don Pedro tenía que ir a la loma a ver cómo
iba el café y darles una vuelta a sus gallinas criollas que estaban sacadas.
Cheché se levantó un poco
tarde, al llegar a la cocina doña María su madre le tenía preparado un buen
desayuno. En eso llego Chencho y saludo a todos los presentes y le dijo a
Antonia.
—Mira la vieja maestra
quiere hablar contigo, ella quiere que tú la visite hoy.
— ¿Y qué querrá la vieja?
—No sé tú vas y lo
averigua. Yo solo di el mandado.
—Chencho, se come un
desayunito.
—Bueno si usted así lo
quiere, no se puede decir que no.
Cheché miraba la conversación entre ellos y se sonreía de
lo inocente que era esta gente del campo y el por igual antes de irse a la
guardia. De repente escucha una voz que le llama afuera.
— ¡Cheché, salga que usted
y yo tenemos que hablar!
Todos salieron al escuchar la voz amenazante en el patio de
la casa. Era don Abundio padre del loco Marco. Al ver salir el muchacho de
inmediato le dijo.
—Mire yo sé que mi hijo
cometió una afrenta contra usted, pero eso no era para que al día de hoy uno no
supiera de él y ya van cuatro años de eso. Dígame ¿que usted hizo con él?
En eso llego el Alcalde Pedáneo en su mulo bayo y dice sin
saber lo ocurrido.
—Abundio yo te dije que me
dejara eso a mí y mira como lo has estropeado todo. Camina para tu casa.
—Yo no me muevo de aquí, yo
vine a que arreglemos esto como hombres.
En todo momento el joven no abrió la boca, solo escuchaba a
sus interpeladores. Su madre un poco asustada dice,
—Señores pero nos estamos
volviendo locos todos. Mi hijo no tiene nada que ver con lo que le ha pasado a
su hijo. Es que usted no tiene respeto por mi casa.
— ¡Calmémonos carajo! Dice
el Alcalde.
—Mira muchacho, explícanos
que fue lo que paso entre tú y ese otro.
—Por favor mi hijo, tienes
que decirnos que pasó ya que esta casa ha sido ultrajada con esto.
El los mira a todos y paseando su mirada por cada uno de
los presentes sabiendo que por primera vez fuera del cuartel tendría que poner
en práctica todo lo aprendido sobre como dominar al contrario con palabras
dijo:
—Miren la última vez que
tuve aquí después que mi hermano me dejo en la salida, Marcos me salió al
encuentro con un machete.
—Dios mío ese loco, dijo el
padre.
—El me desafió a pelear
pero yo no podía hacerle caso en ese momento. En eso llego el transporte que me
llevo a Santiago y no supe más de él. Yo no podría hacerle daño a uno de aquí,
toda mi familia vive aquí y mi novia. Seria de loco si hiciera eso.
—Yo se lo dije, este
muchacho no tenía que ver con eso. Dice el Alcalde.
—Miren de lo que nada se,
nada tengo que decir. Pero como veo que ustedes vinieron a la casa de mis
padres espero que esto nunca más se repita en estas circunstancias. Y eso va
para cualquiera que vuelva a intentar algo como esto tan desagradable.
—Camina para tu casa
Abundio. Yo iré a Mao a averiguar que le paso a ese muchacho.
—Una cosa más, que nadie se
entere de esto aquí. Ya que, no será por mí pero si algo les pasa a ustedes por
locos yo no tendré la culpa.
Todos quedaron con un sustito en el pecho. Lo dicho por el
joven militar era lógico y ellos lo sabían.
Los dos días pasaron
rápidos y al tercero él le dice a su madre,
—Yo no voy a venir por
ahora, cuando la casita esté terminada vendré. No se lo digas a nadie más.
—Está bien mi hijo, tú
sabrás mejor que yo lo que haces.
—Veré como gestiono una
vivienda en el barrio militar de la fortaleza.
De eso no se habló más y el resto del día pasó lento para
todos. Las horas eran empujadas por bueyes cansados. Rosa Elvira esperaba en su
casa a su novio en la tarde y de paso cenar juntos en familia. Las cosas
pasaron y al filo de las siete Cheché se despide de los familiares de su novia.
Por el camino iba pendiente de todo ya que no se fiaba de nada ni de nadie.
Llego a su casa y también su madre le esperaba con un plato de cena. Este al
ver a sus familiares se echó a reír. Todos se contagiaron con la alegría del
joven.
—Mujeres, si me como eso
exploto como la rana, dice él.
—Pues déjame llamar a
Domingo, que el si no desaprovecha nada, expresa doña María.
Al rato en la mesa no quedaba nada de lo servido y el joven
mirando a sus familiares les dice.
—Bueno y que ustedes
querían, que se perdiera todo eso.
Otra carcajada se escuchó
en la enramada. Eran las ocho y media de la noche y como de costumbre todos ya
se estaban acostando. En los campos criollos la gente se acostaba temprano, ya
que todos se levantaban con los primeros rayos del sol.
A las cinco de la mañana se levantaron todos, el joven
militar por igual. Se preparó y a las seis ya salía a la carretera junto a su
padre que lo saco, para que tomara uno de los vehículos que lo conduciría a
Santiago. En todas las ocasiones la despedida de su padre eran difíciles pero
él era un hombre y tenía que comprenderlo.
Se despidieron y camino hacia el puesto de policía que
existía en el cruce de carretera. Ahí se dispuso a esperar su transporte. Al
poco tiempo paso un camión cargado de racimos de guineos que se dirigía al
mercado público de Santiago. Este le hizo señales y el conductor detuvo su
marcha.
—Buen día amigo, me puedes
llevar.
—Claro que sí y más cuando
se trata de un miembro del ejército de mi Generalísimo Trujillo. Suba pues y
acomódese por ahí.
—Muchas gracias, pensé que
me daría trabajo hoy conseguir quien me llevara.
—Que va amigo, quedan
muchos vehículos en el camino.
El viaje prosiguió sin contratiempo. La conversación estuvo
entre el tabaco que se estaba cosechando en la zona y el deseo de que las
lluvias fueran favorables para la próxima cosecha del maíz. Así paso el tiempo
y llegaron a Santiago. El joven de una vez se dirigió a la Fortaleza San Luis.
Paso por la casa de guardia y de allí a su cuartel. Cual no fue la sorpresa del
joven al ver en la entrada a su compañero de armas el Pinto.
— ¿Que tú haces aquí hombre
de Dios? No me digas que te metiste en problemas y como castigo te mandaron
para acá.
—Bueno la historia es larga
pero voy con treinta días de arresto para Mao.
— ¿Pero qué fue lo que
paso?
—Te acuerdas de la mujer
que nos lavaba y planchaba, en la capital.
—Sí, me acuerdo de ella. ¿Y
que tú tienes que ver con ella?
—No es nada, es que se
inventó que no le había pagado los dos últimos lavado y me dijo unas palabras y
te puedes imaginar el resto. Aquí estoy y con treinta días en la costilla.
— ¿Pero, tú la déjate muy
mal golpeada?
—No hombre solo fue un par
de estrujones, pero tú sabes cómo son las mujeres. Bueno a ti eso no te
preocupas ya que tienes lo tuyo.
—Olvida eso, lo importante
es que tú no te metas en más líos donde vayas. No dañes tu carrera por tu boca,
siempre te lo he dicho.
—Está bien, solo vine a
bañarme ya que estoy preso recuérdalo. Un soldado lo acompaño a la cárcel de
alistados donde pernoctaría hasta el día anterior donde sería llevado por un
custodia a su destino.
Cheché mirando a su amigo entro al barracón y encontró en el
mismo a su sargento se saludaron de forma marcial.
—El raso primera clase Gil
Ulloa reportándose mi sargento.
Este lo mira y le responde.
—Déjate de pendejadas ve
arreglas tus cosas que tenemos trabajo. Serás mi ayudante desde hoy mismo.
—Sí señor, respondió el
joven.
Capitulo XV
De
regreso al burdel de Carmen
De la
jornada del día en la tarde los guardias como se le llamaba a los soldados se
entretenían en las cosas cotidianas de un campamento. Como siempre se mantuvo
la vida del conchoprimismo en el campamento, domino, gallos y algún juego de
pelota. Pero para nuestro amigo, en ese momento su mente estaba en regresar una
vez más al cabaret de Carmen, la cibaeña descomunal en belleza y cuerpo.
Se disponía salir cuando y en el patio de la fortaleza
escucha la voz del sargento que lo llama y mirando fijamente le dice.
