Rafael Chavez
CHECHÉ
CHECHÉ
Rafael Ghavez
ISBN:
2014
Editorial SANTUARIO
Av. Pedro Henríquez Ureña No. 134,
La Esperilla, Santo Domingo, Rep. Dom.
E-mail: editorialsantuario@gmail.com
http://editorialsantuario.blogspot.com
Tels.: 809 412-2447; 809 637-1918
Diagramación y diseño de portada:
Amado Santana (amado_alexiss@yahoo.com)
(809) 477-5602
Impreso en República Dominicana
Printed in The Dominican Republic
Índice
Capítulo
I. Buenos días ................................................ 15
Capítulo II. Cosas de
gallos y de hombres ………........ 23
Capítulo III. La recua de
la cosecha .............................. 33
Capítulo IV. La canasta, la
guinea y el sancocho…….. 45
Capítulo V. La burra de la
casa.................................... 59
Capítulo VI. Una semana
............................................ 69
Capítulo VII. El domingo de
Cheché ............................ 85
Capítulo VIII. El máuser
.......................................... 103
Capítulo IX. La práctica de
tiros ................................ 113
Capítulo X. La graduación
......................................... 127
Capítulo XI. El graduado
........................................... 143
Capítulo XII. Desgranando
maíz ................................ 163
Capítulo XIII. Mujer y
Virgen ................................... 179
Capítulo XIV. La llegada
.......................................... 195
Capítulo XV De regreso al
burdel de Carmen…..……227
Capítulo XVI. Entierro y matrimonio
........................ 241
A mis hijos Enrique V. Chavez y Michael
Chavez. Quienes son mis desvelos en mi vida.
Al Coronel retirado FAD José María Gil Ulloa,
por sus años de servicios a
la nación.
Algunos libros son probados, otros devorados,
poquísimos masticados y digeridos.
Sir
Francis Bacon
(1561-1626)
Filósofo y estadista británico
CHECHÉ
Cómo dice
la vieja canción folclórica en relación con el hombre del campo: “EN EL ARADO
DEJO LA SAL QUE ABONA LA TIERRA JUNTO A MI SUDOR”. El campesino dominicano
siempre ha tenido y tiene la esperanza de vivir una vida mejor. Ya sea esto en
democracia o en dictaduras amparadas en el dilema de hacer las cosas dizque por
el bien común.
Así vivía el campesino
dominicano en la última de las dictaduras más férreas que ha tenido los que
desempolvamos el ombligo en esta media isla al primer tercio del siglo XX.
El cantar de los gallos en
las madrugadas, junto al rocío que mojaba las hiervas, hacían de la vivencia de
ese hombre de campo un arcoíris de experiencias muy diversas y coloridas.
Los sábados eran las
jugadas de gallos; Unas públicas y otras escondidas. Pero siempre pendientes de
que el dictador aun en el rincón, más apartado tenía a sus secuaces para
informar de los delitos más comunes e insignificantes.
Era normal que las
patrullas recorrieran en mulos o caballos los polvorientos caminos de cada
comarca del país. Para dejar sentadas las ideas de dominación de la dictadura.
Donde los ciudadanos carecen de algún conocimiento de sus deberes y sus
derechos.
Y por igual el sueño de
todo mozalbete de los campos era, lucir un uniforme y portar un fusil. Ellos
veían en ese hecho lo que significaba el poder.
Para el muchacho de campo
un arma era un “tira piedra”. Instrumento rudimentario pero eficaz a la hora de
ser bien empleado.
Así era CHECHÉ y así
veremos desde ahora, como juntamos gallos, la caza de guineas, recogidas del
café, amoríos, aventuras y el deseo de ser guardia.
Capítulo
I
Buenos
días
En la
distancia y en el patio de la casa empezaban a dar sus toques de corneta los
gallos de la comarca. Sin tener el reloj a mano, ellos sabían exactamente
cuándo abrir sus picos y entonar la melodía anunciadora del próximo día.
¡El alba! Exclamación diaria de la naturaleza, anunciada
por las plumíferas aves donde dejan ver sus tintes y sus matices de colores.
Ella es y será la diferencia entre la realidad y las ideas locas de los
hombres. Pero la mañana siempre crea la ilusión de las buenas nuevas del día,
que recién comienza. Así es la vida del campo y sus alrededores.
Cerca de la casa, ya muy de mañanita, las gallinas habían
bajado del palo de dormir: vieja mata de higüeros en el fondo del patio de la
casa. Caminaban picoteando con sus polluelos, buscando dónde depositar el huevo
del día; la cuota exigida por sus dueños, si no, en el próximo sancocho una de
ellas sería la invitada de honor de la comida.
Se abre la puerta de la casa y salió la mujer junto al
marido. Ellos eran los primeros en levantarse y dar gracias al Creador por el
nuevo día recién estrenado. Buscan los calabazos y extraen el agua de lavarse
las caras y algo más. Pero de todas formas era su manera muy especial de dar
gracias a la vida. En un santiamén empiezan a llamar a sus muchachos, esos a
los que la noche le había dado el mejor sueño y a otros las jugadas de la
muchachada; una buena meada al catre ya casi descolorido como cama. Se
escuchaban las excusas diarias: Lo siento, mañana no pasará, me levantaré en la
noche a orinar. Y con esta y otras más así pasaban los minutos iníciales de la
mañana.
Don Pedro desnudo de la cintura hacia arriba, mira hacia
las lomas circundantes y ve cómo el rocío de la noche anterior cubre cada palmo
de los alrededores. La neblina de la mañana se va levantando y como velo de
novia, sube hacia el firmamento campesino. Todavía algunos gallos medio
trasnochados, lanzan sus cánticos al aire y revelan al mundo la belleza del
nuevo día. Mete su mano izquierda en la faldiquera, esperando encontrar quizás
el pedazo de andullo que había dejado en su pantalón de faena.
Doña María tenía los víveres listos para el desayuno. Llama
a Juan, el del medio y le encomienda unos cuantos huevos de las gallinas
japonesas porque esas no estaban echándose. Raudo el muchacho toma una jigüera
y corre a la enramada donde están los canastos y busca unos cuantos huevos, él
ya sabes cuántos les fríen a cada uno de ellos. Primero por edad y
responsabilidad en la familia. A él le toca uno, es de los menores.
El viejo sale al patio de la cocina y levanta la vista al
cielo hacia las lomas que miran a su espalda. El día empezaba bueno se dijo
para sí, en la distancia el rocío al levantarse cubre las faldas de las lomas.
Dándole un refajo blanco encima del color verde de las yerbas de pasto. Lugar este,
donde a diario hay que subir a trabajar la tierra.
Con dos pescozones se
arregla una disputa en la mesa y un fuerte jalón de oreja. Alguien no hizo la
plana de la escuela y eso es pecado en un campo donde los padres tratan de
darles a los muchachos lo mejor de lo poco que tenían y una educación desde
primero a tercero era lo mejor. El mejor alumno siempre sería el profesor de
los demás si algo le pasaba al profesor de turno. Con el hambre del nuevo día
dejaban los platos limpios, nada se perdía ni se desechaba en esta humilde
casa.
Pedro y María, su mujer, tenían ocho hijos, todos ellos
nacidos con diferencia de un año. Solo se guardaba el riego de parto, si no
fuera por esta condición, sus hijos solo guardarían la diferencia de días. Es
la vida del campo dirían unos y otros. Pero es el campo, dicen los demás.
—Pedro, toma la cachimba de
agua, ya la mula está ensillada.
—María, recuerdas que al
regreso de la escuela los muchachos tienen que ir al conuco. Hay que limpiar la
yuca de la cañada. También que le busquen unas hábanas de batata y unas rabizas
de yuca a los puercos.
—Le dices a Chencho que
posiblemente arreglemos la empalizada de la cañada, que venga en la noche para
que tratemos ese asunto.
—Sí, está bien.
La casa de la familia queda en un pequeño llano, que domina
unas hondonadas y abre las puertas al camino hacia la loma, donde están los
predios de Pedro. En ese momento se escucha a coro una exclamación de un grupo
de párvulos.
— ¡La bendición! ¡Qué Dios
me los acompañe! y rápido salen hacia el camino que lo conducirá hacia la
escuela comunal. La misma se encuentra en el cruce de camino muy cerca de la
pulpería de Genaro.
Pedro puso un pie en el
estribo del aparejo y montó su mula. Entre estos dos seres no hay despedidas ni
caricias, para ellos esas sutilezas no existen en su vida. Toma el camino por
detrás de la cocina, pero antes revisa, a ver si le falta algo. Todo está en su
lugar y carga solo el recuerdo de la noche anterior junto a su María en el
calor de la oscuridad y el canto de los grillos.
Al iniciar el trote, se le une en la marcha su perro. El
mismo tenía un nombre medio raro, Guardián era su nombre y desde ese día que lo
llevaron a la casa, es parte de la familia. Ya no eran solo él, su mujer y los
ochos hijos. No, Guardián ya era parte importante de la integridad familiar.
La marcha era placentera al ascender las quebradas de las
laderas de sus tierras. Con un silbido de cuando en vez llamaba al perro,
respondiendo este con un ladrido, en señal de obediencia a su dueño.
Pedro, sumido en sus ideas, tejía en cada hijo una
esperanza. Nunca pensaba en las tratadas de la vida. Según sus creencias, si
nunca hacías nada malo así era el destino de los de él y los demás. Era un
hombre de campo que bajaba al pueblo solo cuando era necesario. En la bodeguita
de su pueblucho encontraba lo necesario para vivir. Él y su mujer no eran muy
exigentes con la vida, tenían lo que deseaban.
Ensimismado en sus
pensamientos, su mula subía cada vez más hacia su lugar de trabajo. Ya el sol
le decía que empezaba la jornada. Las hierbas de guinea empapadas de rocío,
mojaban las patas de su mula y las botas deterioradas de trabajo de Pedro. Al
cabo de una marcha cansona para el animal, llegó al cafetal de su propiedad. El
silencio del lugar no le molestaba ya que era parte del escenario de la vida y
de su melodrama diario. Había crecido viendo el lugar y sabía dónde estaba cada
árbol grande y cada planta importante para él.
Solo el canto de las aves del lugar salidos como de una
sinfónica celestial se escuchaba en el aire. Carpinteros taladrando una
palmera, ciguas, algunas palomas en una rama llamando con su canto el día que
empezaba. Los grillos nunca dejan de cantar en el cafetal de Pedro. Al
desmontarse le quita el aparejo a su mula, asegura en el tronco de un árbol el
calabacín con el agua y pone colgando de una rama ya acostumbrada por la
tradición, la jigüera con algo de comida para más luego.
Como todo hombre de campo, cuando trabaja siempre tiene una
canción en la boca junto a un cachimbo español, quemado por el uso del tabaco
que Pedro le ponía de forma religiosa en cada día de faena y así, de esta forma
en sus creencias, acorta la distancia del tiempo y su regreso a la casa. Dentro
del cafetal se escucha una melodía la cual es acompañada por el silencio de los
espectadores, todas las aves del cafetal y por supuesto la mula que, al
escuchar a su dueño cantar paró las orejas en forma de atención. No sé si
aprobaba al cantor o a la muy maltratada melodía.
Hombre precavido de campo y valiéndose de la experiencia de
los mayores, tiene en la loma otra parvada de gallinas, las cuales cuida con
esmero. De ahí saca algunos pollos de pelea por el cruce que le da con gallos
traídos de lejos. Saca algunas mazorcas de maíz y con un llamado muy peculiar
empieza a llamar a la parvada.
—ti, ti,
ti, ti, ti, ti. Repetía de forma continua, llamando a sus aves.
Mirando a la distancia, distinguió unos nubarrones que en
el transcurso del día podrían convertirse en un buen chubasco. Los mira muy
detenidamente y exclama en un monólogo con el silencio del lugar.
—Si cae ese aguacerito, los
granos del café se madurarán más rápido y la laguna llegará al punto donde
quiero.
—Estos muchachos nunca
hacen bien las cosas cuando los mando solos, les dije que recogieran las yaguas
y mira cuantas hay por aquí. No me vale decir las cosas.
En horas de la tarde, Cheché le dice a su hermano Jengo que
busque el tirapiedras para ir a bañarse a la laguna y ver unas guineas y
tórtolas que en la tardecita van a beber. La madre los mira desde la enramada y
los llama.
—Muchachos vengan aquí.
Inmediatamente se presentan
y mirando a la vieja con pinta de buena cara, se sospechan que quizás el viaje
no iba.
— ¿Qué están inventando
todos ustedes?
—Queremos ir a la laguna
vieja, en la tarde vienen unas guineas y unas palomas. Yo deseo ver si puedo
atrapar una. Jengo me acompañará.
— ¿Ustedes se van a bañar?
—Sí, pensamos darnos un
buen chapuzón, como todos los días.
— ¡Tengan cuidado con el
baño!
--Lo tendremos, además no
nos bañamos en lo hondo. Nos gusta donde está el cascajal.
— ¿A qué hora se van?
Recuerden la tarea que les dejó su papá.
—Casi todas están hechas y
es a Pedrito que le toca ir con Chencho.
—Bien, ya veremos.
Los jóvenes se fueron a la parte posterior de la casa,
donde Cheché tenía un higüero con piedras del río. Estas fueron seleccionadas
por él muy meticulosamente, para su pasatiempo favorito. ¡La caza de guineas!
—Jengo échate estas en el
bolsillo, no las pierdas por favor. Yo voy a llevar el tirapiedras y otras
piedras más.
—Está bien y voy a llevar
el mío también, para ver si consigo algunas tórtolas de las que se tiran cerca
de la guásuma.
—Aja, está bien.
Pasaron por el frente de la
enramada y le vocearon a la madre que ya se iban. Esta le responde.
— ¡Cuídense!
Tomaron el trillo que cruza
por el canal y enfilaron hacia la zona de la laguna. Al cruzar por las tierras
del tío Fefé. La empalizada era alta y al bajar de la misma se tiraron muy
rápido, espantando una parvada de guineas.
—Te lo dije muy bien que no
hicieras bulla.
—No fue de maldad, esos
pájaros son muy broncos y tú lo sabe.
Dice Jengo a su hermano. Cheché lleva su tira piedra listo,
por si ve una oportunidad para usarlo. Al llegar próximo a la laguna buscan un
lugar estratégico, para una buena emboscada a los animales que esperan. Así
fueron pasando los minutos y los dos muchachos escondidos en la maleza
esperando a sus presas, cuando de repente ven llegar a las primeras.