— ¿A dónde vas?
—Señor, pienso llegar donde
Carmen, la señora aquella que usted y yo fuimos.
—Pues, precisamente para
ese lugar me dirigía yo. Así que nos vamos juntos.
—Como usted ordene mi
comandante.
Los dos hombres salieron y se encaminaron hacia la zona de
tolerancia de la ciudad. Por el camino los hombres miraban el paisaje y de vez
en cuando saludaban a uno que otro parroquiano que los saludaba.
Al llegar cerca del negocio de Carmen, vieron un carro de
esos que, pasaban lentos por las calles y el sargento dice.
—Cuando será que estos
chivatos dejaran de venir a estos lugares. Por aquí no se conspira, se conspira
en los clubes y country clubes de los llamados ricos. ¡Pendejos!
—Sargento, ya llegamos y
deje esos pensamientos.
—Sí, vamos a despejar la
mente y a gozar de lo lindo.
Entraron y en la puerta se encontraron con un personaje muy
pintoresco de la ciudad, nos referimos al síndico que fue a dormir una
siestecita a ese lugar. Se saludaron y no dijeron más nada.
—Mira cómo es la vida, aquí
venimos los de comunión diaria, cómo el que salió y los que nunca hacemos eso,
como tú y yo.
—Sargento, yo soy de
comunión semanal pero, la naturaleza llama de vez en cuando.
—Te entiendo muchacho, te
entiendo.
Dentro del local, la que estaba de turno saludo a los
recién llegados y le pregunto en qué le podían servir. Los recién llegados se
sentaron y de inmediato el sargento pidió un servicio de Palo Viejo. En la
espera del servicio una de las damiselas le informo a la matrona del negocio de
la presencia de los hombres y esta respondió.
—Mira, tráeme al joven de
forma discreta y búscale a la maeña al viejo sargento. Pero cuidado que no
deseo líos con los demás presente en el local.
—Así lo haré Carmen.
La joven salió y con mucho disimulo se dirigió a los dos
hombres que ya consumían parte de lo pedido.
—Mira, que dice Carmen que
vengas conmigo y usted comandante espere un momento que viene una persona a
hacerse cargo de usted.
—Si tú lo dice así será,
respondió el sargento.
El joven se levantó y junto a la trigueña mujer se dirigió
cómo la vez anterior al interior del local. A los aposentos de la jefa del tugurio
en cuestión. Toco la puerta y entro. Ya dentro miro a la mujer, se saludaron
con un fuerte beso. Ella lo aprieta contra sí y le dice al joven.
— ¿Cómo estás? Espero que
bien. Ya veo que tu estancia por la ciudad la supiste aprovechar muy bien. Te
ves mucho mejor que la otra vez.
—Estoy bien y ya tú sabes a
mí solo me toco mucho trabajo. Es lo único que le sale a un guardia y más
recluta como yo.
—Sé que muchas mujeres te
enamoraron y tú con tu presencia, no dijiste que no. Pero eso no es problema,
ya te tengo para mí sola aquí.
—Bueno, yo estaré aquí y a
tu disposición como tú me digas, mi santa.
Ella se rió por la expresión del joven, le llamo santa.
—Mira, te sirvo lo de la
última vez, sabes que yo no tomo y solo bebo jugo. No es problema para ti.
Mientras tanto, entre palabras y palabras, ella le fue
quitando la ropa a aquel hombre, cuyo torso parecía esculpido en roca por los
ejercicios realizado en su trabajo. Sus manos empezaron a jugar con todas sus
partes y como ahí había mucha vida, toda ella se manifestó en toda su plenitud.
—Lo que me gusta de ti es
que eres el único de todos los hombres que he conocido, que sin importar el
tormento a que te someto, sabes comportarte a la altura de mis exigencias.
Él, entre largas respiraciones y un jadeo continuo le dice
a la mujer en medio de todo.
—Eres única.
Como buena maestra que ella era, lo demostró con creces y
dejo al joven y él a ella complacido de forma tal que ambos quedaron dormidos
por espacio de una hora o más. Despertaron ambos y como siempre el semental
respondió a las exigencias de la hembra que otra vez le reclamaba sus caricias.
Con palabras y juego de manos regresaron a ejercer lo dicho en las escrituras,
pero estos ni crecían ni se multiplicaban. Solo daban saciedad a sus instintos
carnales más profundos.
Al término de su faena, los dos quedaron en un éxtasis y
todo su entorno era inexistente ya que las fuerzas los habían abandonado y solo
reflejos de lo que ambos eran quedaban. Él, la mira en silencio y le dice.
--Eres una mujer que derrotaría
a todo un batallón.
Ella lo mira y de forma
tierna le dice,
—No, solo por ahora a ti.
Se ríe de su expresión y le tira el brazo por el pecho.
Las penumbras de la noche fueron lentamente invadiendo el
lugar, ella tenía que salir para atender su negocio y rodeando el pecho del
joven le dice.
—Tengo que trabajar, te
puedes quedar aquí durmiendo.
—No, no puedo quedarme hoy,
pero mañana estoy franco y puedo amanecer si tú quieres.
—No tengo problemas, solo
pongo una condición. Que me haga sentir como lo hiciste hoy.
—Está bien, me vestiré y
saldremos juntos si no es inconveniente.
—No, sabes que no me pueden
ver juntos, así no tengo problemas con otros.
—Está bien,
cómo tú digas.
La mujer se acicaló y a los pocos minutos salió al salón
principal del establecimiento. El joven salió junto a otra joven que fue a
buscarlo por orden de Carmen. Ya en la mesa donde había dejado al sargento este
lo vio sentado y medio borracho. Lo saludo y le conminó a que se marcharan. Los
dos salieron juntos pero ya en la calle el sargento le dice al joven.
—Vete a la fortaleza que yo
tengo que hacer otra diligencia.
—Está bien mi sargento.
Cada uno se marchó por su lado. En el trayecto y como ya
era medio tarde el joven decidió cenar en una fonda que había en una de las calles
que tenía que cruzar. La cena para él fue frugal y después se tomó un café.
Llego al recinto militar y se dirigió a su cuartel. Entro a
la barraca y encontró a algunos en sus camas y otros en la cantina de la
fortaleza. Se desnudó y con unos pantalones cortos se dispuso a salir al patio.
En eso ve a lo lejos un corre, corre y se dirige al lugar. Llegó y trata de
investigar lo que pasa.
— ¿Qué pasa?
—Hirieron al sargento
Gutiérrez y creen que está muy grave.
—Pero estábamos juntos y me
dijo que haría una diligencia.
—Cállate tú no sabes nada,
él estaba solo.
— ¡Está bien no sé nada
pero yo lo vi hace un rato con vida carajo! Responde este al otro guardia.
En el hospital público de Santiago estaban llegando para
investigar el hecho una patrulla del servicio secreto de la policía y al mismo
tiempo una patrulla del ejército. Entraron en tropel y preguntaron a los
médicos de turnos como está el paciente. El diagnostico no era muy favorable y
por las lecciones internas de carácter reservado. Salieron de la misma forma
que llegaron y se dirigieron a la zona de los hechos.
Todos en la fortaleza comentaban el hecho y lamentaban lo
ocurrido al sargento. Cheché se sumó junto a los demás, pero como todos los
otros solos podían esperar la llegada de la patrulla que salió a investigar el
hecho. Al mismo tiempo otra salió al lugar de los hechos para recoger las
informaciones de los mirones del lugar. En cuestión de unas horas, un centenar
de parroquianos estaban detenidos y bajo riguroso interrogatorio. Todos se fueron
a dormir y esperaban que a la mañana siguiente ya supieran las novedades de
lugar.
El día empezó como siempre, la rutina de lugar y eso todos
la sabían. En el barracón se presentó un nuevo sargento. Todos se pusieron en
pie a la orden dada por el cabo Sánchez. Este nuevo sargento era blanco, muy
blanco. Diría que casi albino, pero no era así. Sufría de la rara enfermedad de
decoloración de la piel por tener problemas del hígado. Mirando a la tropa con
desdén les dijo.
—Buenos hijos de nadie soy
su nuevo sargento y aunque se lo que están pensando por mi apariencia, esta
unidad debe y tiene que ser la mejor. Es por eso que desde ahora haremos unos
cuantos ejercicios.
—Cabo, tome estos hombres y
los que no estén de servicios van a la explanada.
—Como ordene señor.