Los broncos animales se detienen en medio del claro, una
cacarea tres veces y escarba algo en la tierra. Se detiene y vuelve a cacarear
con su peculiar canto. A unos segundos de este gesto, salió una parvada de
quince hermosas aves, momento que aprovecha el inquieto joven y avienta casi a
ras de suelo, un mortífero disparo. Dejando tendido en el suelo a uno de los
machos más gordos del grupo. Su hermano hace lo mismo, pero ya todas habían
volado del lugar.
—Diantre, mira que cerca le
pasó, repite el muchacho.
—Vamos a recoger ese animal
para irnos.
— ¿Y el baño? Dice Jengo.
—Por supuesto, pero solo un
chapuzón. Esta noche vamos a tener una buena gallina de cena.
— ¡Qué bien! Dice su
pequeño hermano.
Capítulo
II
Cosas de
gallos y de hombres
Al pasar
la semana y siendo tradición en los pueblos nuestros las jugadas de gallos,
pasatiempo de los hombres del campo, que se reúnen los sábados en las tardes o
los domingos en las mañanas. En la comarca el punto de reunión es la Pulpería
de Genaro: simpático ser, que por su forma de conversar era agradable a todos
los parroquianos del lugar.
Genaro era una figura delgada, con cabellos lacios y
negros. Nariz aguileña que deja ver la sangre del criollo español que corre por
sus venas. Sus manos huesudas y con dedos largos, daban la semejanza de garfios
acostumbrados a tomar rápidamente las monedas que le pasaban los consumidores
de su establecimiento. No todo el mundo tenía o podía ostentar el uso de
papeletas. No era lo común en una sociedad acostumbrada a lidiar con el menudeo
en sus bolsillos y sus manos. Para un muchacho, un chele era un tesoro tenerlo
en sus descoloridos pantalones.
Pedro, al igual que sus paisanos, era aficionado a los
gallos los cuales criaba con esmero. Ese sábado por la tarde había llevado a
uno de los que ya estaban preparados para dar su primer tope. Entre diferentes
conversaciones, la Pulpería de Genaro se fue llenando de los parroquianos de
siempre. Sus habladurías se centraban en los gallos, la temporada de lluvia, la
muchacha que se había fugado con el novio, en la forma del campo.
Si no lo saben, imagínense a la muchacha preparar el
bultito en la tarde del viernes, ya que siempre ocurría en el fin de semana. El
novio que lo planea todo durante unas semanas y como siempre acarrea con la
joven a la casa de sus padres. En ese lugar siempre, el muchacho ha preparado
una habitación para la nueva integrante de la familia.
La cosa se pone cada vez más alborotada; todos hablan a la
vez y como lo que interesa es la jugada de los gallos, Genaro había preparado
todo en el patio de su casa. La tarde va muriendo lentamente y cuando ya llegan
a la última pelea, que es precisamente la de Pedro, alguien grita a voz en
cuello — ¡La guardia!
La misma era visible a medio Km. de la Pulpería de Genaro
por la forma del camino. Si nos imaginamos lo que pasó en ese momento en el
lugar, no tendríamos palabras para describirlo. Pedro con su gallo a medio
preparar soltó la funda sin saber lo que tiraba. Juan, otro mozo gallero saltó
el redondel como alma que lleva el diablo, Paquito el bizco, enderezó los ojos
y dijo sin saber lo que pasaba pero seguro que a él no se lo llevaban.
—A mí me agarran huyendo.
Genaro con todo el lío del corre y corre, el redondel sin
desarmar, solo atinó a decir — ¡coño de esta no me salvo yo!
Cuando Pedro llegó a su
casa, el corazón parecía salírsele por la boca, le faltaba la respiración.
Sudaba como mula tirando el arado y fue en ese momento que atinó a recordar la
funda con el gallo de pelea.
En la casa nadie dijo nada ni tampoco comentó nada. Solo
uno de los mozalbetes atinó a decir: — cuando sea grande seré guardia. Nos
referimos a Cheché, delgaducho y cabezón muchachito, que se divertía al ver a
su papá jadear por la corrida dada con tan solo mencionar la guardia.
Al pasar el reperpero de los primeros minutos y cuando nada
más en el lugar quedan los más aguerridos contertulianos en la Pulpería de
Genaro, llegó la recua de la tan anunciada guardia. Una fila de mulas con sus jinetes
color amarillo kaki, sombreros de boyscouts y fusil terciado a la espalda.
Saludaron a los presentes de forma tosca y sin desmontarse,
de sus cabalgaduras, pidieron agua para beber. El cabo que comandaba a los tres
desdichados le pregunta a Genaro por el redondel que se ve en el patio y este
le responde.
—Mi comandante, es solo
para mis pollitos que estoy preparando para las fiestas el próximo mes. El
guardia lo mira y le dice:
—Mire Genaro, nos dijeron
que tú organizas aquí los sábados, juegos clandestinos, si te cogemos jugando
gallos ya sabes lo que te pasará.
—Ya estás advertido desde
hoy.
—Si ustedes quieren tener
sus peleas saquen un permiso con el Alcalde y en el cuartel.
Genaro sabiendo lo que en ese momento se jugaba dijo al
cabo.
—No se preocupe mi
comandante, de eso usted puede estar seguro, eso es para mis pollos.
Ya todos los guardias habían bebido agua y moviendo los
animales mirando a los presentes de forma amenazante, dijo por última vez.
—Espero que no corran como
las guineas cuando me los lleve. Y moviendo las riendas del animal, salieron al
trote lento de sus cabalgaduras, perdiéndose en la distancia como habían
llegado.
Los animales levantaban un polvillo que los iba
envolviendo, a lo lejos, las figuras desaparecían como fantasmas al pasar el
tiempo.
El lugar era todo un mar de silencio, nadie decía nada.
Pasaron los minutos y cuando todos creyeron que la recua de la patrulla estaba
lejos, para disipar los nervios como por arte de magia, se escuchó una
carcajada de alivio en el lugar. La noche ya había caído y lentamente se
desvanecían los rayos del sol. Los chistes y cuentos de los que pusieron en
movimiento las canillas, eran de todos los colores y jocosidades. Una de las
más chistosas era la de Pedro, que en su desesperación dejó en el abandono a su
gallo con todo y funda. Genaro lo guardo para retornárselo a su dueño.
A Paquito el bizco, lo vieron todo arañado al otro día.
Sucede que el sin pensarlo dos veces, salió corriendo y tuvo la mala suerte de
cruzar una empalizada de Cabuya. Al quedar atrapado por las pencas de la misma,
solo atinaba a decir: — ¡Ave María purísima! que no me cojan los guardias.
Han pasado cinco años desde aquel día de jugadas de gallos
en la Pulpería de Genaro, muchas cosas cambiarían en la comarca.
Pedro como siempre siguió en sus faenas de campesino y sus
sueños de gallero. Pero el tiempo tiene que pasar, los muchachos crecen y se
van haciendo grandecitos y entre ellos con sus sueños de ser guardia, también
crecía Cheché. Que había dejado de ser el mozalbete cabezón, para convertirse
en un joven aunque delgado, atlético por los ejercicios que conlleva las
labores del campo. Seguía dándole vuelta a su idea de ser guardia y según él,
de los duros de la patrulla.
Para Pedro había llegado en el año, el momento de hacer el
dinerito de salir de la miseria y de las deudas contraídas. El café está maduro
y como tiene una buena cosecha de muchachos ya jóvenes, solo necesita una que
otra mano de ayuda en la recogida del aromático grano. Conversando con su mujer
le dice:
—Mira María, desde el
miércoles empezamos la recogida del café.
—Tú sabes muy bien que con
lo recogido podremos comprar lo necesario y aguantarnos un tiempecito.
—Si lo sé. Responde ella. —pero
tú bien sabes que ya ha Antonia tenemos que mandarla donde la comadre a
Santiago. –así, ella podrá tener más posibilidades de seguir en los estudios.
—Sí lo sé. Dice Pedro.
—Ya tengo todo preparado,
junto con los muchachos, creo que todos nos iremos a recoger café.
—Bueno si tú lo dice así
será. –así salgo de la monotonía de estar metida en esta cocina y cojo el aire
de la loma esa.
Pedro se queda mirando a su
mujer y esboza una pequeña sonrisa. Piensa que ella al igual que sus gallinas,
también merece subir a la loma.
—Mira Pedro, dice María.
—Creo que tenemos una buena
cosecha y por lo que me dicen los muchachos, las lluvias caídas han hecho que
tengamos más café de lo pensado.
— ¿Tú no crees que
deberíamos de buscar a unos cuantos muchachos, más de lo pensado?
Pedro mira a su mujer y rascándose la cabeza dice mirando
el techo de la enramada: —creo que tú puedes tener razón, pero eso haría que
tengamos que lidiar con gente que no deseo tener en mis predios.
—Si tú lo dices, pero
recuerdas que tendremos que durar más tiempo en la cosecha. —unju, dice Pedro.
Para la muchachada de Pedro y María, la recogida de café es
el carnaval más importante de su vida hasta ese momento.
Ir a la loma, cosa que solo lo hacen los varones, cuando
acompañan a su papá, es una gran aventura para todos. En la mente de cada uno
está la forma de cómo entretenerse. Lo que no saben es que en la mente de los
mayores la tarea más importante es la de recoger café en los predios de Pedro.
A Cheché le gusta subir a la loma. Le da la oportunidad de
averiguar el crecimiento de la parvada de guineas que vio y sabe muy bien que
está casi intacta, ya que comen y anidan en la zona de sus tierras. Es un
experto cazador con su tirapiedras. Por igual le gusta tomar los huevos de las
pollonas de guineas para ponérselos a las gallinas de la casa y de esta forma
tener una parvada de polluelos de esta especie que pueden domesticar sin
problemas. Lo único que todos en su mente tenían era que el miércoles no
lloviera, ya que en la zona, si cae agua es un pandemonio.
Es martes y hay que preparar todo para que a las cinco de
la mañana la recua con todos nosotros, arranque rumbo a la loma de Pedro. Doña
María le grita a Andrea:
— ¡Andrea! ve revisando los
sacos y cuéntalos para tener una idea de cuántos llevamos.
—Está bien mamá. Responde
la muchacha.
Jacinto el tercero de la parvada de Pedro es el responsable
de tener los aparejos listos y los animales cerca de la casa para que, a la
hora de ensillarlos no den trabajo a ninguno de ellos.
Pedro mira al muchacho y le dice:
—Jacinto, ¿ya búscate los
burros y las dos mulas? Este responde conociendo como es su padre a la hora de
las tareas entre ellos.
—Sí, solo me falta la burra
baya.
—Esa no quiere dejarse
agarrar por andar con el saleo entre el monte, cerca de lo de Genaro. El papá
lo mira y le dice sin muchas palabras, pero con un tono que sabía muy bien su
significado.
—Pues… ¿qué hace tú ahí
cogiendo la pava? Vete y tráela, llévate a unos de tus hermanos para que te
ayude.
Jacinto sin pensarlo, llama a Cheché y le dice, que fuera con él a buscar la referida burra.
Cheché lo mira y le dice. —pero… ¿tú estás loco, no ves que
tengo que tener los aparejos listos y me faltan dos Árganas? Que sin ellas no
vamos a cargar nada y bajar donde Genaro a buscar tres lazos de cáñamo para
amarrar los sacos.
—Diantre, déjame
preguntarle a la amemá de Antonia si contó los sacos.
—Antonia… ¿ya contaste los
sacos que te dijo mamá que contaras? Ella por estar en otras cosas se había
olvidado de eso y le responde a gritos:
—En un momento
— ¿Pero muchacha tú te
estás volviendo loca?
—Vete a contar los sacos y
date prisa.
Jacinto no tuvo más que echar mano del que menos quería, de
su hermano mayor. Este nunca hablaba, ya que junto a su padre era la mano
derecha del mismo. Tenía su mismo nombre, pero todo el mundo lo llamaba
Pedrito.
—Mira Pedrito, ayúdame a
buscar la fuñía burra esta, que no se deja agarrar por nada.
El joven muchacho lo mira y esbozando una pequeña sonrisa
le da un jalón de oreja y le dice: —está bien, vamos a ver qué hacemos con el
bendito animal.
Salen de la cocina rumbo al monte, en la mano Jacinto lleva
un lazo de pita, que siempre usa para los animales mañosos.
Van por el camino hablando de sus cosas y de lo que le
espera en las duras jornadas de la recolecta del café.
—Pedro -¿cuántos cajones
piensas que sacaremos en este año?
—No sé Chinto, responde
este.
—Pero por lo que vimos el
viejo y yo, habrá una buena zafra de recogida en esta ocasión. Van descendiendo
por una de las quebradas y de repente, de un matorral sale disparada la burra
baya, ambos salen corriendo detrás de ella y jadeando ambos después de un buen
rato de subir y bajar quebradas, dando gritos y moviendo los brazos en forma de
abanico, logran amarrar al dichoso animal.
De regreso al bohío, a lomo de pelo, no se percataron de lo
sudado, que estaba la burra y de cómo sus pantalones se habían puestos con el
sudor de la misma. Todo lleno de pelo y sucio, su madre al verlo solo les dijo:
—como ustedes no lavan, no les importa nada.
Ellos se miraron y no dijeron nada, siguieron rumbo al
corral a depositar a la fuñía burra, que les había dado tanta agua a beber a
ambos.
El corral era un rectángulo junto a la mata de tamarindo,
en la parte posterior de la cocina. A unos quince metros de la misma, donde
todas las mañanas Pedro junto a su familia ordeña sus tres vacas y le da de
mamar a sus becerros.
Hoy en ese lugar además de las vacas, hay cinco burros, dos
burras y una mula. Hay un tremendo jolgorio en el lugar, ya que en el día de
mañana inician bien temprano la caminata hacia los cafetales de su propiedad.
Cae la noche, en todo el lugar se escuchan los sonidos de
la noche como cada día. Los predominantes por sus tonos agudos, son los de los
grillos y las cigarras.
La alfombra celestial estaba adornada con un manto de
estrellas y salpicada de las manchas nubosas, que engalanan la noche.
Los muchachos están bien excitados y como siempre hacen sus
cuentos y rememoran otros tiempos de recolectas pasadas. Andrea, la segunda de
la familia dice: —espero que me dejen bajar en el yaguacil por la zanja de
Martin.
Chinto le responde desde otro lugar, —bueno si recoge lo
tuyo veré lo que hacemos. La casa se ilumina con la luz de la lámpara de gas
grande, la que tenía en el fondo del tanque una lluvia de pionía.
Con las horas pasando de forma muy lenta para unos y rápida
para otros, la noche daba paso al sueño de toda la familia y de aquellos que
habían sido contratados para la faena. Cada uno tenía su litera o su hamaca, ya
que en la casa solo había una cama que era la de los viejos. En el cuarto de
las muchachas cada una tenía un catre de fuerte azul, tela importada que era
utilizada para la parte de sostén de los catres de la casa. De igual forma era
usado para que los sastres hicieran los pantalones más fuertes que eran usados
por los viejos y los jóvenes en las faenas del campo y como ropa diaria.
En la dependencia de los varones, todos tenían hamacas que
colgaban del techo. Cada uno tenía la suya y bien marcadas para no equivocarse
por si las moscas. Ya que si alguno tomaba la que no era suya esto traía el
correspondiente pescozón de parte de Pedrito.
Como eran también aficionados a los gallos, en el lugar
había uno que otro pollo amarrado en un jergón, el cual al acercarse la
madrugada emprendía el canto de llamada de todos los que allí dormían.
Las horas pasaron de forma
rápida y con calma. En la casa de repente, el padre empezó a llamar a cada uno
de los hijos y a los trabajadores que había contratado para tales fines. Pone a
Pedrito al frente de sus hermanos y sus responsabilidades caseras. Hervía la
casa y su entorno empezaba la aventura de la recogida del café de Pedro
Capítulo
III
La recua
de la cosecha
Con el
despertar y puesta en movimiento de todos en la casa, las horas corrían como
jinetes a todo galope.
Los muchachos aparejaron los animales en un santiamén. Ya
sabían muy bien cómo era esa faena, por años lo venían haciendo. La madre
mientras tanto, ponía a tiro de sacos y en las árganas, los utensilios de
cocina que usaría en el cafetal. Por igual las cucharas y los jarros. Las
muchachas por primera vez en ese año se ponían pantalones, ya que la faena lo
ameritaba y también porque junto a ellos habría extraños que no sabían muy bien
de sus costumbres. En cada animal fue colocada la carga de la subida y como
toda una tropa, fueron enfilando a la orden de Pedro, por el camino de la loma
uno detrás del otro.
Cuando alzaron la vista hacia la loma vieron un espectáculo
increíble, en la cima, un manto blanco que coronaba la altura en forma de corona.
Eran las gotas de rocío que mojaban la yerba y el cafetal. En uno que otro
lugar, todavía había gallos cantando y otros que respondían al canto mañanero.
Los animales cargaban no solo la carga en las árganas,
también tenían que cargar en cada uno o a dos de los hijos de Pedro, a su madre
y a dos peones contratados. Como en cada cosa y cada lugar de este campo, en
esta ocasión también los chistes estaban a la orden del día. Las carcajadas
matizaban el trayecto y eso hacia menos penoso la subida.
En el momento de pasar por la zona de los mangos y donde
crece la hierba colorada, una parvada de guineas levantó el vuelo con su
alboroto correspondiente. Cheché que vio la acción en su pensamiento, ya tenía
bien programado su plan para atrapar un par y ser parte de la comida de uno de
los días próximos.
En la burra donde se montó Antonia, no apretaron bien el
aparejo y como el viaje era subiendo la loma, a mitad de camino y cuando nadie
lo esperaba solo se escuchó un sonido. ¡Cataplán! Antonia estaba en la parte
debajo de la burra junto a su hermana Carmencita.
Los primeros segundos nadie dijo nada y rápido los hombres
se desmontaron y fueron a sacar a las dos muchachas debajo de las patas del
animal. Amarraron de forma correcta la cincha, cargaron los sacos que ellas
traían en las árganas y se montaron prosiguiendo el camino hacia el cafetal.
Nadie dijo nada ni su padre emitió un sonido. Pero la mirada que le hizo a
Pedrito que solo fue captada por su madre, lo decía todo.
Era muy temprano para una salve de campo, pero no para que
con sus silbidos los muchachos animaran el trayecto. Así fue pasando el tiempo
y por fin a la distancia ya se veía el cafetal de la familia. Según se fueron
acercando, la madre le dice a Cheché:
—Busca unos cuantos
aguacates para el desayuno.
—Está bien viejita. Le
responde el muchacho.
Al llegar al cafetal, se siente la humedad de la mañana y
de las hojas caen las gotas del rocío mañanero. Se aproximan al lugar donde
Pedro tiene hecho el rancho del cafetal. Inmediatamente se empiezan a dar las
órdenes para que todo lo traído sea colocado en su lugar.
—Pedrito, coloca los sacos
en la esquina, junto a las yaguas.
—Ustedes muchachos, le dice
a los dos ayudantes que trajo.
—Quítenle los aparejos a
los animales y asegúrenlo en la entrada del cafetal.
—Está bien don Pedro. Dicen
los jóvenes.
Cada uno tenía ya preparado un macuto especial para ir
echando el café recolectado por todos. Según se fueran llenando, lo traerían al
rancho y lo echarían en los sacos que luego después de la cosecha bajarían al
rancho de la casa para su secada.
Carmencita y su madre eran las cocineras, ella era la más
frágil y por eso no hacia trabajos pesados. Inmediatamente se pusieron a juntar
el fogón del rancho y a desempacar los utensilios de la cocina. Cheché trajo
una docena de aguacates maduros para el desayuno.
Todo estaba listo, Pedro dio las órdenes pertinentes y
salieron a la faena. Nadie estaría por su cuenta en el cafetal, todos irían en
la misma dirección y harían el mismo trabajo. Cada quien con sus macutos se
puso a realizar la recolecta del café ya bien maduro, con granos rojos y
hermosos. Indicio de un buen manejo por parte de Pedro. Este le dijo a todos
antes de iniciar el trabajo, que los verdes no se podían coger ya que eran para
la otra cosecha o repaso como le decían los muchachos.
Hablando de sus cosas con las carcajadas de siempre en
medio del cafetal, se inició la jornada y la gran cosecha del café de Pedro.
En el rancho, las mujeres hacían el desayuno para los
trabajadores. Ellas sabían que cuando se está en esos menesteres, todo el mundo
come de forma frugal. Prepararon los víveres, el desayuno sería guineos verdes
sancochados con huevos fritos y aguacate. Todo eso y un buen jarro de leche.
Ya a las siete y media, los encargados de llevar los
macutos llenos, empezaban su faena y los demás tomaban el segundo macuto. Los
primeros cerones eran llenados, los muchachos de Pedro sabían lo que hacían.
Habían echado los dientes en esos menesteres del cafetal. Más los ayudantes no
se quedaban atrás. Las canciones y las salves hacían gala a la mejor voz del
entorno.
Pedrito que era el cantor mayor, hacía uso de sus dotes
como tal, Antonia con su gracia le gustaba entonar las canciones mejicanas que
escuchaba en la radio de la casa de la maestra bizca. El que menos hacia uso de
ser cantor era Cheché, ya que no tenía voz de cantor, pero sí de cuentista.
En ese momento los hijos de Pedro tenían ya los años de su
juventud. Pedrito ya tenía los diecisiete, Antonia los dieciséis, Cheché los
quince y así cada uno de forma tal, que la escalera de años de los hijos hacía
posible el trabajo.
A pesar de todo eso, en la mente de Cheché en medio del
cafetal estaba lo de ser guardia y eso entre grano y grano que iba al macuto no
se le quitaba. En sus pensamientos se imaginaba la ciudad, su gente y el
cuartel de la guarnición militar.
Mientras todo esto sucedía en su mente, de repente a su
alrededor sonó una voz de trompeta. ¡El desayuno! Riendo, todos soltaron los
macutos y se dispusieron a darle un buen trato a la humeante figura de la paila
con los víveres, la cacerola con los huevos fritos y los jaros con la leche
achocolatada bien caliente.
—Mamá, grita Antonia. —
¿Usted me trajo mi jarrito? Esta la mira de forma muy especial y le dice en
medio de todos.
—No, pero dile a María
Antonieta Pons que te lo traiga.
En medio del cafetal sonó una sola carcajada, que pareció
una sinfónica por la ocurrencia de la muchacha. Terminaron de desayunar y como
Pedro sabía muy bien lo que podía pasar, dijo unas cuantas cosas y sin pensarlo
dos veces, cada quien arrancó hacia donde había dejado su macuto con los granos
de la aromática planta.
Entre unos y otros se jugaban bromas de muchachos, pero
todos estaban atentos a lo que decían tanto su padre como Pedrito.
Los sacos y los serones se fueron llenando en el transcurso
de la mañana. Al filo del mediodía se preparó la primera carga de café para ser
llevada al rancho de la casa. Ese era el trabajo más pesado de todos, pero
había que hacerlo y los muchachos ya estaban preparados.
La comida estuvo a punto de las once y media, comieron, de
inmediato se prepararon los animales para descender con los serones y los
sacos. Pedro le dice a Pedrito cada detalle para preparar el viaje y regresar
de forma rápida. Espera que a su regreso del viaje, ya tengan lleno el segundo
viaje y las cosas listas para que la familia pueda pernotar en el rancho del
cafetal.
Una de las cosas buenas de la época es que nadie roba a
nadie. Todos tienen en sus casas lo suficiente para vivir y por eso las casas
se pueden dejar solas. La carga sale loma abajo y empieza el descenso. A la
cabeza de la misma va Pedrito y los dos peones contratados. En fin, por dos
horas no verán el cafetal ni los cuentos de sus hermanos. A su regreso tiene
que llevar las hamacas para dormir en el rancho la siguiente noche.
Todos pasarán la noche en el cafetal y prepararán el
trabajo del día siguiente. La jornada continua y al regreso de los viajeros ya
la segunda carga está lista para ser montada. Los animales no descansan y
Pedrito al igual que sus ayudantes, se pone a trabajar en la segunda carga.
Este va donde está su padre y le dice;
—Mañana vendrán algunos
amigos nuestros para ayudar en la recolecta del café. Su padre asienta con un
gruñido y responde.
—Espero que Genaro traiga
sus dos mulas.
—Cuando regrese ahora, le
dice que traiga las mulas.
— ¿Me entendiste?
—Si papá.
Este continuó con su faena de recolección junto a los
muchachos, que por la faena realizada ya daban signos de cansancio.
Pedrito junto a los dos jóvenes ayudantes realiza el
segundo viaje. Le dice a uno de los jóvenes:
—Emeterio ¿qué piensas
hacer con lo que te ganes aquí en estos días?
—Tengo algunas necesidades
en mi casa y también me hacen falta unos zapatos.
—Eso está bien, dice Pedrito.
—Tú sabes que Cheché y yo
tenemos planes de alistarnos en el ejército.
—Pero ustedes son unos
muchachos todavía, dice Pedrito.
—Sí, pero somos grandes y
fuertes, aunque solo tenemos quince años, nadie no los cree.
—Eso es verdad y más tú con
esa barba que tienes.
—Cheché es muy lampiño.
—Es verdad pero es muy
fuerte, me dicen que ese lugar es duro y él, al igual que yo, aguantaremos el
entrenamiento militar.
Con una buena risotada
siguen el descenso hacia la casa de Pedrito. El segundo viaje fue duro ya que
los animales están cansados y sobre todo que tienen que regresar al cafetal.
—Emeterio, deja eso y ve
donde Genaro.
—Está bien, responde este.
—Dile que dice papá, que
lleve los dos mulos, ya que mañana las cargas serán mayores y que suba con
Chencho y el bizco.
—Se lo diré... nos vemos en
un rato.
Descargaron los animales, en el rostro de los jóvenes se
veía el cansancio de la jornada pero ellos en su mundo, se hacían llamar
hombres y no querían dar tregua a que le llamaran flojos ni cosas por el estilo.
Pedrito preparó las hamacas para regresar a la loma. Tenía preocupación porque
Emeterio no regresaba tan pronto como esperaba. Cuando se estaba impacientando,
por la entrada del rancho de la casa apareció el amigo.
— ¿Qué paso?
—Genaro no estaba y tuve
que esperarlo.
—Bueno está bien, a papá no
le gustará la tardanza y tendremos que apurarnos.
—Bueno no fue mi culpa, no
quise hablar con las mujeres, tú ya sabes.
—Está bien no hablemos ya
de eso.
—Monten, nos vamos. -¡Que
día este!
Ya la tarde empezaba a morir y en el cafetal los muchachos
habían dejado de recoger el grano. Estaban amontonando en los sacos que quedan,
lo recogido en el resto de la tarde.
María, la madre de la parvada de muchachos, estaba
preparando la cena y mirando cómo se las arreglaban para la dormida. Pero eso
era lo de menos según ellos. Tenían que ir a la quebrada del otro lado del
cafetal para recoger agua y bañarse.
Con una orden de la madre, las muchachas se pusieron en
camino hacia la quebrada. Los varones se quedaron con su papá arreglando las
cosas del rancho. Pedrito llegó junto con sus dos compañeros y le dio cuenta a
su padre del resultado de su viaje a la casa.
Este les dijo a todos.
—Cuando regresen las
muchachas nos toca ir a la quebrada y bañarnos. ¿Me entendieron?
—Sí señor, a una sola voz
dijeron todos.
De la cima de la loma y casi al salir del cafetal, sale un
arroyito de aguas claras, que con su ingenio de campesino Don Pedro convirtió
en una pequeña poza para refrescarse cuando terminaba la jornada de su trabajo.
En ese lugar todos tenían que asearse después de la
jornada.
—Miren muchachos, dice don
Pedro. —el día de hoy ha sido bueno y el café está bien maduro.
—Ustedes tienen que mover
más la mano mañana.
—Necesitamos unas cinco
cargas más, para emparejar los cálculos.
—A temprana hora Pedrito
tiene que bajar con lo que tenemos aquí.
—Papá… ¿usted no cree que
es mejor bajar hoy junto a Emeterio y subir bien temprano con Genaro?
— ¿Y tú crees que podrás
hacer el viaje con los animales sin que pueda pasar algo en el camino?
—Sí, lo puedo hacer.
—Emeterio, sal del agua y
vamos, que nos regresamos esta noche con el café que tenemos en el rancho.
—Está bien, ya salgo.
La idea del muchacho prendió en todos y salieron del
pequeño agujero de agua, para preparar el viaje que esa tarde harían con el
último café recogido en horas de la tarde.
Al llegar al rancho y ver el movimiento, la madre supuso
algo malo, pero le explicaron los motivos y esta apuró la cena, para que esos
dos muchachos se fueran cenados del cafetal.
Al salir, Don Pedro les recuerda que tienen que subir con
Genaro y los otros trabajadores que vendrían a ayudarlos. La costumbre en la
zona era que cuando uno de los colindantes tenía recolecta de café, los demás
ayudaban en la recogida del mismo. Así, de esta forma todos se ayudaban como
familia.