Para mala suerte solo tres del grupo tenían un siete a
once, el resto se puso en traje de faena y fusil al hombro salieron al patio.
Como si fueran reclutas les recetaron una buena tanda de reforzamiento de
conocimiento. A la nueve de la mañana termino el suplicio de dos horas al cual
fueron sometidos. Sudorosos pero reforzados en su moral y con la mente puesta
en su antiguo sargento se dirigieron a colocar sus armas en el armazón de
fusilería.
Se dirigieron al comedor de alistados y allí le esperaba el
consabido desayuno. Todos lo miraron y como siempre aunque a regañadientes
todos se lo comieron. Al terminar quedaron por ahí a discreción de sus
superiores por si había alguna novedad ya que otros tenían servicios más tarde.
El tiempo pasó y en el país se dieron en lo social y
político grandes cambios, unos amigos del Jefe lo mataron en una negra noche
del día más claro del país, y desde ese momento muchas cosas cambiaron en poco
tiempo. En el ámbito militar las fuerzas se atrincheraban según sus intereses.
Al cumplir con sus cuatros años reglamentarios nuestro
amigo Cheché ve que vivir más cerca de su casa era mejor y pidió su traslado.
Ya nada era igual a como cuando estaba el Jefe al frente de
la nación. Todos eran héroes y muy pocos
villanos. Al salir de la fortaleza que por cuatro años fue su casa se sentía
vacío, sin nada de esperanzas en el alma. Durante ese período lo habían hecho
cabo. Ese día seria para el su último en la ciudad y pensó pasar a despedirse
de su amiga Carmen la cual lo lleno de placeres y deseos. Una pequeña maleta y
un millón de recuerdo lo acompaña en su salida del recinto, camino lento pero
firme según formación militar. Se paró en el punto habitual de contacto para
tomar un aventón.
— ¿A dónde vas mi hijo?
—Voy al Cruce de
Guayacanes. — ¿Me puedes llevar?
— ¿Vas de traslado?
—Usted pregunta demasiado
amigo, vámonos.
—Como usted diga jefe.
Durante el camino, no hablaron de nada. El cabo del
ejército y su acompañante parecían dos ausentes en un desierto de ideas. El tiempo
voló y llegaron a su destino.
—Llegamos amigo.
—Gracias se lo agradezco.
Eran las diez de la mañana y él se quedó frente al puesto
de policía, saludo a los presentes y se enfrascaron en una interesante
conversación.
—Hola cabo, hace un buen
tiempo que no venía por aquí. ¿Vienes de traslado?
—Sí, vengo a ver si cambio
de ambiente, voy a la fortaleza de Mao y quizás al puesto de Laguna Salada.
—Pues te felicito.
Tomo su maleta y empezó a caminar hacia su casa, la
carretera era solitaria y las casas eran muy distantes una de otra. Cuando ya
casi llegaba se encontró con la grata sorpresa de ver a su padre que regresaba
de El Mamey de Puerto Plata. Los dos hombres se saludaron con un fuerte abrazo
y las consabidas palabras de salutación.
Su conversación rondo sobre la familia y la cosecha de maíz
de ese año. Con los minutos, el camino, el canto de las aves y la fresca brisa
llegaron a la pulpería de Genaro. Saludaron como de costumbre a los presentes y
siguieron hacia la casa. Se pararon frente a la casa que estaba construyendo
Cheché para su casamiento con Rosa Elvira.
—Papá, ya esto está
terminado y creo que es tiempo de casarme.
—Bueno mi hijo eso solo lo
sabes tú. Aquí te daremos todo el apoyo y como ya tú me has dicho que estará de
puesto en Mao, mejor que resuelva eso.
—Sí, eso lo resolveré en
unos días, creo que cuando vuelva el cura lo haré.
En eso llegaron a la casa y como siempre el recibimiento
fue parte de alegría en el hogar. El radio ya no sonaba, solo se encendía con
el rosario, el Dictador había muerto y había de llegar la libertad. Un merengue
típico sonaba y don Pedro lo mando a bajar. No se acostumbraba a la bulla del
radio.
Era el medio día y la comida estaba servida, todos se
sentaron a la mesa y se disponían a comer cuando ocurrió lo inevitable. Don
Pedro se desmayó frente a su silla de comer. Se olvidó la comida y se
escucharon los gritos de llanto de las mujeres. Cheché toco el pecho de su
padre y se dio cuenta que había fallecido en el instante.
Con los gritos de las mujeres escuchados a la distancia,
los vecinos más cercanos llegaron corriendo y vieron como el joven levantó en
sus fuertes brazos a su padre y lo llevaba a su aposento para ser limpiado y en
espera de la caja mortuoria.
El primero en llegar fue Genaro y más atrás su mujer, por
igual el nuevo maestro llego corriendo al escuchar los llantos de las mujeres.
— ¿Qué paso?
—Mi papá murió de un ataque
al corazón.
— ¿Pero si hace un buen
rato ustedes pasaron por mi casa y no se veía enfermo?
—Sí, pero la vida nos juega
pasadas.
—Mira Genaro, deseo que me
ayuden en esto. Estas muchachas no podrán con esto y mi mama ya tu ve como
esta.
—En lo que tú digas
muchacho.
En eso llego el alcalde para levantar el acta de defunción
y ver en que ayudaba a la familia. Como siempre en los campos alguien tiene una
caja de muerto guardada y en la casa de don Mamota había una que sirvió para la
ocasión. El muerto fue puesto en la sala de la casa. Con Chencho se mandaron
sendos telegramas a los dos hijos que estaban fuera. Cheché, era fuerte mas no
así las mujeres de la casa que no paraban de llorar.
La gente de la comarca se fue juntando y ya en la tardecita
había un gentío enorme. Como a las siete de la noche llego Jengo. Al ver a su
hermano se abrazaron y sin mediar palabra entraron junto a la casa. Su madre al
verlo cayo en el suelo con grandes gritos y clamando a su marido.
--¡Hay Jengo tu padre! Que
será de mí.
El joven muy conmovido, también abrazaba a su madre y
lloraron por un buen rato. Este agarro a su madre y junto se pararon frente al
ataúd por un buen rato. Ya eran las nueve de la noche, la gente se preparaba
para pasar la noche en el velorio cuando se presentaron a la casa Chencho y
Pedrito el hijo mayor del difunto don Pedro. Este se enteró por el camino de
cómo murió ya que Chencho se lo contó todo.
Fue recibido por su hermano Cheché y ambos conversaron
antes de entrar a la casa pero alguien les dijo a las mujeres que este había
llegado y a esa hora se volvieron a escuchar los gritos de las mujeres.
— ¡Hay Pedrito mi hijo! Se
murió tu padre.
— ¡Hay Pedrito caramba! Que
va a hacer de nosotros y de mí.
—No mamá, papá no se ira de
nuestras memorias y de nuestras vidas. Él supo darnos todos los valores para
ser una familia fuerte.
Llegaron los familiares de Rosa Elvira encabezados por don
Mamota. Todos en conjunto se dirigieron a dar el pésame a la viuda y sus hijos.
De nuevo empezaron los llantos y los lamentos. Una que se había mantenido
encerrada en su habitación era Antonia, a ella se le une su amiga y próxima
cuñada Rosa Elvira. Ambas se consuelan dejando escapar las lágrimas contenidas
por mucho rato.
A eso de la una de la madrugada se brindó un jengibre. Hacía
un poco de frío y como de costumbre había que calentar a los que se habían
quedado para acompañar a los dolientes. El canto de los gallos, afición que
tenía don Pedro por su cría, no era el mismo. Algo en el ambiente no encajaba,
el sol se negaba a salir y las nubes lo empujaban a cuenta gota.
—Pedrito ven acá, déjame
decirte que el cura vendrá ahora en la mañana. Lo fueron a buscar bien
temprano.
—Está bien Cheché. Lo que
tú disponga con relación a los preparativos del entierro será aprobado por
todos.
—Está bien, gracias por
permitir que a papá le demos el mejor de las despedidas. Él se lo merece.
Llego Jengo junto a los dos hermanos y los tres varones de
la casa por primera vez se miraron y sin pensarlo en un abrazo dejaron rodar
las lágrimas que en público no derramaron. El amor a su padre era tal pero al
mismo tiempo sus responsabilidades eran enormes, cosa que les impedía demostrar
sus debilidades ante los demás.
Jengo mirando a sus
hermanos y con un pañuelo en la mano le pregunta a ambos.
— ¿Mamá y las muchachas
irán al cementerio?
—No lo creo prudente, no
deseamos dar el espectáculo que siempre se arma en esto.
— ¿Que tú opinas de esto
Cheché?
—Bueno a mamá no la
dejaremos ir, que ella se quede en la casa. Le diré a la mamá de Rosa Elvira
que se encargue de eso.
—Está bien, qué se haga
así.
En eso llegó don Mamota y se sumó a la conversación que
sostenían los tres jóvenes.
—Miren muchacho, estaba
pensando que su madre no podía ir al cementerio ya que ella se pondría muy
mala. Yo sé cómo eso dos se querían, para ustedes sería un momento muy duro.
—Si don Mamota, ya habíamos
los tres conversado sobre ese asunto y hemos convenido decirle a su esposa que
se quede con mamá y las muchachas en la casa.
—Eso es bien pensar por
parte de ustedes. Respondió don Mamota.
—Miren dispuse esta
madrugada que Chencho y otros hombres mataran el becerro de la vaca loca. Hace
rato que lo hicieron y en la cocina están preparando un sancocho para darle
desayuno a los que han amanecido aquí y los que vendrán temprano en la mañana.
—Bueno pero a mí me hubiera
gustado que lo dejaran para la vela.
—No te preocupes de que por
ahí hay unos marranitos y con eso lo arreglamos. Recuerdas que allá en el
cafetal hay como diez marranos suelto y cogeremos dos de eso para esta ocasión.
—Yo no lo hubiera pensado
como tu Cheché, lo calculaste muy bien. Dice Pedrito.
--En esto casos por lo que
aprendí viendo a los demás, era que alguien toma las riendas y luego da cuentas
de lo que hizo.
Fueron llegando los vecinos del lugar que no habían acudido
a dar el pésame y luego del mismo se trasladaban a la cocina donde les servían
un jarro de café y como todos veían el enorme caldero, muchos que irían al
entierro sabían que lo harían con los estómagos llenos. A las nueve en punto
después que despacharon el sancocho y los víveres salcochados con aguacate,
llegó el cura para hacer una misa al difunto.
—Hola muchachos, siento lo
de su padre. Era un gran amigo mío y por ser el cristiano que era es que estoy
aquí.
—Se lo agradecemos
infinitamente padre. Vamos a la sala que desde temprano todo está preparado
para su llegada.
—Pues vamos que tengo otras
cosas que hacer hoy.
El cura entro a la sala y al ver su presencia, otra vez las
mujeres empezaron a llorar de tal forma que este pensó que era mejor un
responso largo para calmar los ánimos de los y las presentes. Ordeno todo y con
incienso en mano empezó su trabajo.
—Queridos hijos, nos hemos
reunido aquí todos para darle este hasta luego a nuestro hermano Pedro que ha
sido llamado por El Señor a su presencia. Es por eso que todos debemos de saber
que lo más hermoso es este momento ante la gracia del creador. En silencio
todos pongamos nuestra presencia ante nuestro Padre Creador.
El ambiente era solemne, el cura cantaba un cantico en
latín y los presentes aunque no entendía ni una jota de lo dicho asistían
reverentemente a este acto de despedida de uno de los hombres de la comarca.
Todos se arrodillaron en el momento en que el cura crucifijo en mano y con agua
bendita en otra hacia el ultimo rito al difunto.
Cuando todo terminó y el cura dijo ya pueden ir al
cementerio que Pedro esta con el señor, pareció que dijeron griten. Doña María
y sus hijas, los amigos y aquellos que este gran hombre había ayudado dejaron
escapar sus lágrimas unos y el llanto de dolor otros. Doña María dijo en medio
de todo esto.
—Pedrito ven junto a mí y
déjame darle el último beso a tu padre.
Este se había mantenido sereno pero esas palabras hicieron
que el mayor de los hijos de don Pedro irrumpiera en lágrimas y junto a su
madre se paró frente al ataúd agarro a la mujer y esta se inclinó, dándole un
tierno beso de despedida a quien fuera su compañero de tantos años.
—Pedro, recuerdas donde
quieras que estés, que aquí siempre tú serás el dueño de los pensamientos de
todos nosotros. Adiós esposo amado. ¡Hay Dios mío esto sí es grande!
Capitulo
XVI
Entierro
y matrimonio
Después de
este último acto, Cheché ordenó que taparan el ataúd y fue en ese momento
cuando las hijas del difunto hicieron el griterío más grande del velorio. Su
padre se lo llevaban y ellas no se habían despedido de él. Antonia le dice a su
hermano que por favor se lo deje ver por última vez, lo mismo hicieron las
demás. Este sin fuerza para soportar el drama que tiene ante sí, les deja ver
el cadáver de su padre. Las mujeres se abalanzan sobre él y son contenidas por
algunos de los presentes que se la llevan con ataques de nervios a los
aposentos.
Los hombres salieron con el ataúd al hombro, el cementerio
no quedaba muy lejos de las casas de la comarca y en el camino sus tres hijos
mayores no dejaron que nadie los ayudara a ellos en sus esquinas. La restante
los amigos y allegados se fueron sustituyendo para de este modo llegar todos al
cementerio. El hueco estaba cavado, lo hicieron junto a la tumba del tío, del
difunto don Pedro. Fue depositado con cuidado y en ese momento el soldado, el
joven fuerte mirando a todos los presentes dijo lo siguiente.
—En nombre de mi familia
les doy las gracias a todos los que nos han acompañado hasta aquí y que desde
ayer han estado al lado nuestro. Papá fue un hombre de campo, sin educación
pero honrado, amigo de los amigos y compadre de los compadres. Trabajador hasta
su último minuto de su vida. Para mí y mis hermanos el padre que quisimos y
desde hoy reverenciaremos. Deja un gran vacío en todos nosotros. Papá si no me
viste llorar es que me formaste hombre y me dijiste un día que al llegar este
momento, solo te dijera que te perdonara. El que te pide perdón soy yo por
querer ser soldado y no el sembrador que fuiste tú. Perdóname por no ver que te
me ibas de las manos en el último suspiro de tu vida. No dejaremos sola a mamá
ni a mis hermanas. Tú estarás siempre presente en cada acto de nuestras vidas.
Adiós padre mío. Adiós viejo de nuestras almas.
No pudo más, las lágrimas rodaron por primera vez frente a
los ojos del soldado, sus amigos presente se dieron cuenta del hombre que había
ahí, su hermano se abrazó a él y le tiraron el brazo al menor de ellos. A
Jengo, que sollozando escuchaba a su hermano como se escuchan a los dioses
mitológicos. Los tres miraron por última vez a su padre y dieron la orden de
enterrarlo. Cumplieron con el ritual de nuestros campos del puñado de tierra.
Ya después solo fue ver como las azadas tapaban aquel hueco con el cadáver de
su viejo. Cuando todo termino, le colocaron una cruz hecha por don Silo el
carpintero. La comitiva entonces se dirigió a la casa del difunto para despedir
a los que tan de forma generosa asistieron al acto del sepelio. Al llegar y
entrar a la casa las mujeres se abrazaron a los hombres de la familia y
lloraron con dolor en el alma a quien ya jamás verían.
Afuera la gente se refrescaba del calor con un jugo de
naranjas agria que las mujeres habían hecho. Como en las familias del campo
siempre había la forma de guardar luto por alguien, las mujeres tenían blusas
blancas y faldas negras que era suficiente en lo que la costurera les hacia el
riguroso vestido negro. Doña María mirando a sus tres hijos le dice a los tres.
— ¿Díganme que va a ser de
mi de ahora en adelante?
—Mamá, a usted no le
faltara nada. Yo voy a dejar el uniforme y vendré a seguir lo que papá
consiguió con su trabajo, recuerde que usted es la dueña de la mitad de todo
esto.
—Pero mi hijo ¿tú vas a
dejar tus sueños, así por así?
—Mis sueños en este momento
es usted para todos nosotros.
Pedrito no había dicho nada y dijo a todos.
—Mamá, yo vengo para acá a
vivir con usted. La capital no tiene nada que me haga quedarme allá.
—Yo seguiré estudiando, me
estoy por graduar y como aquí hace falta otro maestro pediré que me manden para
acá.
—Ve viejita linda que en
medio de esta desgracia podemos tener fuerza para salir adelante.
Doña María abrazando a sus
hijos con lágrimas en los ojos de ella y de sus hijos por igual les dice.