El viaje de regreso fue fresco, ya que una llovizna les
acompañó en una parte del trayecto del viaje. Llegaron a la casona vieja y se
fueron directo al rancho de secado para descargar el café. No lo podían dejar
en los sacos ni los serones, ya que el calor lo podía fermentar y dañar.
Con esmero, Pedrito dejó todo como su padre lo hacía. Él se
sentía orgulloso de eso. Al terminar la jornada estaban sudados como burros y solo
atinaron a buscar agua para tirarse por el cuerpo y dormir toda la noche.
A las cinco de la mañana se escucha un canto de gallo en la
cabecera de la hamaca de Pedrito. Este no dice nada, pero le tira un coco al
gallo para que se calle. Emeterio ya se había levantado y llama a Pedrito,
— ¡Pedrito ven!
—Mira, ya Genaro viene con
Chencho y el bizco.
—Diantre pero estos
madrugaron hoy.
—Jejeje.
—No, tu papá los metió en
este lío de trabajar hoy.
—Bueno, pues vamos a ver
cómo le hacemos.
—Sí, así será.
Después de unos minutos llegan a la casa, Genaro con sus
acompañantes y saludan a los dos muchachos que los esperan sin camisa y todavía
con la cara mojada.
—Buenos días Pedrito.
—Buenos días Genaro y los
muchachos.
—Buenos días a todos, dice
Emeterio.
— ¿Están ya listo para
subir a la loma?
—En unos minutos Genaro
estamos listos, dice Pedrito.
—Está bien, pero apúrense
que el viaje es un poco cansón.
Nadie dijo nada más y el tiempo pasó en un pestañar de ojo
de perico. Todos a una enfilaron hacia el camino de la loma, ensimismados en
sus pensamientos y amores.
Chencho, que era un cantor
fino, para alegrar la subida empezó a cantar una canción mexicana de esas de
las de su época y que escuchaban en la casa de la profe. Lugar donde se
escuchaba música por ser el único radio de la zona. Los demás le hacían el coro
de forma entusiasta.
—Deja que salga la luna
—Deja que se acueste el sol
—Deja que caiga la noche
—Pá que empiece nuestro
amor. Y como puesto de acuerdo hasta Genaro decía.
—Y sé qué noche con noche
—Va creciendo mucho más.
En medio de la loma con la brisa fría del amanecer, ya que
en la noche chubasqueó bastante; los viajeros alegraron su camino haciendo el
viaje menos largo.
Cuando llegaron ya le estaban esperando y como siempre
Pedrito le informó a su padre lo realizado en la casa con el último viaje. Su
mamá le llama y le pregunta ¿cómo estás? él le responde, —bien viejita.
—Genaro ven acá, dice Don
Pedro.
—Dígame Don Pedro.
—Vamos a dividirnos en dos
grupo, como el año pasado.
—Eso está bien, dice
Genaro. —Doña, ponga más arroz hoy, que también vienen los hijos de Fito.
—Ellos me dijeron que cruzarán de sus tierras a esta.
—Sí ¿cuándo te lo dijeron?
—Ayer me lo informaron.
—Está bien dice Don Pedro,
eso no es problema. —lo importante es que hoy rindamos lo más que se pueda.
—Cheché, hazte un recuento
de sacos y cerones, para ver cuánto tenemos.
—Está bien papá.
El muchacho emprendió de una vez la tarea de contar y ver
cómo preparaba los viajes según el tamaño de los sacos y los cerones. Como
habían aumentado el número de animales, eso quiere decir que la recua sería más
grande y más de uno tendría que ir a la casa al final del día.
Durante todo el día la poblada que había en el cafetal
mantenía un ánimo muy alegre. Y al final de la tarde mientras pasaban revista a
lo recogido y que bajarían junto con Genaro y su gente, se dieron cuenta del
gran volumen recogido por todos.
—Bueno hoy sí se rindió,
dijo Antonia.
—Así es, respondió Chencho.
—Pedrito, hoy bajas con
Cheché. —van a cenar donde Genaro, ya hable con él.
—Está bien, así se hará.
—Deben de vaciar todo y tú
Cheché, tienes que regar todo el café en el secadero hoy. — ¿me escuchaste
bien? —sí señor. El muchacho por primera vez se fijó en su mente que eso de
recoger café no sería más para él. Aunque fuera de su familia.
Capítulo
IV
La
canasta, la guinea y el sancocho
Después de
tener una buena cosecha de café, con buenos resultados para Don Pedro y su
familia, la vida de cada uno de ellos regresó a la cotidianidad. A Cheché como
le gustaba atrapar guineas tenía en mente la tarea de regresar a la mitad de la
loma y ver qué atrapaba con sus mañas que él sabía.
Junto a uno de los hijos de Geraldo, estaba construyendo un
par de canastas aprovechando unas varas que en el cocal había. Para esto tenía
que poner todo su ingenio de muchacho y la pericia, que ya con sus años de mozo
había adquirido. Las canastas eran de buen tamaño y peso ya que una guinea
cimarrona la podía desbaratar y él sabía cómo era la cosa.
—Mira Meco, busca la cabuya
y mójala para que sea mejor usarla.
—Está bien, déjame buscar
un calabazo para eso. — ¿Qué cantidad pongo a remojar?
—Bueno, una cantidad que
sea suficiente. — ¡bien!
—Me gustaría que fuera bien
buena. No deseo que se afloje y perdamos el tiempo y no atrapemos nada.
Mientras sostenían esa conversación, pasó por el firmamento
uno de los nuevos aviones comprados por el gobierno. Era un fulgurante P51
Mustang con su roncar de motor que hacia soñar a todo joven y uno de eso era
Cheché. De sus pulmones, al tener los ojos fijos en el cielo sale un suspiro
hondo y profundo.
Meco lo mira y le dice: —tú
sueñas con eso de la guardia. Pero mientras más lejos mejor para mí.
Sin saberlo y casi de forma imperceptible, desde ese día estos
dos muchachos colocaron una barrera en sus vidas. Uno por querer ser guardia y
el otro por no serlo. Esas son las cosas de la vida, que en el futuro a cada
uno le disparará sus reglas.
Cómo el café había dejado sus buenas ganancias, en la casa
de Cheché en las tardes, se escuchaban Los Panchos, El Trío Matamoros y en la
radio oficial el programa de canciones mexicanas. Don Pedro se había comprado
un radio Philips, el cual usaba una batería bien grande, cómo la que usan los
vehículos.
Solo se encendía en la tarde y por unas horas, esto es por
el desgaste de la batería. En el mismo, escuchaban las noticias de la ciudad
capital y de otros países ya que era bien potente.
Con todo eso en la familia,
Cheché en esos días solo atinaba a preparar sus canastas para agarrar guineas.
Cortó los palos y los abrió en dos para una mejor estética. A él le gustaba que
todo se viera bien. Cuadró el primer enrejado y sin hacerle caso a su madre,
ese día comió muy tarde, ya que en su pensamiento solo había una idea. ¡Sus
canastas!
Escucharon en la radio que todos los mayores de dieciséis
años tenían que presentarse al servicio militar obligatorio. Según el gobierno,
fuerzas comunistas estaban conspirando contra la patria.
En la casa se armó un revuelo grandísimo por este asunto.
No entendían lo que significaba lo del servicio militar. Pero para todo los
jóvenes y adultos de la comarca fue oportunidad para reunirse en la pulpería de
Genaro.
— ¿Qué tú dices, de eso que
se escuchó en la radio Genaro? dice Chencho.
—Yo no digo nada, mejor
esperemos que venga el Alcalde. Está para el pueblo y viene con noticia más
completa.
— ¿Y quiénes tienen que ir?
Pregunta uno de los parroquianos.
—Todos los varones mayores
de 16 años, hasta los cuarenta.
—Pues preparémonos todos
los que estamos aquí, dijo Emeterio: —Todos somos de ese rango.
Entre uno y otros comentarios pasó el tiempo y sin darse
cuenta, llegó frente al negocio el alcalde que venía del pueblo. Como siempre,
montado en su alazán negro.
Todos se quedan mirándolo y él al saber de qué se trataba
todo eso, les dijo de forma corta pero bien entendida.
—Todos los fines de semanas tenemos que ir al
pueblo. Nos vamos a juntar en el Cruce, de ahí nos vamos con los demás de las
otras partes, a la fortaleza. Lleven ropa para más de un día. Estaremos en eso,
tres días. Ya lo saben.
Sin mediar más palabras, se montó en su caballo y prosiguió
el camino hacia su casa. Nadie dijo nada, sin mediar palabras todos salían uno
a uno y se iban a sus hogares a comentar la noticia con sus familias.
Mientras tanto, Cheché seguía en los preparativos de su
canasta y también pensando que por fin se iría a la ciudad, donde vería a los
militares por primera vez en sus cuarteles.
Una de la canasta estuvo lista a los dos días de iniciada
su construcción y el muchacho se sentía orgulloso de su trabajo. La madre al
verla le dice:
—Mira a ver si traes algo
en eso, después de perder tanto tiempo sin hacer nada.
—Pero viejita, usted sabe
que traeré algo. Siempre lo hago, cuando subo al monte a cazar guineas. Bueno,
traeré una bien grande para que nos haga un sancocho mañana, antes de irnos a
la marcha.
—Si tú lo dices, lo haré.
Pero trae algo, que no quiero matar una de mis gallinas.
Riéndose de las ocurrencias del muchacho se dirigió a la
cocina. Una enramada cobijada de cana y por los lados, cubierta de yaguas de palma.
Tenía en un lado una barbacoa para guardar las cosas que compraban. Además
estaba el fogón de piedra, hecho para las ollas de barro y el caldero de hierro
que le regaló su mamá cuando ella se casó hace ya bastantes años.
La tinaja estaba junto a la
ventana que miraba hacia el patio. Siempre su agua estaba fresca y muy buena al
paladar.
El ingenio del muchacho tuvo sus buenos resultados, después
de horas de esperas y paciencia. Dos gordas guineas cayeron en su trampa.
Brincaba de alegría y daba saltos por el hecho. Con cuidado se acercó a la
trampa y apretó bien fuerte la parte superior de la misma. Se decía para sus
adentro:
—Bueno chiquitas, ustedes
serán la salvación de mis gallinas y el aroma de un buen caldo. Ya lo verán, ya
lo verán.
Al regresar a la casa le gastaban todo tipo de bromas sus
hermanos y su padre. Mientras estaban en la mesa saboreando el sancocho, que
esa noche se estaban dando, el padre le dice a sus hijos varones: —miren, el
sábado en la madrugada bajaremos al pueblo y nos juntaremos con muchos hombres
de otros lugares. Vendrán de Marmolejos, Ranchete, Las Maritas, Laguna Salada y
otros. No quiero que se metan en problemas por andar haciendo bromas por ahí.
Recuerden que esto es cosa de los militares y ellos no juegan.
—Papá, dice Cheché.
—Quiero que sepas desde
ahora; me quedaré con los militares cuando tenga los dieciocho. Se lo digo para
que sepas que le voy a poner empeño en eso de marchar.
El padre lo mira fijamente, menea la cabeza y no dijo nada.
Solo miraba al muchacho fijamente. Trataba de penetrar en lo más profundo de su
cerebro.
La madre también sintió en su pecho un saltito, de esos que
el corazón da a quien ha cobijado en su vientre un retoño. Como el padre le
mira pero ella fue sutil, con su inquieta mirada le pasa la mano por la espalda
y le dice: —mira muchacho… ¿y tú no piensas que hay cosas mejores en esta vida
para ti?
—Mamá, mire aquí solo me
espera deshierbar, los animales, el cafetal y las guineas.
Al terminar la expresión, una fuerte carcajada se escucha
en la cocina de la casa.
En la comarca de don Pedro los hombres se preparaban para
presentarse en la marcha. La recua de animales y hombres que la componía estaba
encabezada por el alcalde Ramón, hombre de poco hablar, pero de carácter
enérgico en su persona. Salieron bien temprano, cuando se asentaba el rocío de
la madrugada en la zona.
La conversación entre aquellos hombres era la noticia del
momento, lo del servicio militar voluntario que empezaba con las marchas, para
aquellos que no tenían edad para el mismo, por estar muy jóvenes o por estar
pasado de ella.
El segundo en el pelotón era don Pedro, y así sucesivamente
se alargaba la fila llegando al final, donde en la cola de la recua estaba
Cheché, junto a otros jóvenes. Hacían sus cuentos y chistes. Pero para sorpresa
de muchos, les dijo que él se quedaría aunque fuera limpiando letrinas.
Uno de los compañeros le dice: —mira si te quedas, yo
también lo hago. Aquí somos hombres también.
Otros asintieron con la cabeza y él ya se sentía un líder
entre esos párvulos, que nunca habían entendidos lo que significaba ser un
guardia en su país.
Todos estuvieron bien temprano en la plazoleta de la
fortaleza del pueblo, de todos los lugares llegaron personas, desde jóvenes a
viejos con ganas de hacer algo en contra de esos comunistas diabólicos, que no
creían en Dios. Cientos de caballos, mulos y burros fueron amarrados en las
afueras de la fortaleza.
Cheché mira a su alrededor y pensó que aquello era lo más
fenomenal que le podía pasar. Un grupo de militares salió a las seis y treinta
y les informaron a todos que debían comer lo que trajeron y por edades se
juntarían a las siete y media para formarse, cantar el himno nacional y jurar
por su país.
En la mente de estos hombres del campo, sonaba a liturgia
en latín, no entendían nada, pero ellos solo lo hacían por su país y para
derrotar el comunismo que se quiere comer a sus mujeres y sus hijas.
El padre de Cheché, junto a los que vinieron con él, se
tragaron prácticamente la arepa que trajeron con ellos. En calabacines tenían
agua y cada uno bebió su contenido. A las siete y treinta en punto, sonó una
corneta llamando a formación, unos sargentos en cada lugar llamaban a formarse
en filas de diez y columnas de cuatro. A Cheché le tocó con un sargento moreno,
gritón, y con un genio del demonio. Lo primero que él dijo fue donde tenían su
derecha y luego su izquierda. Por igual lo hizo con sus pies. En eso se pasó
una hora. Para los jóvenes eso hasta el momento era genial pero, cuando todo ya
estaba bien claro, en medio de la plaza se escuchó el vozarrón del sargento
mayor.
— ¡Atención!
Y cómo autómatas todos se pusieron en filas, con sus
fusiles de palos. Parecían estatuas de piedras.
—un dos, tres, cuatro.
—un dos, tres, cuatro.
—un dos, tres, cuatro.
Durante toda la mañana los jóvenes y viejos, marcharon por
primera vez en su vida, dejando el pellejo en cada cadencia que le pedían. Sus
pies no acostumbrados a tan salvajada caminata, empezaron a hincharse y a
salirle empollas. Cheché no fue la excepción y su pie izquierdo ya era un poema
de hinchado.
Al término de la tarde, todos estaban reventados, la
milicia no era tan color de rosa como ellos pensaban. Para cada uno de ellos,
aquello era un infierno.
Cheché, pensó que si eso era el ejército, él se quedaba, el
pié no importaba, se acercó a la casa de guardia y preguntó por el sargento.
Cuando estuvo frente a él, le disparó su idea. Este le mira y dice: —mira
muchacho, cuando tengas dieciocho ven y te daré la oportunidad.
—Pero señor,
puedo hacer lo que usted me ordene en los ejercicios.
—Sí, es verdad,
aquí te harás más hombre, pero dentro de dos años. Póngase junto a su grupo,
por hoy está bien para ustedes.
Sin perder un segundo se marchó
junto a sus compañeros, estos al verlo tan contento le preguntan.
— ¿Dinos que te
dijo ese hombre?
—Solo me dijo:
— ¡En el ejército es que se hacen los hombres y que regrese en dos años!
—Bueno, tú si
eres grande, hasta con el sargento ya hablas.
Ese hombre parecía un animal en su
trato. Cheché se queda mirándolo y sin meditar lo que decía responde.
—Ustedes
parecen todos mujercitas, con un solo día de marcha y se están quejando.
En ese instante cuando el sol más
picaba en el firmamento, suena la diana del cuartel. Todos aquellos hombres
curtidos en las labores del campo se pusieron en filas, no tan ordenados como
en la mañana, pero con la moral bien en alto. Estaban contribuyendo a derrotar
al comunismo que amenazaba violar a sus mujeres y comerse a sus hijas.
Llegaron los sargentos con sus
caras de no buenos amigos y ordenaron formarse en el mismo orden de la mañana.
Para que todos escucharan se apareció un teniente, que les gritó a todos lo
siguiente:
—Escuchen bien,
no voy a repetir lo que diga. En ese momento se podía escuchar el aleteo de una
mosca, el silencio era sepulcral.
—El próximo mes
todo tienen que venir para continuar con su educación en el manejo de la
disciplina. En sus campos tienen que seguir practicando, ahora ustedes le
sirven a la patria. El que no se presente se declarará enemigo del gobierno. —
¿Quedó claro? Y como puestos de acuerdos todos y a una sola voz se escuchó un
solo sonido. — ¡sí señor!
En ese momento los sargentos
ordenaron la voz de firme, y con una voz endemoniada gritaron: — ¡rompan filas!
Como por arte de magia a muchos les regresó el aliento de felicidad; habían
pasado un día de perro. Sus pies se habían hinchado, a muchos las ampollas les
habían reventado y a otros que vinieron calzados con unas famosas chancletas,
llamadas en su tiempo (soletas) se le habían roto por el trajín del esfuerzo,
al realizar la cadencia de izquierda y derecha.
Cada grupo al tomar sus cabalgaduras
ya no tenían el entusiasmo de la mañana, todos se sentían cansados. Sin
importar que fueran hombres de campo, impuestos al duro trabajo de las labores
agrícolas. Una cosa es sembrar yuca y otra cosa es marchar. De todos los de la
zona de don Pedro, solo su hijo Cheché estaba contento.
Sus compañeros que en la mañana le
habían jurado quedarse con él en ese momento no pensaban igual. Lentamente la
tarde fue cayendo y la marcha hacia los hogares se hizo más lenta. Al paso de
la marcha las aves empezaban sus cantos en saludo a los hombres que ese día
dejaron el alma en el polvo del patio de la plaza de armas.
Cuando los hombres llegaron a sus
casas, sus familias les tenían decenas de preguntas, eso pasó en la casa de don
Pedro, sus hijas y esposa le ven llegar y al desmontarse, don Pedro dio muestra
de dolencias, no dijo nada. Le hizo señas para que ellas no dijeran nada, pero
se volcaron hacia sus hermanos que sin importar las molestias que tenía en su
rostro, parecían hombres diferentes. Sus hermanas le hacían al mismo tiempo
todas las preguntas. Dirigiéndose a Cheché, lo acosan con sus inquietudes y él
como siempre le dice.
—Miren, después
de la cena les cuento todo. ¿Están de acuerdo?
—Están bien,
dice su hermana mayor. Tú siempre matándole a uno las ganas. Se escuchó en el
patio una alegre carcajada.
Cuando el muchacho estaba solo y
puso sus pies al aire, se dio cuenta que por unos días no podría caminar bien,
pero a él eso no le importaba, lo importante para él, era que ya sabía cómo era
la vida en un cuartel. Sin pensarlo dos veces, se montó en su caballo y se
dirigió a la laguna del tío Adolfo. Era un lugar paradisíaco, estaba rodeado de
grandes árboles, jobos, almácigos, en el fondo por donde descolaba hacia la
próxima cañada, una de las más grandes matas de mangos de puerco de toda la
zona. No podía faltar la Ceiba con el manantial que daba vida a la laguna y la
alimentaba con su agua diariamente.
El muchacho se desnudó sin ningún
tapujo ni comedimiento, nadie le diría nada. Se subió a su trampolín preferido,
una rama del jobo de puerco y se lanzó a las ricas aguas de la laguna. Su piel
al ponerse en contacto con las frías aguas se tensó y sufrió un cambio brusco
que el joven sintió e inmediatamente salió de la laguna para ir rápido a su
casa. Le dijo a su madre lo que había pasado, la madre le encrespó por su falta
de tacto y prudencia.
Él había pasado todo un día en el sol
y todavía no se había enfriado lo suficiente como para irse a bañar a la
laguna. Unos ungüentos y una tisana le fueron suministrados por su madre y
hermanas. Los cuentos de la historia de su día, tendrán que esperar por ahora.
Al día siguiente no se levantó de su
hamaca, el papá lo fue a ver y le dijo que descansara y le regañó por su falta
de prudencia. Ya que él sabía que para bañarse tenía que esperar más tiempo y
dejar que su cuerpo se enfriara. Al ir subiendo el día, su mamá le llevó un
desayuno fuerte y una tizana de esas que saben hacer en los campos. El tiempo
transcurrió de forma lenta para el enfermo.
Como de costumbre, algunos de los
jóvenes fueron a verlo y entre los presentes se dio un coloquio muy interesante
sobre lo ocurrido el día anterior y lo que cada uno creía de la experiencia
vivida. Para Cheché, escuchar a sus amigos reafirmaba su idea de ingresar al
ejército. Pasó el día de descanso y aparentemente los remedios de su madre
fueron como un bálsamo milagroso. Ya en la noche se sentía muy mejor y los
ánimos estaban a la altura de las jugarretas del muchacho.
Antonia estaba en el marco de la
entrada, de donde dormían los varones y mirando a su hermano fijamente le dice:
—Dime algo…
¿dónde estaban tus pensamientos ayer, cuando te tiraste a la laguna?
El sin levantar la voz le dice: —sabes
creo que cada lugar de mi cerebro solo tenía lo que llamó el sargento, la
cadencia de la marcha.
— ¿Y qué es eso
de la cadencia de la marcha?
Él, la mira y
meneando la cabeza de un lado a otro, le dice:
—Imagínate a
muchos hombres diciendo un, dos, tres, repitiendo eso como mil veces y andando
de izquierda a derecha y repitiendo la frase cuantas veces el sargento lo
ordena. Ella dice sin pensar las palabras,
— ¿Y así tú
quieres ser militar? Yo no serviría para eso, si fuera hombre.
Él se ríe haciendo unas muescas
con su cara y le responde:
—Ustedes las
mujeres nunca entenderán que es eso. Pero en fin déjame con mis ideas que el
próximo mes sigo con mi marcha y cuando termine eso ya estaré en él ejército.
Ya lo verán todos.
El tiempo pasó irremediablemente,
Cheché se sano y regresó junto a los suyos, a realizar la segunda jornada de
marcha, para fortalecer el espíritu de aquellos hombres que marchaban contra el
comunismo que atentaba contra sus familias y bienes. Al formarse los diferentes
grupos el sargento se acercó al inquieto joven y le dice: —me dicen que usted
se enfermó después de regresar a su casa.
— ¡Si señor!
responde este.
—Ve con el
médico del cuartel, te está esperando. Le dice el sargento.
El muchacho al ver que algo no le
podía salir bien, le suplica al suboficial que no le haga eso, que entonces no
lo aceptarían en el ejército cuando se enlistara.
Este lo mira de arriba abajo y le
responde. —de eso se trata, todo esto de obediencia y cumplimiento de las
ordenes, ve donde el médico si quiere ser guardia. Dando un fuerte suspiro se
encaminó hacia el lugar que le era indicado y que un gran letrero anunciaba
(Enfermería).
—Señor, me
mandaron para un examen.
—Bien, siéntese
ahí y quítese la camisa.
Obedeció cumpliendo rápidamente la
orden, se sentó en la silla indicada y esperó al médico.
Al cabo de un tiempo se presentó un
señor delgado, con cara de trasnoche y un olor a alcohol barato de tienda de
mala muerte. Miró al joven de reojo cómo bicho raro. Le preguntó al muchacho:
—haber ¿dime qué te paso? Bien, después de regresar de la primera jornada de
marcha, me fui a dar un chapuzón a una laguna, el cuerpo me cambió y me dio
fiebre, solo eso pasó. Me tomé tres días de descanso, después me integré al
trabajo normal con mi papá.
—Está bien,
déjame tomarte la presión.
Al momento el Dr. termina y le dice al
joven: —póngase sus ropas y por hoy no haga el ejercicio. Yo le diré al
sargento qué le ponga hacer.
Escribió algo
en un papel y se lo entrego al muchacho. —ve donde el sargento y dale eso.
Este le
responde: — ¡sí señor! Dio media vuelta, salió rápido del lugar y se juntó con
sus compañeros en el patio.
Le entrego un
papel al sargento leyéndolo en el acto.
—Está bien,
dice este.
—por hoy tú no
harás ejercicios pero limpiarás las letrinas. Sal de ahí y ve donde el
encargado de limpieza.
El muchacho, no salía de su asombro.
Él estaba bien, pero el médico ese, le recetaba un descanso de los ejercicios y
el sargento lo ponía a limpiar letrinas. Dijo en voz alta: —bueno ya entiendo
lo de que, el conscripto es una porquería.
Llegó donde el cabo encargado de la
limpieza y le dijo lo de limpiar las letrinas. Este le mira como bicho raro y
le dice: —coge esa cubeta con agua y cal y sígueme.
Fueron al lugar de las letrinas y le
indicó dónde trabajar. Tenía que pintar de blanco seis letrinas usadas por los
soldados de la fortaleza. Sin pensarlo dos veces, empezó su faena y al medio
día ya había terminado. Cuando se presentó frente al sargento, estaba lleno de
cal por todos los lados, pero orgulloso del trabajo realizado. El sargento
salió con él y llegaron donde estaban las letrinas. Abrió cada una, miró en su
interior y todo estaba perfectamente de blanco. Miró al joven y le dijo:
—cuando tengas diecisiete, ven que ya tú eres guardia.
Miró al sargento con los ojos
llenos de lágrimas y le dice:
—Sí mi
comandante, así será. Dando media vuelta se marchó junto a sus compañeros que
le esperaban. La jornada ese día fue igual, pero diferente para la mayoría de
ellos. El tiempo pasó rápido, las órdenes se cumplieron con exactitud y nadie
ese día tenía los pies pelados o con ampollas. Vinieron con medias qué habían
comprado en el transcurso del mes, en el pueblo.
Al final de la tarde y cuando ya el
sol moría, salió la recua de animales hacia sus respectivos campos. Como
siempre, el alcalde Ramón encabezaba la caravana del grupo de la comarca, donde
vivía Cheché.
Capítulo V
La burra de la casa
En cada casa del campo, donde vive Cheché; las
familias tienen una burra. Es usada para los trabajos del hogar, ir al río a
buscar agua, leña en el monte y subir a la loma del cafetal de don Pedro.
Una de las particularidades eran las
tardes, cuando tres de ellos se subían en el lomo de ella y al pelo corrían a
la laguna para el consabido baño matinal.
Lo interesante de esta historia era lo
que hacía la burra si los muchachos se descuidaban al momento de ir a la
laguna. Salía disparada con la cabeza agachada y enrumbaba hacia el camino, al
trote rápido pasando por debajo de una gran mata de limoncillo, donde las ramas
rascaban la espalda del animal y les daba a los muchachos, tremendo susto con
la acción. Solo un buen garrotazo
impedía que ella hiciera semejante acción.
En el camino hacia el río la
carga era fácil para ella. Temprano salía unos de los muchachos a tratar de
lazarla para llevarla a la casa. Cada uno tenía sus intenciones, ella por no
dejarse enlazar y el chico por terminar temprano, para luego irse a la escuela.
Después de pasado el tiempo, optaron por dejarla en el pequeño corral junto a
las tres vacas de ordeño que tenía don Pedro.
En el corral se armaba él corre, corre
y el polvo levantado hacía que como siempre, don Pedro refunfuñara. Después de
amarrado el animal, lo otro era aparejarla. Había que ponerle el freno de boca,
alzarle la cabeza en forma chica y empezar a colocarle la esterilla. El aparejo
duro con su gurupera era el pandemónium del evento. La fuñía burra se sentía en
la cárcel, en el momento que la cincha le apretaba en el pecho y la gurupera
halaba el rabo.
Los cerones encajaban en el
aparejo y se le colocaban los calabazos (ochos) para martirio del animal.
Montado en horcajadas, salió Jengo hijo menor de don Pedro, hacia el río en
busca de la carga de agua del día. La tinaja estaba con agua, solo en el fondo
y eso para doña María era pecado. Ensimismado en sus pensamientos y garrote en
mano, moviendo sus piernas echó a andar el animal camino al manantial, a orilla
del río.
—Camina burra
del carajo, y dándole un garrotazo en el cuello, el bruto animal animaba el
paso por el polvoriento camino hacia el río.
En su marcha hacia su encargo, se paró
a buscar unos mangos del patio de Joran, viejo pintoresco de la comarca. Siguió
su trayecto, pasando por el frente de la casa del alcalde y tomando la bajada
de los Pérez, encaminó sus pasos que enfila hacia el manantial, a orilla del
río.