—Dios, tú en medio de mi
dolor te doy gracias ya que al perder a mi Pedro, me das el consuelo de mis
hijos e hijas. Gracias Dios mío.
En ese momento todos amarraron sus recuerdos en la memoria
del hombre, el que era bueno, el que era padre, amigo, esposo y buen vecino.
Para ellos don Pedro lo era todo.
Como en el campo los rezos empezaban el mismo día del
entierro se dispuso todo para que a las tres de la tarde empezaran los mismos.
Un rezador del poblado, profesional de esos menesteres se encargó de eso y
preparo todo para que a las tres de las tarde en punto empezar con sus letanías
y oraciones. Las mismas se harían un tercio en la mañana y otro en la tarde.
Así día por día se cumplió el ritual a punto. Al llegar el día octavo había que
preparar todo para el último día del novenario.
—Cheché dime qué hiciste
con lo planificado.
—Mamá, ya tenemos la yuca y
los plátanos. Vamos a brindar yuca hervida y plátanos medio tiernos para que la
gente no se sienta tan disgustada.
—Está bien pero ¿el lechón
ya lo trajeron de la loma?
—Si esta madrugada Chencho
lo trajo y ya está preparado, picado y listo en el caldero. No se preocupe por
todo eso usted esté lista para los rezos. Nosotros nos arreglamos en eso.
—Jengo dime sobre agua y
esos menesteres.
—Encargue al primo Domingo
y todo está lleno y donde Genaro me prestaron tres tinajas para la reserva. Las
puse en la enramada con unos cuantos higüeros para beber.
—Mira ahí vienen una recua
de militares.
—Si son los de la fortaleza
que vienen al último rezo. Déjame recibirlos a todos.
La comitiva estaba formada por cinco soldados un sargento y
un teniente. Al llegar saludaron a los presentes y al ver al cabo Cheché se saludaron
de forma marcial. Todos le saludaron con cariño. El oficial le habla muy
despacito en el oído y con un gesto Cheché le hace una seña. El grupo se dirige
hacia la casa. El teniente era joven y guapo al entrar en la casa todos le
miraron. Se dirigieron hacia donde estaba doña María y le dice.
—Señora, permítame en
nombre mío y del ejército nacional darle nuestro más sentidas condolencias por
la pérdida de su esposo. Su hijo es de nuestra familia y usted es parte de
ella.
—Gracias señor por su gesto
y el de los señores que le acompañan. Dígales a sus jefes que nos sentimos
honrados por esta cortesía.
Con un gesto de caballero el teniente se puso firme y todos
los militares hicieron lo mismo. A cada miembro de la familia el teniente y sus
acompañantes le dieron el pésame. Al salir de la casa el oficial llama a Cheché
y le dice.
—Cabo, me podría decir
¿cómo se llama su hermana que tiene el lunar en la ceja?
—Comandante es mi hermana
Antonia.
— ¿Tiene novio?
—Bueno se lo tendrás que
preguntar usted mi comandante. En mi familia esas cosas las decidimos de forma
individual. Y esa muchacha es la joya de la casa.
—Veo que tendré que hablar
entonces con ella. Ya que usted no me desea ayudar cabo.
—Comandante en asunto de
mujeres y amoríos, yo nunca me he metido. Me entiende, mi comandante.
—Si eso veo.
—Venga que mi novia nos
hace seña para desayunar algo que tenemos para las visitas hoy.
Al ver a Rosa Elvira, el teniente no dejo de admirar la
belleza de la joven que le había llamado. Llegaron a la enramada y en platos
malteados todos recibieron un suculento desayuno. Cheché que no había
desayunado los acompaño en el mismo.
—Dime algo ¿qué piensas
hacer?
—Bueno mi comandante ya
llevo cuatro años y me puedo en listar o darme de baja del ejército. Aquí hay
mucho trabajo por hacer y mis hermanos y yo vamos a continuar con el trabajo de
papá.
—No dejes la guardia, tú
eres de los mejores que tenemos y nos gustaría que siguiera en la misma.
—Comandante, mire: no es
fácil estar en un batallón y responsabilidades en el campo. Aquí hay mucho
trabajo en el cafetal y los sembradíos.
—Pasado mañana iré y
entregare todas mis pertenencias y regresare para casarme y emprender las
labores de mi padre.
—Bueno, piensa bien y
cuando llegues pasado mañana hablamos de eso.
Los demás miembros de la comitiva se regaron por el patio y
entre oraciones y oraciones conversaban con los parroquianos que llegaron para
el último rezo.
A eso de las tres llego el cura que como siempre fue porque
el difunto era su amigo y por el diezmo que le daban. La misa y responsorio fue
como se lo merecía don Pedro. El párroco no escatimo cánticos que sublimizaron
a los presentes. Al finalizar quitaron el altar y las mujeres lloraron a su ser
querido. Todos incluyendo a doña María se dirigieron al cementerio, donde
depositaron las flores y la corona de flores silvestre. También allí las
mujeres lloraron y se dijeron palabras en recuerdo de don Pedro.
De regreso a la casa el teniente se le acerco a Antonia y
de forma muy sutil le saluda y le va preguntando de su familia y de cómo era su
padre. Ella le fue explicando en detalle la gran persona que él fue. Al llegar
a la casa todos se despidieron por igual los militares pero antes de marchar el
teniente le dice a Antonia.
—Antonia, deseo que usted
me permita que yo la visite aquí en su casa. ¿Puedo venir con su
consentimiento?
—Bueno, mire. Si le digo
que no usted vendrá ya que es militar y si le digo que si también vendrá. Pero
sabes por ahora, no pienso en nada, ya que la muerte de papá ocupa mi mente.
—No se preocupe que no se
arrepentirá de eso.
—Si usted lo dice
comandante.
—No, para usted seré Julio.
Solo eso Julio.
—Nos vemos pronto.
Al final del día y a prima noche solo quedaron los
allegados y la familia. Todos se dirigieron a la gran enramada de la casa. Las
jóvenes, doña María, los muchachos, algunos vecinos y por supuesto don Mamota y
su familia. También estaban Chencho y aquellos que eran peones habituales del
don Pedro. Después de un rato de conversación todos se marcharon a sus casas.
Cheché llama a Chencho y le dice.
—Mira Chencho, mañana
quiero que vengas temprano y me ayudes con los animales como si papá estuviera
aquí.
—No te preocupes de que
hasta que tú no vengas yo hago las cosas.
—Que no se hable más y que
así sea.
—Gracias, mañana Pedrito estará
aquí y te ayudara. Por igual Jengo se tiene que ir ya que no puede faltar a
clase por más tiempo.
—No te preocupes ya te lo
dije, yo me encargo de todo y luego nos arreglamos.
En eso llego el primo Domingo y se unió al grupo de la
familia. Nadie tenía sueño esa noche, solo había recuerdos de don Pedro que
llegaban al pensamiento de cada uno. Doña María se fue a su aposento llorosa.
No sabía cómo encajar el saber que desde hace algunas noches, no tendría a su
lado al compañero de tantos años de amores, desvaríos y sufrimientos. Pero por
igual el hombre que la colmo de hijos que con el tiempo aprendieron a disfrutar
de sus grandezas. En la cama y junto a su almohada las lágrimas corrían en
solitario. Con un sollozo solo de ella.
Afuera los muchachos que ya no eran muchachos conversaban
sobre el porvenir de la familia. Los tres barones se miraron y de común acuerdo
decidieron dejar todo como su padre lo tenía. Ellos se encargarían de la
producción del cafetal y de los sembradíos que su padre tenía y que como
siempre daban los buenos resultados al final de las diferentes cosechas que se
hacían. Pedrito mirando a sus hermanos les dice.
—Ustedes saben que tome la
decisión de regresar a la casa y seguir con las tareas de papá. Pero tengo que
ir a la capital por unos días. Tú Jengo, te vas mañana y aquí solo quedara tu
Cheché.
—Creía que tú te quedarías
unos días más. Dice Cheché.
—No, me iré tan pronto
Cheché defina su situación en el ejército. Si es que sigue o sale del mismo.
—Bueno, mañana cuando
llegue a la comandancia sabré bien lo que haré.
—Está bien, como tú digas.
—Jengo dime algo ¿Tú te vas
mañana?
—Sí, me marcho mañana ya
que he perdido muchas clases y tengo que reponer pero cuando termine en seis
meses vengo a trabajar aquí.
—Eso está bien. Creo que si
todos nos ponemos de acuerdo saldremos adelante. Nunca pensamos que papá se nos
iría de esa manera. Dice Cheché.