Tomando cada calabazo, colocó el
caño hecho del lomo de una yagua con la medida exacta, para que el agua callera
en cada calabazo. En los alrededores había una frondosa mata de grayumbo, buscó
en su sombra ocho hojas de la planta humedeciéndola por unos minutos, mientras
llenaba los calabazos.
Tomó cada hoja y quitándole el tallo,
hizo un tapón que fue colocando en la boca de los mismos, después de llenos.
Como Jengo sabía lo mañosa que era la
burra, le achicó el lazo bien fuerte empezando a colocar los calabazos en las
árganas en el animal. Después que terminó, miró a su alrededor buscando algún
copey encargado por su mamá para tapar unas bangañas que tenían unos pinchitos.
Ensimismados en sus pensamientos terminó de buscar el copey y se montó en su
burra, ya que tenía que regresar sin pérdida de tiempo. Tenía que ir a la
escuela.
Por el camino vio a Chencho que,
montado en el mulo jabao de su casa y con esterilla se dirigía al conuco de su
familia, por los lados de la loma. — ¿hola Chencho, cómo te amanece?
—Bien Jengo, ¿y
por la casa cómo están?
—Están bien,
aquí apurando el paso, tengo que ir a la escuela.
—Nos vemos
luego Chencho.
—Nos vemos
Jengo. Respondió este.
Llegando a la casa a eso de las
siete y cuarenta, nada más tenía tiempo de apear los calabazos, colocarlos en
la cocina y comerse una harina salada ya fría que su mamá había hecho para
todos con una taza de leche que por igual se había enfriado.
Corre muchacho, que vas a llegar tarde
y te pondrán de castigo. Cómo no le había quitado el aparejo a la burra, se fue
en ella para llegar más rápido y menos sudado. En el patio de la escuela en dos
filas, sus compañeros cantaban el himno nacional, dirigido por la maestra de la
localidad. Señora de figura menuda, gordita, ojos azules, bizca, con un fuerte
carácter y de trato muy tosco. Era la época donde todo funcionario público
reflejaba las características del gobierno.
Con el rabillo del ojo vio llegar
al muchacho y picada por el aguijón de la disciplina, en medio de todos llamó
al jovencito y le encrespó por su tardanza.
—Escuchen
todos, dijo la maestra.
—Este es el
tipo de conducta que no se puede tolerar, llegar tarde, para no cantar el himno
patriótico es un pecado.
— ¡Pero
maestra!
—A usted desde
hace días lo vengo observando.
—No tiene
respeto por nada ni por nadie. Eso es una falta grave de disciplina que no
vamos a tolerar.
—Escucharon
bien, todos.
— ¡Si señora!
Respondieron a coro.
—Bien, entonces
usted Jengo, tendrá que hacerme cien veces en su cuaderno la oración de (nunca
faltar a la izada de la bandera y canto del himno) además deberá quedarse para
limpiar los pupitres con agua y jabón después de clase. Espero que los demás
aprendan.
Después del sermón, el muchacho
recibió un tremendo jalón de orejas que le dejaría un dolor por todo el
día. En la clase y como era viernes, la
maestra revisaba los cuadernos, cada muchacho recibiría ese día la reprimenda
de lugar. Detrás del escritorio de la maestra había un gran letrero (Trujillo,
Primer Maestro de la Nación) acompañado de una foto del Jefe, nombre no común
para mencionarlo.
—Antonia déjeme
ver su cuaderno.
La jovencita se levanta y camina con
temor frente a la inquisidora mujer. Esta empieza a hojearlo y le dice a la
niña: -por personas como usted es que estamos como estamos y nos va a comer el
comunismo.
— ¿Cómo es
posible que usted en la composición al Jefe no supiera que él es el primer
maestro del país? si lo tienen ahí escrito detrás de mí.
Con una fuerza de voz potente le
dice y para que los demás vieran lo que le esperaba:
—Ponga las
manos hacia arriba, la jovencita volteó sus manos y la maestra le dio como
castigo diez reglazos.
La piel estaba roja como un tomate y
dos grandes lágrimas le bajaron de sus negros ojos. Déjeme ver las uñas, esta
mostrándosela, le dejó ver unas uñas bien limpias y cuidadas.
Así pasó el tiempo en las primeras
horas de la mañana, todos pasaron por la inquisición de la maestra. Nadie se
salvó de castigo. El último era Jengo, él ya tenía su castigo, pero le faltaba
la revisión del cuaderno. Se levanta lentamente y camina hacia la zapita
(nombre clave de ellos para referirse a su maestra) le extiende el cuaderno y
espera la correspondiente amonestación.
Ella hojea el cuaderno lentamente.
Cuando llega a la última página escrita, lo mira y vuelve a hojear el cuaderno.
No le encuentra falta alguna, lo mira y le dice.
— ¿Dime una
cosa?
—Dígame
maestra.
— ¿Estas son
tus letras? ya que si es así yo me comeré este cuaderno.
—Sí maestra,
son mis letras.
—Bien, dice
ella.
—Póngase a
escribir sus cien oraciones y ya veremos.
El joven se pone a escribir su
castigo y ya casi al terminar el día de clase, finaliza la misma. Se la muestra
a la maestra y ella al comprobar que era la misma escritura, para evitar un mal
entendido dice:
—Miren lo que
hace el Jefe, hace posible que este burro escriba bien.
Todos entendieron que no se comería el
cuaderno. Cuando ya todos salían y Jengo se proponía a empezar su castigo la
zapita le dice:
—Mira muchacho,
vete y después hace tu castigo.
Fuera de la escuela sus
compañeros le felicitaban por hacer que la gordita zapita se comiera sus
palabras. Pero a él lo que más le dolía era el jalón de orejas que le dieron en
la mañana, frente a sus compañeros. Tomó su burra y montándose en ella cogió el
polvoriento camino hacia su casa. Al llegar no tenía ganas de comer, este
comportamiento inquietó a su madre y le pregunta a su hijo.
— ¿Qué te pasa
mi hijo?
—Nada viejita,
como más tarde.
En la mente del muchacho solo había
una idea, él se decía así mismo.
—Algún día
alguien le ajustará las cuentas a este jodido Jefe.
Era fin de semana y todos se reunían
para disfrutar de las delicias del mismo. Los muchachos estaban en lo suyo,
preparando una pelota de goma. La misma fue comprada en el último viaje a la
ciudad de Valverde Mao, cuando fueron a la última marcha.
La pelota tenía como centro una
pequeña pelota maciza, estando por la parte exterior forrada por tiras o bandas
de gomas de tubos de carros. El especialista en eso era Cheché, se esmeraba en
su confesión, siendo cada pasada calculada de forma metódica por él. El bate
estaba confeccionado de guayacán, árbol de dura madera y que no quebraba
fácilmente. Los guantes de aparar la dichosa pelota, eran hechos con el fuerte
material llamado de fuerte azul, poniéndole en su interior guata o algodón para
aliviar el golpetazo que daba la pelota al ser bateada.
Así era la vida del campo de
Cheché, de él, de su gente y la comarca donde todos vivían. Pero el muchacho
siempre mantenía su mente fija en ser militar y especialmente del ejército.
Ya habían pasado dos años, desde que
él empezó a realizar las marchas del servicio militar. Su cuerpo y su mente
estaban formados como soldados. Su sargento sabía que en las filas de los que
cada mes marchaban había no solo uno, sino más de uno que entrarían a formar
parte del ejército. En el último llamado para marchar, ya todos estaban
curtidos en la forma del ejercicio, las órdenes de mando y en caso de una
invasión por parte de los comunistas, la autoridad de la comarca sabía ya lo
que tenía que hacer. La doctrina sobre cómo combatir el comunismo estaba bien
enseñada, y todos sabían que el comunismo no quería saber de Dios, violaba a
las mujeres y se comía a sus hijos.
Eran las 7:30 am. En medio de la
plaza de arma y en toda la fortaleza se escuchan al unísono cuatro grandes
voces. Eran la voz de los sargentos instructores que llamaban a formación, a
todos los voluntarios que por dos años habían recibido sus instrucciones.
Cada sargento tenía una hoja y en ella
una lista con nombres que llamarían para formar un nuevo grupo. El sargento
Grullón, del grupo donde estaba Cheché es el primero en llamar. Dice:
—Los que nombre
a continuación, se formaran detrás de mí.
Y acto seguido,
empezó a nombrar su grupo. Así sucesivamente fueron saliendo de cada grupo los
nombrados y pasaron a formar el grupo único de escogidos.
Uno de los sargentos dice voz en
cuello:
—Todos a formar
un solo grupo en columna de cuatro, frente a mí.
En ese momento se armó el pandemónium,
todos se agolparon para ser de los primeros, al pasar unos minutos los hombres
estaban formados. Eran las ocho y quince, el sol empezaba a decir cómo sería
ese día. Picante, abrazador, ardiente como las mujeres de esas tierras.
Llegó el sargento Grullón y dio
la orden de marchar por todo el patio de la fortaleza. Al nuevo grupo también
se le impartió sus instrucciones, ellos igual que los otros también tenían una
faenita, a cada uno se le entregó una mochila llena de piedrecitas con un peso
de doce kilos y medios. Cada uno de esos jóvenes tomó su mochila, se formó en
la fila y guiados por el sargento Pérez, salieron en fila cerrada por el patio
de la fortaleza.
En todo el patio los hombres hacían
ejercicios con los fusiles de palos, al unísono en una cadencia de un, dos,
tres.
Cheché estaba en el grupo de las
mochilas, sudaba como burro aparejado y por su espalda corrían ríos de sudor,
lo mismo pasaba con sus demás compañeros de faena. En ese trajín fueron pasando
las horas, los hombres ya no respondían al unísono, eran autómatas. Sus cuerpos
tallados por el duro esfuerzo del campo, los hacía parecer como centauros en
las colinas griegas.
Hay un descanso, los hombres se
tiran debajo de los árboles buscando el fresco y la brisa suave del lugar. Los
que tenían la mochila dejaron caer sus cuerpos pesadamente en el suelo. Uno de
ellos le pregunta a Cheché.
— ¿Piensas
seguir con eso de ser guardia?
Este le mira y
moviendo la cabeza de un lado a otro responde:
—Sí, es lo
único que me interesa en este momento.
— ¿Ustedes no
ven que estos ejercicio no son nada? Sigue diciendo.
—Cuando tenemos
que estar en el conuco fajado de seis a seis. — ¿Quién se queja?
Otro de sus
compañeros se agrega a la conversación.
—Sí es verdad,
pero cuando tú quieres descansar descansa y cuando quieres comer, comes. ¿Ves
la diferencia? dice este último.
—Ustedes no ven
más allá de sus narices, responde Cheché.
— ¿Quién de
nosotros ha visto a los guardias haciendo lo que no le ordenan? —Aquí se hace,
lo que se te ordena. Otros de los reunidos dijo:
—Yo no me
quedo, la vida debajo de una mata es muy buena. En medio de todos sonó una
tremenda carcajada.
Llegó el sargento impartiendo la orden
de formarse nuevamente. Mirando a cada hombre le preguntó.
— ¿Quién de
ustedes seguirá en el ejército?
Con sus ojos
llameantes pasó su mirada por cada uno de ellos.
Una voz en el medio del pelotón se
escuchó.
—Yo, mi
sargento.
Buscó con la
mirada a quien dijo la expresión, al verlo dijo.
—No esperaba
menos de usted Cheché.
Otros al ver la determinación del
joven, también hicieron lo mismo. De ese grupo la mitad dijo que se alistaría
en el ejército. La otra mitad al no escoger como profesión servir a su país,
fueron mandados junto al grupo de los que marchaban en el patio. El sargento
instructor Grullón se quedó con el grupo de Cheché. Los miró a todos y les
dijo:
—Jóvenes, el
secretario del ejército, en nombre del Generalísimo, agradece a ustedes y sus
familias por su decisión.
—Ahora cada uno
recibirá una carta de recomendación de esta fortaleza, irán a sus casas y
traerán sus actas de nacimiento la próxima semana. De aquí los mandaremos a la
Fortaleza San Luís en Santiago. Ustedes recibirán sus instrucciones allí.
—Lleven las
mochilas al almacén y pónganla donde les indique el cabo de guardia. Después
regresen aquí.
En formación y corriendo, salieron
todos hacia el lugar. De regreso y en formación frente al sargento Grullón, con
los ojos brillosos de la emoción todos se pararon en firme. Este les recordó
que: —en una semana todos deben de estar aquí en la fortaleza. Una sola voz se
escuchó:
— ¡Sí señor!
—Rompan filas,
gritó el sargento.
Son las once y media. En el
firmamento el sol ardía como fogón asando maíz. Los que no habían sido escogidos
para ingresar, seguían en la faena de ejercicios marciales. Al filo de las
doce, todos fueron llamados y se le ordenó descanso a discreción en el patio de
la fortaleza. Comieron lo que habían traído cada uno y como siempre, todos
tenían sus bangañitas de aguas. Descansando debajo de los árboles del patio, el
grupo de hombres esperaron por las próximas órdenes.
A eso de las dos de la tarde
salió un capitán, los reunió a todos y les habló sobre la misión que cada grupo
tenía que desarrollar en sus respectivas comarcas. De la importancia de la
misma y de cómo se harían las mismas. Todas las rondas serian encabezadas por
el alcalde o una persona designada por él. Todos asintieron con la cabeza y un
gruñido. Después de eso, lo formaron y les dieron la orden de libertad junto a
un carnet que decía que el poseedor del mismo había hecho el servicio militar.
Capítulo
VI
Una
semana
Al inicio
de la semana, Cheché procuró tener a mano su acta de nacimiento. Su madre le
empezó a preparar la única maleta existente en la casa. Todo andaba revuelto,
las muchachas le prepararon sus ropas, plancharon sus camisas y pantalones.
Como él solo tenía un par de zapatos se iría con ellos y los limpiaría en el
parque de la ciudad.
Como su deporte favorito era la caza de guineas, se dedicó
por unos días a mejorar sus canastas y atrapar algunos ejemplares para que su
madre se luzca con unas guineas guisadas.
Su padre no decía nada, el silencio era elocuente pero su
mamá que entendía bien a su esposo, sabía por lo que estaba pasando. Uno de los
suyos se le va. El primero de sus retoños que se independiza y en qué momento.
Las tenciones políticas en el país no eran las mejores y eso no era bueno. Siempre en su mente mantenía la esperanza de
que el muchacho desistiera de su idea.
En los alrededores de la pulpería de Genaro, se hablaba de
lo que habían pasado en el tiempo del servicio voluntario de marcha y lo
difícil que era. De los alrededores de la letrina sale Chencho y en forma de
broma el coro de hombres le dicen: —bueno Chencho, las tusas se dieron vida.