Las hijas del difunto don Pedro se habían aislado de todo.
La muerte de su padre fue para ellas un golpe muy duro que todavía no habían asimilado
ningunas. Antonia la mayor era quizás la única que poco a poco se había
repuesto. Ella al igual que su madre y junto a sus hermanas se fue a la cama
temprano. Todas lloraban en silencio la muerte de su padre en ese último día y
donde solo ya quedaban los recuerdos de toda una vida. Afuera, los hermanos, el
primo y el amigo eterno Chencho seguían en la enramada conversando sobre las
anécdotas del viejo y su forma de vida.
Eran las cinco en punto y los gallos de la enramada
iniciaron sus cantos, por igual los dos que estaban dentro del área de dormir
de los jóvenes. Esos estaban ahí porque en ese lugar solo dormía el primo
Domingo y a él solo lo despertaban las chinches del colchón.
Como movidos por un resorte todos se habían tirado de la
cama. Al salir afuera las lágrimas asomaron a los ojos de doña María, pero se
repuso al instante y sacando fuerzas entro a la cocina. Preparo todo para
encender el fogón, preparar el café y el desayuno. Eso era una mecánica bien
aprendida de años y ese día no era diferente en su mente solo que, su esposo no
estaba. Pero su mente estaba trabajando como si todo fuera normal. Al servirles
el café a los muchachos puso el jarro de don Pedro y le sirvió el café y es en
ese instante es que se da cuenta real sobre lo que estaba haciendo. Sus
lágrimas rodaron por sus mejillas y Antonia le ayudo a terminar el desayuno ya
que dos de sus vástagos tenían que salir bien temprano. En eso llego Chencho y
dice.
—Anoche parieron dos de las
vacas, son dos becerras. Ya las decalostre y las puse a mamar.
—Qué bien dice Pedrito. A
papá le hubiese dado gran satisfacción eso.
—Sí, el esperaba por lo
menos una hembra para aumentar la cría. Y ya tú ves, salieron dos.
—Chencho, este café es para
ti.
—Gracias doña María, en
verdad la mañana está bien húmeda.
Las mujeres prepararon el desayuno, lo pusieron en la mesa
y en silencio los jóvenes se sentaron en la misma. Nadie dijo nada, solo se
sentaron y tomaron un poco de leche con plátano y huevos fritos. Ya en el hogar
las cosas serían igual. Ellos sabían que su padre tenía un peso específico en
la familia y era difícil sustituirlo. Se despidieron de su madre ambos y con un
apretón de mano Jengo y Pedrito se dijeron adiós. Cheché la abrazo y le dijo
que en dos días estaba de regreso. Miro a su hermano y le dijo.
—No te preocupes con
Chencho aquí tú no tendrás problemas. Yo no tardare en regresar y me uniré a
ustedes. Papá se merece eso y más.
Se abrazaron y con la frase nos vemos en dos días se alejó
de la casa. Con ellos iba Chencho ya que tenía que traer los animales de
regreso. En la cocina se quedaron mirándolo como se perdían en la distancia,
doña María, Antonia y Pedrito. El resto de los jovencitos no se habían
levantado a pesar del canto de los gallos.
—Antonia, me ayudas. Así se
dirigía Pedrito a su hermana para hacerla salir de la cocina. Vamos a tirarles
maíz a los gallos.
—Sí, te acompaño, déjame
buscar el maíz que papá tenia para ellos.
Con lágrimas en las mejillas la joven busco una higuera y
la lleno de maíz. Se dirigieron hacia la enramada que estaba detrás de la
cocina y dieron de comer a las aves. Al regresar vieron a su madre sentada
mirando hacia el camino. Como si tratara de buscar a alguien con la mirada. En
ese instante salieron los demás jóvenes de la casa. Todos higueras en mano se
lavaron las caras unos y otras se fueron a la letrina a su acostumbrado baño
intimo como le llamaban.
Al llegar al punto de separación, tanto Cheché como Jengo
se abrazaron fuertemente. El joven militar fue saludado por el policía de
servicio en el cuartel y le dio el pésame al joven. En la espera sostuvieron
una pequeña conversación sobre sus vidas.
—Cheché ¿Que en realidad tú
piensas hacer?
—Yo voy a presentar mi
renuncia y esperare la baja del ejército. Eso durara unos dos o tres días. Creo
que no más.
—Pero sabes muy bien que
quizás te pongan algún impedimento.
—No muchacho, eso no es
como tú piensas.
—Mira ahí viene tu
transporte. Vete tranquilo.
—Adiós, cuídate y cuida a
mama.
—Sí, lo haremos.
La ropa de militar le asentaba de maravilla, las medallas
seguían en su pecho y le hacía ver más gallardo. Después que su hermano se fue
llego el vehículo del correo y se subió al mismo. La brisa soplaba suave aquel
día y se sentía un aroma de café y humedad en el ambiente. Llego a la fortaleza
en Mao y de inmediato se presentó ante el oficial del día. Le entrego sus
papeles y le comunico que tenía intenciones de pedir la baja del ejército. Se
iría a cuidar la finca dejada por su padre. Este le mira y le dice.
—Veo que nadie te puede
hacer entrar en razones.
—Comandante, no es cuestión
de razones. Mi madre necesita de mí y mis hermanos. Por igual los demás.
—Sabes que tienes que ver
al ejecutivo y después al general.
—Si lo sé mi comandante.
—Está bien, vete a ver qué
desayunas por ahí en lo que resolvemos esto.
El cabo del ejército se fue al comedor de los alistados y
entro al mismo. Miro a su alrededor y miro los trozos de plátanos duros y la
berenjena de compaña, dio media vuelta y salió al patio. Fue al barracón
asignado y empezó a recoger sus pertenencias, en eso entro su sargento y le
dice.
—Cabo, preséntese ante mí.
—A la orden señor,
respondió este.
Caminando firme se dirigió ante el sargento y cuadrándose
firme le responde.
—El cabo Ulloa presente mi
sargento.
—Descanse.
—Me acaban de decir que usted
ha pedido su baja de las filas del ejército.
—Sí, eso es verdad mi
sargento. La muerte de mi padre me hace dejar las filas de esta institución a
la que amo con todas mis fuerzas.
—Pero si es como usted
dices, no entiendo su marcha del mismo.
—Mi comandante es cuestión
de familia. Solo eso.
—Bueno mire, creo que el
teniente hablo con el coronel y a usted no lo dejaran ir.
—Comandante, esta
institución no retiene a nadie, eso he aprendido.
—Como tú digas, si te
quieres ir iré donde el capitán y le diré que es firme tu decisión.
—Gracias sargento por su
gesto.
A las once de la mañana fue llamado el cabo Cheché al
despacho del ejecutivo y se le entrego el documento que oficialmente le daba de
baja.
—Mire cabo, esto es
efectivo a partir de las cuatro de la tarde. Márchese con sus pertenencias y el
uniforme puesto. Usted ha honrado el mismo.
—Gracias mi comandante,
respondió muy emocionado este.
Era el medio día cuando por última vez miro dando media
vuelta y con el morral al hombro salió a la entrada de la fortaleza maeña.
Camino lento por la calle, sabía bien ya cuál sería su
destino y el compromiso que asumía desde ese momento. Trabajar las tierras de
su padre era su meta y la de sus hermanos. Al igual que en la mañana tuvo la
suerte de que alguien pasara en un camión, subió al mismo y se encamino hacia
el Cruce de Guayacanes, llego al mismo y como había dejado el animal en el
cuartel saludo a los presentes, lo ensillo y salió con él de las bridas al
camino. Se dirigió al sargento del destacamento y le dijo.
—Gracias comandante, hoy es
mi último día con este uniforme, me voy a casa.
—No, tú lo hiciste bien y
eso tiene el premio del respeto.
—Gracias. Nos seguiremos
viendo pero ya de civil desde mañana.
—Pues, que sea como tú
dice.
Monto en el caballo y con los tacos de las botas espoleo al
animal. Con el trote firme tomo el camino hacia su destino. El cafetal, las
guineas, el conuco y su novia Rosa Elvira.
Llego a la casa montado en el caballo de su padre, sudoroso
el animal lo amarro debajo de los Flamboyanes y Jobos. Se desmontó lentamente,
agarro el morral militar y con él al hombro se dirigió a la casa de la familia
que ya le esperaba en la puerta de la casa. Su madre con lágrimas en los ojos
le espero como si hacía años que no le viese. Solo eran horas pero ya su hijo
no sería más un militar y se dedicaría a atender las cosas que su difunto
esposo había dejado.