El pobre hombre se puso rojo de la vergüenza. Dice él:
—puede ser. Sumándose a la conversación de los demás. —miren, todos aquí
decimos que eso de irse a formar parte del régimen, no es bueno pero recordemos
todo que si no es así ¿a dónde vamos nosotros?
Moviendo la cabeza de forma afirmativa, aquellos hombres de
campo daban por sentado que la decisión tomada por Cheché era la más práctica
para salir del campo.
Era ya miércoles y se aprestaban a conversar sobre lo que a
ellos le gustaba, sus gallos. La conversación giraba en torno al encaste de las
gallinas y la forma de criar los pollitos. Como cada uno se creía un experto,
daban su opinión sobre el tema. Yo creo, que además de los animales el maíz que
le damos es importante.
—Miren, repite don
Lisandro, gallero empedernido.
—Ese maíz muy amarillo no
es bueno para el buen desarrollo de esos animales. Yo les doy del maíz que es
más rojo y que cosecho en septiembre, nunca me ha fallado.
—Eso es verdad lo que dice Lisandro,
expresa Genaro. —Yo hago lo mismo y creo que todos lo hacemos con relación al
maíz, además recuerden que siempre los buenos pollos son los que nacen en la
época de la primavera.
En este tipo de conversación estaban todos y llegó Cheché
junto a su hermano Pedrito, que también se iría a la capital donde unos
familiares a buscar trabajo. Ellos se suman al círculo de sillas que había
sacado Genaro para que todos los tertulianos pudieran estar a gusto. Como el
tema era la ida de Cheché al ejército la pregunta no se hizo esperar.
— ¿Te sientes bien en irte
a ser militar? El muchacho los mira a todos y les dice:
—Todos saben desde hace
años que deseaba ser guardia, desde que cumplí los dieciséis dije que me iría a
formar parte del ejército.
Continuó diciendo: —Esto
del servicio voluntario me sirvió para formar mis ideas más claras y así serán
las cosas.
En el lugar se hizo un gran silencio, en ese momento tal
vez a todos se le aclaro la mente sobre lo que deseaba el muchacho.
Nadie sabe cómo pero de algún lugar apareció una buena
botella de aguardiente. El alcohol animo el momento y los participantes
hicieron cuentos de todo tipo. Conversando de sus anécdotas y sus cosas de
campo y de conucos.
Así fue pasando el tiempo y no se sabe de dónde y cómo aparece
una tambora en mano de unos de los presentes y en medio de la noche se empezó a
escuchar un repiquetear de tambora, que se escuchaba a lo lejos. Los ánimos
estaban al máximo, ya nadie recordaba que todo empezó para conversar sobre la
noticia más importante de la comarca. La partida de uno de ellos que formaría
parte de la institución más vieja del País.
Pedrito y Cheché se habían marchado, no eran muchachos de
muchos canes y cuando menos se esperaba un peón de unas de las propiedades tiró
una silla al medio del jolgorio. Por arte de magia se armó un pleito de campo,
a sillazos y trompadas, pero como entre los parroquianos había gente que tenían
cuentas pendientes, se armó una pelea entre dos a cuchillos.
Alguien se mandó a buscar al alcalde y a mitad de camino ya
este venía para el lugar. Apuraron el paso y en medio de la bulla se escucharon
dos disparos, de repente todo el mundo se quedó paralizado. Aquellos dos
truenos dejaron a las personas perplejas.
Pero los dos que tenían los cuchillos a mano, no
entendieron la señal y continuaron su asunto sin importar lo que había sucedido
un segundo a su lado. El alcalde alumbrado por sendas lámparas les dijo:
— ¡Carajo, deténganse!
La energía de estas palabras fue tal que estos se pararon.
A un gesto del alcalde soltaron los cuchillos y de forma inmediata, el segundo
alcalde procedió a apresarlos.
Mirando a Genaro le
encrespó:
—Genaro ¿Cuántas veces te
he dicho que no hagas fiesta en tu casa, sin la presencia de la autoridad?
—Tú no entiendes de nada de
lo que se te dice, ripostó el alcalde.
Echando por delante a los dos hombres, montó a caballo y
siendo la una de la mañana, emprendió el tedioso viaje hacia el cuartel más
próximo. También llevaba a Genaro, ya que en su casa fue que se produjo el
pleito. Genaro que no quería verse metido en problemas con la justicia del
régimen, le dice al alcalde.
—Alcalde y usted no cree
que es mejor dejar esto por aquí, y póngale una multa a estos muchachos y no
vayamos a eso de policías y cuarteles.
El alcalde detiene su montura, mira fijamente a Genaro y le
pregunta:
—Genaro ¿tú eres comunista?
Solo los comunistas en el gobierno del Jefe dicen esas tonterías.
—Mira tú no me has dicho
nada.
Y moviendo las bridas del animal, prosiguieron la marcha
hacia la policía, la cual en esa época era parte del sistema militar que
imperaba.
Cuando llegaron, el alcalde y su segundo con los hombres,
explicaron la situación al jefe de puesto. Dice el alcalde:
—Mire sargento, tuve que ir
a desapartar a estos dos, señalando con un dedo a los dos detenidos.
—En una fiestecita que
tenía este otro en su casa, señalando a Genaro con el índice. Este está aquí,
ya que el pleito fue en su casa y les dirá como empezó todo esto que me ha
costado el sueño.
El cabo que tenía las pulgas más malas de la guardia dice:
—Bueno ¿Díganme porqué
ustedes están aquí?
—Mire comandante, dicen a
una voz.
El los mira y en medio de la oscuridad se escucha aquel
vozarrón.
— ¡Idiotas!
Los hombres por primera vez en su vida, se orinaban en sus
pantalones. Nunca habían visto a una persona tan enérgica y con tan malas
intenciones. Se dirigió al llamado o apodado Ramiro. —A ver tú, qué me dices.
—Mire comandante este y yo
tenemos unas cuentas pendientes y si no es ahora será después.
—Muy bien le felicito por su
sinceridad. —ahora te toca a ti pimpollo, dime una cosa'
— ¿Qué tienes tú pendiente
con este otro?
—Comandante yo no tengo
nada pendiente con él, lo que pasa es que nos gusta la misma mujer y en dos
ocasiones, nos hemos encontrado en el camino. Eso es todo.
El alcalde se le queda mirando y dice: —ustedes dos pares
de sinvergüenzas me podrían decir, ¿Quién es esa mujer por la cual se querían
matar?
Ramiro le dice: —es Dilenia
la de Fermín.
—Mire cabo, dice el
alcalde. —quédese con estos dos aquí por burros.
—Esa ha sido mujer de todo
el mundo y estos pretendían matarse por semejante cosa.
—A este, señalando a Genaro
—Póngale la multa
correspondiente y mándelo mañana a su casa.
El cabo se queda mirando al alcalde y le dice:
—Mire alcalde, pero usted
no me ha traído los cuchillos que estos tenían.
El alcalde mira a su
segundo y le dice:
—Ve al caballo y tráeme los
dos machetes que estos tenían cuando yo llegué.
— ¿No había cuchillos?
—No sargento, los mensos
tenían solo estos machetes.
Los dos hombres salieron dejando a los detenidos, en mano
de los militares del puesto.
Montaron a caballo y en todo el trayecto ninguno dijo nada.
En la casa de Genaro, nadie había dormido. Todos estaban sentados en el rancho
junto a la casa. Al ver llegar a los caballistas todos salieron a preguntarles.
La mujer de Genaro le dice:
—Alcalde ¿y Genaro dónde
está? Este los mira a todos y le dice:
—Él viene después del
mediodía, ya que tiene que pagar la multa por hacer una fiesta sin permiso y
dejar que esos idiotas se pusieran a pelear.
—Mire, yo me voy para el
puesto y llevo el dinerito, dice la mujer. Creo que él no se llevó dinero en
los bolsillos.
—Te dije que él viene más
tarde, replica el alcalde. Yo le di el dinero ya que salió sin uno. Ahora bien,
los otros dos tendrán unos días para pensarlo.
—Mire don Ramón, aquí no
somos tontos, sabemos lo que le pasa al que llevan al puesto. —Si hablo mentira
¿dígame uno de ustedes lo que le pasó a Simeón?
— ¿Y qué le pasó según tú?
—Nada, solo que Simeón al
día de hoy no aparece ni en los centros espiritistas. Solo eso.
—Bueno miren todos. —Por un
pleito así no pasa nada solo es una multa a Genaro y unos días de escarmiento a
esos dos, por tratar de matarse dizque por Dilenia.
—Yo espero que ninguno de
ustedes intente semejante burrada.
La mujer de Genaro se queda mirando al alcalde y le
pregunta:
—Pero ¿esos peleaban por
Dilenia, la hija de Confesora?
—Así es, como lo escucha
mujer. Respondió el alcalde.
— ¡Dios Santo! dice otra
vez la mujer.
— ¡Este mundo se está acabando!
—Nos vemos, que en este lío
hemos perdido el sueño de la noche y la madrugada, riposto el alcalde Ramón.
Saliendo al trote de su animal, se encaminó por el
polvoriento camino hacia su casa. Lo mismo hizo el segundo, diciendo como
despedida: — voy a dormir dos horas, los becerros se mamarán hoy.
En la casa de Cheché nadie se había enterado de lo
ocurrido, como producto de la celebración que se hizo en la pulpería de Genaro.
Como ya era viernes él que llevó bien temprano la noticia a la familia de Cheché
fue Chencho. Llegando a la enramada, junto a la cocina, amarró la mula y
saludado a la mamá de Cheché, le soltó toda la historia del pleito y lo que más
luego ocurrió con Genaro y los dos peleadores. La vieja solo atinó a decir en
su poco conversatorio.
— ¡Magnífica animamea!
—La gente de hoy no coge
cabeza. Sabiendo cómo está la situación y haciendo barbaridades.
Con el olor del aromático grano, los demás también se
levantaron y por igual Chencho les relató la historia. No salían del asombro.
El primero en preguntar los
motivos del pleito, fue Cheché.
—Dime una cosa Chencho y
esos dos buenos brutos, ¿por qué peleaban?
—Por lo mismo que pelean
dos burros en el corral.
—Por una mujer, pero mira qué
mujer, dice este: ¡Dilenia!
El tiempo y los siete días parecían que volaban, para
Cheché. Este tenía en el tiempo que le restaba realizar una de las tareas más
importante de su vida en su comunidad. Por un buen tiempo él había venido
sosteniendo conversaciones con la joven Rosa Elvira. Joven está muy agraciada
físicamente. El viernes por la tarde, se armó de valor y salió hacia la casa de
la joven. Al llegar a la misma, saludó a los presentes y pasó a sentarse en una
de las sillas que estaba en el zaguán de la casa invitado por la joven. La
madre de Rosa Elvira le pregunta:
—Cheché — ¿tú quieres café?
—Estamos colando un poco y
ya casi está.
—Usted sabe doña, que un
poco de café nunca cae mal.
Rosa Elvira estaba en la cocina preparando el café, pero
sus manos no dejaban de temblarle. Su madre que ya sabía el motivo de la
presencia del muchacho en su casa le dice:
—Mi hija deja de estar con
eso. — tu sabes que él es bien visto por todos y más ahora que será guardia.
Don Mamota, padre de Rosa Elvira era un hombre de poco
hablar. Pero es considerado por todos, como un ser humano justo, muy de iglesia
y de su trabajo en sus predios, que están un poco alejados de su casa. Llegó en
su caballito color melao. Se desmonta con su paciencia de siempre y llamando a
uno de la casa, se dispuso a sentarse en el zaguán sin percatarse de la
presencia del muchacho.
Su llegada era siempre seguida de un ritual. Este se
sentaba, empezaba a quitarse las espuelas con la calma y paciencia de Job, le
daban un jarro de café y le buscaban unas chanclas que deberían de tener todos
los años del mundo.
Preguntó por cada uno de sus hijos y es en ese instante es
que se percata de la presencia del joven. Lo saluda muy efusivamente y le dice:
—Perdóname que al entrar no
te he visto.
— ¿Cómo tú estás?
—Estamos bien don Mamota.
—Visitándolos a ustedes, ya
que antes de irme quiero dejar un asunto resuelto.
— ¡Aja!
— ¿Y qué es eso?
— ¿Tú quieres hablar
conmigo?
—Mire don Mamota, dice este.
—hace un buen tiempo que Rosa Elvira y yo venimos conversando sobre nosotros y
la posibilidad de ser novios. Es por eso que estoy aquí, para poner en
conocimiento de ustedes mis intenciones y de si ustedes lo aprueban.
El viejo como buen zorro y conocedor de la vida, se queda
un buen rato pensando. En eso llega el jarro de café que cada tarde a su regreso
tomaba. Mete sus manos en unos de los bolsillos de su viejo pantalón y extrae
un cachimbo. Con toda su paciencia lo enciende y empieza a tomarse su café.
Sale de la cocina la madre de Rosa Elvira y jalando una
silla se sienta en el zaguán. Todo era silencio y los presentes esperaban una
repuesta de don Mamota. Este mirando a su mujer dice:
—Mira Cheché, yo conozco a
tu familia desde hace años y don Pedro y yo somos como hermanos. Este prosigue
diciendo. —Déjame decirte algo desde mi forma bruta de ver las cosas.
—Aquí somos gentes
honradas.
—Lo sé don Mamota y a todos
nos consta que es así. Por eso estoy hoy
frente a ustedes. Dice el muchacho.
—Pues me alegro de que lo
sepas y entiendas. En mi familia pensamos bien las cosas.
—Mira, tú te vas por un tiempo
del sitio. Pero para que este asunto, a ustedes les funcione, yo te diría que
dejes pasar ese tiempo y ya veremos qué pasa.
— ¿Don Mamota, eso quiere
decir que ustedes no se oponen a que venga aquí a ver a Rosa Elvira?
—No, pero como tú estarás
lejos y no sabes cuándo vienes se escriben y ya veremos.
—Gracias a ustedes por
dejarme acercarme a su familia. En los días que faltan mis padres van a venir
por aquí, a conversar sobre el tema.
—Yo quiero hacer las cosas
bien.
El viejo le mira y moviendo la cabeza le dice:
—Te pareces a tu padre
cuando éramos jóvenes. Y mirando a doña Rafaela le dice:
—Fríete unos huevos para
invitar a Cheché a que cene con nosotros. Uno nunca sabe lo del futuro.
La mujer salió para la cocina a preparar la cena de todos y
la del invitado especial de esa noche.