— ¡Dios es grande! Exclamo
la vieja.
—No pensé que viniera tan
rápido, pensé que lo haría en dos o tres días.
—Hola viejita, buenas
muchachas. Todo me salió el mismo día y como ya ven estoy aquí.
—Gracias a Dios mi hijo que
te tendremos aquí junto a nosotras.
—Bueno ¿cómo la pasaron?
—Mi hijo, tú sabes bien lo
difícil que es acostumbrarse a la ausencia de tu papá. Tanto para mí como para
estas muchachas.
Era ya el caer de la tarde y estaban en la enramada, por el
camino que seguía siendo polvoriento y solitario se vieron enfilar por el dos
monturas con sus jinetes en grupa. Lentamente se fueron acercando a la casa.
Doña María se levanta y pone su mano en la frente para tratar de ver bien
quienes eran los visitantes. Al ver a su prima y a Rosa Elvira su hija llegando
se sintió aliviada, era casi la hora del rosario. Los velones estaban
encendidos en la casa y del conuco regresaban Pedrito y Chencho. A eso también
se sumó Genaro que por el camino de la loma venia hacia su casa.
Todos se reunieron en la enramada. El saludo era colectivo,
nadie dijo nada pero todos sabían por que se habían reunido en esa primera
tarde después del entierro.
Doña María les dijo a todos los presentes que la
acompañaran a la sala de la casa y rezaran junto a la familia presente el
rosario que se haría a esa hora durante el primer mes de la muerte de don
Pedro. Todos asintieron y arrastrando sillas y taburetes todos se fueron a la
casa. En eso Cheché toma por el brazo a su novia y le dice al oído.
—Cuando termine el rosario
vamos a conversar.
—Está bien, dice ella.
En la cocina Antonia había preparado un jengibre para los
que le estaban acompañando en los rezos que todas las tardes se harían durante
el primer mes del fallecimiento de don Pedro. Al finalizar los mismos todos
salieron a la enramada otra vez y con una bandeja en mano Antonia salió al
encuentro de los presentes. Con gusto todos tomaron sus jarros y saborearon el
aromático brebaje. Genaro se dirigió a doña María y le dice.
—Mañana vendrán las mujeres
de la casa a hacerles compañía en los tercios que ustedes estén haciendo.
—Gracia muchacho, pero como
siempre, les agradecemos su gesto y si no pueden venir no te preocupes. Aquí
nos las arreglamos.
—Queden todos bien. Con
estas palabras Genaro se despidió de todos.
Disimuladamente Cheché y la
muchacha se apartaron del grupo y este le dice a la joven.
—Mira, ve preparando tus
cosas que ya esto está decidido. En una semana nos casamos.
—Pero, yo tengo que hacer
algunas cosas antes de que nos mudemos.
— ¿Tú fuiste comparando las
cosas que me dijiste?
—Claro, tengo todo guardado
en casa.
—Pues ya lo sabes, ponte
como gallina en busca de nido. Te llevo el sábado para la casita.
—Solo nos falta la cama y
me la traen el jueves.
Ella lo mira y se ríe de lo que el joven le dice.
—Que sea el viernes en la
noche. Así tenemos todo el fin de semana.
—Déjame hablar con Antonia
para que me ayude en la limpieza de la casa junto a Carmencita.
—Andrea es muy boca floja y
se le puede escapar nuestro matrimonio. Ni siquiera mamá lo sabrá.
Una nueva sonrisa salió del labio de la joven que veía la
espera de cuatro años hacerse realidad. Sería la esposa del joven más codiciado
de la comarca y la mujer más dichosa según ella.
Todos se habían marchado y ya solo quedaba la familia.
Pedrito le dijo a su hermano y a Chencho que se fueran a dar el baño a la
laguna. El primo Domingo venia del río con un cargamento de agua. Al llegar le
preguntaron si quería ir a la laguna.
—No, en el río me di buen
baño y no quiero más agua por el día de hoy. Pero les acompaño para no quedarme
solo aquí.
Todos rieron de la ocurrencia del joven. Cheché recordando
sus mejores tiempo fue a la enramada y tomo su famoso palo de matar guineas y
salieron hacia la laguna.
—Pedrito creo que debemos
de ir pensando en hacer un pozo en la casa como lo tienen otras familias aquí.
—Bueno, cuando vengas de la
capital lo vamos a hacer. Pienso que sería de gran utilidad.
— ¿Cuándo piensas irte?
—Le dije a mamá que el
viernes me voy en la mañana.
—Pues que Chencho te lleve
ese día. Yo tengo algunas cosas que hacer.
—Está bien. No se hable más
de eso.
Los cuatro jóvenes siguieron su camino y en la pequeña loma
antes de bajar a la laguna a eso de las seis de la tarde, escucharon el canto
de unas guineas. De inmediato Cheché hizo un gesto de silencio. Los hombres
agudizaron sus oídos y lentamente se fueron moviendo. Él les hace señas para
que detengan la marcha y avanza muy despacito llega al punto donde las hiervas
de guineas tienen un tamaño mediano y agudiza los oídos. El silencio era roto
por la brisa del lugar. Un carpintero suena en una palmera cercana y una
tórtola canta llamando a su pareja. Sale por el aire el garrote y se estrella
contra un bulto en la yerba baja. Se levanta presuroso y ve que su tiro ha sido
efectivo. Dos aves se ven revolcándose por el golpe en el suelo, los otros tres
llegan rápido y Chencho las agarra. Domingo busca por los alrededores y ve un
nido con huevos, les dice a los jóvenes.
—Creo que matamos a unas
que estaban echadas aquí. Creo que nadie sabía de este nido.
— ¿Qué haremos con los
huevos? Dice Antonio.
—Domingo regresa por un
macuto y vamos a llevarlo para colocarlos junto a las que se están echando para
sacar.
—Sí, iré inmediatamente y
me llevo las guineas para que la preparen.
Siguieron su camino haciendo bromas sobre el tiro con el
palo y otros cuentos de esos de campo que saben los jóvenes. El baño fue coro y
al regreso ya Domingo estaba preparando los huevos con sumo cuidado en el
macuto.
— ¿Cuantos hay?
—Llevo veinte, y hay unos
cuantos más.
—Entonces aquí ponían más
de esas dos que mate hace un rato.
—Tía dice que no debiste de
matar esas guineas hoy.
—Yo no sabía que estaban
echadas, ella me entenderá.
Al regreso a la casa ya Carmencita y Andrea habían pelado y
preparado las dos guineas. Como estaban en proceso de sacar polluelos de
guineas ellas le dicen a los cuatros.
—Busquen naranja agria para
la carne, así le matamos cualquier mal sabor que tengan.
—Yo iré, dice Chencho.
Pedrito estaba chequeando las pilas del radio de la casa ya
que no debía de descuidarse su mantenimiento. La misma eras seca y su tamaño
implicaba una revisión periódica. Su madre lo ve haciendo el trabajo y le dice.
—No te preocupes por eso,
aquí por un buen tiempo no se escuchara esa cosa.
—No mamá, la muerte de papá
no es para que nosotros nos metamos todos a un aislamiento. Él fue una persona
que disfruto de su familia y de la vida como nadie. No podemos estar aislados,
el mundo ya no es igual.
—Bueno, yo nunca le pondré
la mano.
—No se preocupe que solo
será para escuchar las noticias.
Era martes y en esos días todos estaban atareados en sus
quehaceres. Cheché estaba preparando su casamiento y por las noches visitaba a
su novia. Pedrito trataba de que su madre entendiera que tenía
responsabilidades en la capital y debía de regresar para poder terminar su
trabajo y recoger sus cosas. Todas las tardes se hacía el rezo como se había
acordado a don Pedro. El jueves por la tardecita y cuando ya había terminado el
rezo tres jinetes entran por la empalizada del camino a la casa. Llegan y
saludan a todos los presentes.
—Buenas noches todos los
presentes.
—Esas mismas para usted
comandante.
—Hola teniente, que
sorpresa.
— ¿Cómo le va? Desmóntese y
siéntese.
—Gracias cabo.
—Soy un civil como todos
los de aquí, señor.
—Si tú lo dices.
Los tres hombres se desmontaron de sus animales, Chencho
los tomo de las bridas y lo condujo al lugar de amarre. Entraron y se sentaron
en la enramada. Fueron saludados por Pedrito que llegó en ese momento y también
por el primo Domingo. Doña María como siempre muy atenta les dice.
—Miren vamos a cenar les
invito a que lo hagan con nosotros.
—Como usted ordene mi
señora. Dice el teniente.
—Cabo, las cosa como van
por aquí.
—Muy bien comandante. Como
siempre mi padre era un hombre muy cuidadoso y tenía todo bien organizado. Lo
único que tenemos que hacer es seguir sus pasos.
—Eso es bueno y como usted
sabe de disciplina, todo irá en regla.
—Esa aquí no se aplica ya
que la familia no es un cuartel, comandante.
—Teniente, yo sé porque
usted está aquí. Así que le aconsejo una cosa. —Venga vestido de civil y en fin
de semana. Quizás tenga algún chance.
—Tú aprendiste mejor la
estrategia.
—No, lo que pasa es que a
mi hermana el uniforme no la pone de saltitos. Usted me entiende.
—Ya te comprendo.
—Te traigo buenas noticias
si las aceptas.
— ¿Cuáles son esas?
—Queremos un alcalde más
joven en esta zona y tu ere ideal para eso.
—No, gracias pero yo no
quiero nada de eso. Tendré suficiente trabajo con lo de mi padre y las
responsabilidades de la familia.
—Bueno, te quitare un peso
de encima pronto.
—Ya veo que usted de
mujeres sabe poco. Y ella no es un peso comandante.
—Perdón, no quise decir
exactamente eso.
Las mujeres vinieron con los platos y sirvieron a todos por
igual. Un chocolate con leche apareció de la mano de Andrea y uno de los
jóvenes se quedó mirándola y no dijo nada. Él ya sabía que podía regresar pero
sin su teniente. Las miradas entre ellos ya se habían cruzado en los minutos
que tenían en esa familia. Todo transcurrió con normalidad y a eso de las ocho
los invitados se marcharon.
Por igual los demás se dispusieron a ir a sus camas, en el
campo nadie estaba a esas horas levantado si todos sabían que tenían trabajo al
otro día.
—Pedrito ven aquí, dice su
madre.
—Como mañana te vas
temprano mira ese dinerito para el viaje y si tienes que pagar algo allá hazlo.
—Mamá, no se preocupes por
eso. Tengo como hacer mis cosas. Pues si no los gasta cómprame unas sábanas
bien bonitas para regalárselas a tu hermano.
—Está bien, lo haré. Y
dándole un beso en la frente salió a la enramada.
Las mujeres estaban en la casa, ya en el día en la mañana
le habían llevado a Cheché la cama nueva y la habían dejado en la casita nueva
que se había construido al inicio de la entrada del camino familiar.
Los jóvenes se quedaron un poco más levantados y
conversando de sus cosas. Ya la idea de la ausencia de su padre era algo real y
se estaban rápidamente acostumbrándose a ello. Chencho mirando a los jóvenes le
dice algo que parecía muy lógico.
—Si ustedes no van a seguir
con la crianza de gallos les sugiero que vendan la traba. Les pagaran muy bien
por ellos.
—Chencho tú sabes quién
compraría esos gallos.
—Si regamos la voz en unos
días tendríamos a unos cuantos compradores. Solo nos quedaríamos con las
gallinas y de esa forma mantendríamos la venta anual.
—Pues vamos a seguir
conversando de ello cuando Pedrito regrese pero, les puede decir a la gente que
vamos a quitar la traba.
—Solo tenemos que decirlo
una vez.
— ¿Una vez y dónde?
—Donde Genaro y ya verán.
Se rieron por la certeza de Chencho. El primo Domingo le
dijo que se iba a su catre y los demás también hicieron lo propio.
Ese reloj no fallaba a las cinco en punto los gallos
empezaron su cantaleta y los hombres despertaron. Esperarían el segundo canto
que de forma mecánica sonaría a las cinco y media. Los dos gallos que siempre
estaban en el cuarto eran puntuales, nunca fallaban.
—Vamos que el mundo empieza
hoy para todos, dijo Cheché.
Se levantaron y como siempre los hombres estaban en la
parte posterior de la cocina lavándose las caras. Al mismo tiempo las mujeres
en la casa hacían lo suyo. Chencho fue al corral ordeño las vacas, el primo
Domingo busco los dos caballos y los preparo para el viaje de Pedrito y el
hacia la carretera. Lo del desayuno fue rápido y su madre lo sabía hacer muy
bien. A las seis y media ya estaba encima del animal despidiéndose de todos. La
vieja con las lágrimas en las mejillas le decía adiós. Sus hermanas por igual.
El no dijo nada, solo movió las riendas del animal y emprendió el camino junto
a su primo.
El día pintaba de amarillo tenues y las cosas estaban
saliendo a pedir de boca para el joven. Su hermana Antonia había ido al río a buscar
el agua que sustituiría la que hace unos días le habían echado a la nueva
tinaja. Ella era la alcahueta de ese matrimonio y era muy celosa con su hermano
para que no escatimara nada. La batea la había hecho Chencho hace ya un buen
tiempo. Todo era a pedir de boca. Su madre no se percató de nada, ella siempre
estaba pensando en su Pedro. Las demás hermanas veían todo pero para ellas eso
de matrimoniarse era cosa muy lejos.
En la casa de Rosa Elvira, aparentemente todo era normal,
ella había arreglado la maleta con todo lo de ella y lo que tenía guardado para
su matrimonio. Lo puso muy bien debajo de su cama y como gallina de primera
postura, andaba todo el día por la casa haciendo cosas. Su madre al verla le
pregunta.
— ¿Qué te pasa Rosa Elvira?
—Nada mamá, es que la
visita de esos militares a Cheché no me gusta.
—No te preocupes. Tú ya
sabes que un día de estos él vendrá y te propondrá matrimonio.
—Pues mire si no lo hace
pronto, me voy con el primero que me diga.
— ¡Rosa Elvira! No diga eso
ni de juego.
—Mamá, usted sabe muy bien
que yo desde que tengo catorce años solo tengo ojos para él.
Las dos mujeres rieron de buenas ganas. Siguieron en sus
quehaceres y cosas que una casa demanda en el resto del día.
Llego la tarde los que
conocían el plan tenían que callar ya que ellos eran parte del todo. El joven
cenó como siempre y junto a su primo Domingo y Chencho sostuvieron su
acostumbrada conversación en la enramada. Los demás estaban presentes y el tema
era la recogida del café que ya casi era la temporada.
La silla de montar la puso a tiro de mano y a eso de las
ocho escucho las risas que a los lejos levantaban en la pulpería de Genaro los
hombres que a esa hora todavía quedaban.
Lentamente ensillo el caballo. El animal no se movió, sabía
que era parte importante de un acontecimiento que no se daba todos los días.
Tranquilo enfilo por el camino en busca de la hembra de su amo. Pasaron frente
a la pulpería que estaba cerrada. Siguieron todo el camino y al bajar la lomita
vieron encima de la tranca mayor a la mujer esperándolos.
—Tardaste mucho.
—Es que donde Genaro la
gente no se iba.
—Bueno mi amor, esto ya
está hecho, tú decides.
—Monta que yo llevo la
maleta.
Subió la joven como toda una experta en las ancas del
animal y dando media vuelta enfilo de regreso hacia el camino de su nueva casa.
A la mañana siguiente Mamota mira a su mujer y le dice.
— ¿Dónde está Rosa Elvira
que no la veo?
—Bueno, yo la busque por
todas partes y tampoco la vi.
—Creo que ella se fue
anoche con Cheché.
—Menuda cosa han hecho esos
dos. Pero desde ahora ya son hace rato marido y mujer.
—Creo que si hombre de
Dios. Se parecen a alguien que conozco muy bien.
En la casa de Cheché pasaba lo mismo, ellos comentaban que
no habían visto levantarse al joven y el caballo se veía a los lejos amarrado
cerca de la nueva casa. Levantando la vista al cielo doña María exclama.
—Dios tú eres bendito y
bendices a tus hijos. Bendice a estos dos hoy y para siempre.
—Mamá un día de estos
también yo me casare dice Antonia.
—La vieja mirándola fijamente
exclama
—Lo que falta es que me
dejen todos sola a mí ahora.
Era de mañana, pero una gran carcajada se escuchó en todos
los alrededores de la casa. Todos reían contagiados por la felicidad del joven
que la noche anterior le había aplicado las mismas caricias aprendidas en el
tugurio de Carmen a su joven mujer.
FIN
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