Rosa Elvira no había aparecido por el lugar, mientras los
dos hombres hablaban. Se mantuvo en la casa rezando para que su papá no dijera
que no y ofreció una promesa para el día de San Roque, con tal de que el viejo
le aceptara los amores con el muchacho.
Desde que esta vio salir a su mamá para la cocina salió
hacia ese lugar y con solo poner un pie en el quicio de la puerta, le disparó
la pregunta a la vieja.
— ¿Qué dijo papá?
—No te preocupes, el viejo
dijo que sí.
En los ojos de la muchacha había un brillo especial. Ella
se había cuidado desde siempre para ser novia de ese muchacho y veía sus
esperanzas coronadas. Su madre que conocía desde hace tiempo sus intenciones le
dice:
—No te preocupes, que
cuando él no esté aquí, las cartas sustituirán su ausencia.
Ella suspiraba de alegría y por sus venas corrían torrentes
de emociones. Pero como esa noche tenía por primera vez en su casa al hombre
que de vez en cuando veía camino al río a buscar agua o en las escasas fiestas
del lugar quería esmerarse en preparar junto a su mamá una rica cena.
Camino a su casa el joven era toda alegría. Por su pecho se
entrecruzaban las emociones del momento, y como siempre con su silbido de
abejorro, empezó a entonar una de sus melodías preferida. Como ya había caído
la noche y en el campo los sonidos llegan lejos, todo el mundo sabía que por el
camino hacia su casa, marchaba Cheché. El enamorado de Rosa Elvira, la joven
más hermosa del lugar.
Llegó al zaguán de la casa, era viernes. En él, estaban
sentados todos sus hermanos y sus padres esperándolo.
—Pero muchacho, dice su
madre. -¡mira que aquí nadie ha cenado esperándote!
—Vieja, usted sabe lo que
tenía que hacer y eso lleva tiempo, responde.
Antonia que no sabía nada dice: —espero que esta espera
haya valido la pena.
Él les pregunta: — ¿pero
qué es lo que ustedes esperan?
— ¡Bruto, a ti para cenar!
respondió la joven.
—Pero si ya yo cené donde
don Mamota, les dice.
Todos se quedan mirándolo en silencio por un largo rato.
Tiempo que él usa para dar una explicación de lo sucedido en la casa de su ya
casi novia. Le dice a su papá.
—Mire, yo necesito que
usted y mamá me formalicen esta petición. Yo se lo dije a esa gente.
—Bueno, dice la madre.
—Veo que tú nos deja menudo
compromiso a nosotros.
— ¿Y si tú por ahí después
que conozca el mundo te gusta otra mujer?
—Entonces nos pone a
nosotros de mojiganga.
Don Pedro no había dicho nada y le pregunta.
— ¿Mamota no te puso ningún
pero?
—No señor.
— ¿Te habló de que nuestras
familias se conocen desde hace mucho tiempo?
—Sí, me dijo algo parecido
a eso.
—Está bien, un día de estos
iremos a visitarlos y ya podremos ponernos de acuerdo sobre este noviazgo tuyo
con esa muchacha.
—Gracias, se lo voy a agradecer
siempre.
—A mí no me agradezca nada,
el que va a ser novio eres tú, y el que va a quedar mal si no cuaja esto, eres
tú, dijo el padre.
En la enramada se escuchó una carcajada de todos los
presentes. Cada uno tomó su plato y se arrellanó en el sitio que mejor se
sentía. Y entre cuchara y cuchara, se deleitaban con las anécdotas y
ocurrencias de su familia.
Entrada bien la noche, cada uno cogió un jarro y se fue a
enjuagar la boca para acostarse. Como no había la práctica del cepillo, el dedo
fuertemente estrujado en los dientes hacia la función de este.
—Pedrito, dice Cheché.
—Dime.
— ¿Ya le dijiste a papá que
tú te vas la próxima semana para la capital?
—Bueno a decir verdad no se
lo he dicho. Hablé con la vieja y ella me recomendó que se lo diga mañana,
después de la misa, en la tarde.
—Eso está bien. Así es
mejor para ti.
—Ajá, eso creo yo también,
dice el joven, y dejan por terminada la conversación.
Es sábado, y para la comunidad como cada sábado venía a la
jurisdicción el cura, a celebrar una misa. Para invitar a los parroquianos el cura
traía unos montantes que se disparaban y de esta forma, todos sabían que él
había llegado. El rito de la eucaristía era en latín y aunque nadie entendía
todos asistían con sus mejores galas a la misma. Era la oportunidad de
saludarse, saber cómo estaban todos y de que los jóvenes se vieran y de esta
forma decirle algún piropo a las muchachas.
La celebración era como de costumbre, desde que se
construyó la escuela. En la misma se bautizaba y también el cura confesaba a
quienes creían que lo merecían. En esa tónica estaba cuando llegó Genaro
después que lo soltaron. Vino al paso que el caballo quiso y por eso no estuvo
cuándo inició la misa. Se quedó en el fondo del patio, mirando y conversando
con algunos de los parroquianos.
Al término de la misma, todos salían y se saludaban entre
sí. El cura dormiría en la casa de don Adolfo, hombre próspero y de prestigio
en la localidad. En ese momento Cheché aprovechó y le dijo que él se iría al
otro día con él, pero el cura lo mira y le responde.
—Mira mañana no puede ser,
es domingo y voy para el Mamey de Puerto Plata.
El joven lo mira y se encoje de hombros, como diciéndole al
sacerdote: —bueno si usted lo dice.
En eso ve a Rosa Elvira y todos sus problemas se le
desaparecen como por arte de magia. Se dirige hacia la muchacha y la toma de la
mano, frente a todos. Esto en ellos los hace sentir mejor y empezaron a
conversar de sus planes. Ella muy hábil le dice:
—Bríndame un refresco.
Él le responde de forma rápida: —está bien vamos donde
Genaro.
—Ya tengo crédito aquí y
puedes en mi nombre, gastar tres pesos en el mes.
Ella le aprieta fuertemente la mano y siguen conversando.
En eso también llega Antonia que tenía en el lugar su pretendiente, pero este
no se atrevía a demostrar lo que sentía frente a los demás. Al llegar esboza
una hermosa sonrisa a la joven y le dice:
—Te felicito, ya somos de
la familia.
—Gracias Antonia, me hace
muy feliz que ustedes me acepten.
—Bueno, ya puedes ir por mi
casa cuando este penco no esté por ahí.
Y las dos jóvenes sonrieron de la ocurrencia y compartieron
el refresco bajado del tramo de Genaro.
Con el trajín de la tarde, llegó la hora de la despedida y
ella como si fuera ya una novia de años, se colgó de su cuello y le estampó en
la mejilla un beso de despedida. El solo atino a apretar sus manos y le susurró
algo en el oído.
Todo el mundo se marchó, Cheché y su familia también. Por
el trayecto del polvoriento camino, todos los asistentes conversaban de lo
ocurrido en la misa. Del boche del cura a Chencho por dormirse en medio de la
homilía, el estornudo de Fernando el bizco y de un mal olor salido de la zona
donde estaba sentado el viejo Jorán.
Don Pedro iba en silencio, meditando los cambios que su
vida había dado desde la última gran cosecha de café. En su casa había radio,
ya no pasaban tantas penurias. Sus gallos se vendían a buen precio para la
época y sus hijos se habían convertido en hombres y mujeres. Pero la vida no le
había preparado para esto último: cuando los hijos se tienen que ir.
Pero él sabía que era así. Todo cambia con el paso del
tiempo.
—Pedrito, ¿cuándo te vas
para la capital?
—Me voy la próxima semana.
Le escribí a Fulgencio el primo para que me reciba en su casa.
—Está bien.
—Cheché y tú. ¿A qué hora
sales mañana?
—Bueno, yo tengo que estar
en la Fortaleza a las diez de la mañana.
—No te preocupes, yo te
llevo.
La esposa de don Pedro escuchaba en silencio todo y
mientras caminaban, para su cara, corrían gruesas lágrimas. Sus retoños ya tenían alas y empezaban a
volar.
Capítulo
VII
El
domingo de Cheché
Esa noche nadie
pegó los ojos en la casa. El acontecimiento más importante de la familia
empezaba ese día. Ya a las seis, Jengo en gesto hacia su hermano tenía
preparado los animales. Su madre desde las cinco se había levantado y les
preparó un desayuno de plátano, huevos fritos y un chocolate con leche.
— ¡Hay mi hijo!
Dice la madre.
—Espero que te
acuerdes de tu vieja todos los días.
—Usted sabe mi
vieja que la tendré presente cada día de mi vida y como todas las tardes ponen
las canciones, usted me recordará siempre.
Los demás muchachos se habían
levantado para despedirse de su hermano. La que más emotiva estaba era Antonia,
que no podía contener el llanto. Su padre desde que se levantó no dijo una
palabra y pasó en silencio todo ese momento de la despedida. En el anca del
animal también se montó Jengo, él tenía que traer el mulo de regreso.
Durante todo el trayecto, solo los dos
jóvenes conversaron algo. Para los tres se le hizo muy corto. Al llegar al
igual que otros compañeros, se reunieron en el patio de la Fortaleza, debajo de
una frondosa Anacahuita.
Viendo que la despedida llegaba. Su
padre lo haló por un brazo y apartándose del grupo le puso las manos sobre los
hombros y le dijo.
—Cheché, lo
único que deseo es que seas un hombre y que de ti nunca se diga nada.
—Sí, lo sé,
respondió.
—Piensa bien
cada paso que tú des y siempre esté, presto para lo que se te ordene.
—Sí señor, así
lo haré.
Lo abrazó fuertemente y dándole la
espalda dejó que su hermano también se despidiera de él.
El momento era muy emotivo, todos los
que fueron a llevar a sus familiares pasaban por la misma situación que los
familiares de Cheché. Cuando todos ya se marchaban, salió un oficial a darle
las gracias en nombre del Generalísimo, por su entrega a la Patria.
Después de eso, todos se
marcharon hacia sus diferentes comarcas, quedando los jóvenes por primera vez
en su vida solos y en un mundo que creían conocer y donde algunos de ellos a
los pocos días, se arrepentirían del paso que habían dado.
Un sargento gordito y colorado salió
de donde nadie sabe y les dice:
—Fórmense en
fila de tres con sus bultos en las manos.
Todos se formaron en un pelotón
cerrado, como se lo ordenó el sargento. Algunos intentaron hablar entre ellos y
se escuchó un sonoro — ¡silencio!
Desde ese momento aprendieron que solo
el sargento hablaba y ellos eran mudos monosílabos.
— ¡Si señor!
— ¡No señor!
Salió el capitán que lo llevaría a
Santiago y les dice:
—Jóvenes desde
hoy ustedes empiezan una nueva vida en el Glorioso Ejército Dominicano. Fundado
por nuestros Padres de la Patria y modernizado por nuestro Jefe el Generalísimo
y Benefactor de la Patria.
—Ustedes son el
orgullo de sus familias, así que esperamos que no las defrauden.
— ¿Me
entendieron bien todo?
— ¡Si señor!
Dijeron a coro.
—Bien, entonces
en ese vehículo que ven ahí ustedes viajaran a Santiago.
El famoso vehículo era un camión marca
Mack, usado por el ejército para transportar lo que fuera y en este caso fue
tomado para llevar a los jóvenes de la Línea Noroeste, que se alistaban en el
ejército.
Sin ponerse de acuerdo pero por esos
avatares de la vida, todos tenían en sus mentes su casa, sus padres y hermanos,
unos que otros a las novias que habían dejado por unas semanas. Pero para cada
uno de ellos era una eternidad el tiempo que tenían que pasar fuera.
Nuestro amigo no escapaba a esas
circunstancias y en su cabeza no solo estaban todos los de su casa. También
estaba la novia Rosa Elvira y de manera paradójica, también pensaba en sus
canastas y de cómo en ese tiempo no vería ninguna guinea en el monte ni quién
las atraparía en sus fantásticas trampas.
— ¿En qué
piensa muchacho? Escuchó una voz a su lado.
Se da la vuelta y ve al sargento
Grullón, poniéndose de forma marcial, cosa que ya conocía le responde.
—En nada señor.
Él lo mira y meneando la cabeza le
dice.
—Mira, aquí
todos piensan en lo mismo, tú no te escapas a eso.
—Muchacho, tú
piensas en tu casa, en el monte y en la burra. Y diciendo esto se marchó con
una carcajada destemplada en frente de todos.
A las tres de la tarde los
montaron en el camión y partieron rumbo a la ciudad de Santiago, donde ya lo
estaban esperando.
Ellos ya eran parte de la maquinaria y
por eso el chofer no reparaba en nada para que los pobres muchachos se movieran
menos, en la parte trasera del diabólico vehículo. Al llegar a la fortaleza San
Luís, fueron desmontados dándoles unos minutos para que se desentumieran y
estiraran las piernas. A la media hora de llegar, fueron llamados a formación y
desde ese momento todo en sus vidas cambió para siempre.
En una zona con líneas blancas
pintadas en el rústico pavimento fueron formados en grupos de un pelotón y
Cheché vio que su compañía tendría tres pelotones de treinta y seis hombres.
—Alinéense por
la derecha con su compañero.
—Miren siempre
al frente y no hablen. La única voz aquí será y es la mía y la del Jefe.
— ¿Me
escucharon bien?
— ¡Sí señor!
Dijeron todos a la vez.
Desde ese momento entendieron a la
perfección lo que era ser del ejército.
—Todos andarán
en filas y callados, aquél que sorprenda hablando se acordará cuando su
abuelita parió a su madre.
— ¿Me
entendieron todos?
— ¡Si señor!
El camino a sus barracas tenía más de
una parada. La primera era fácil y sencilla. El barbero tenía para sus nuevos
amigos como él los llamaba, unas recomendaciones y ahí era que la cosa se ponía
buena. En fila, todos veían como sus cabezas se transformaban. Sus cabellos en
muchos de ellos lacios y abundantes, desaparecían como por arte de magia.
La cabeza de Cheché no fue la
excepción y como sus amigos, también le fue pelada a rape. Saliendo de ahí,
pasaron por la intendencia, lugar donde le daban su avituallamiento: Un par de
botas, dos remuas de faenas, un casco, una polaina, una mochila de equipos, en
fin todo lo que un recluta necesita en la parte del entrenamiento.
Luego fueron conducidos al lugar donde
se establecerían sus cuarteles. Para muchos, las cinco de la tarde parecían una
eternidad y pensaron que pronto todo terminaría y podrían descansar. Cuán lejos
de la realidad estaban. La primera noche de los novatos era y sigue siendo un
infierno.
—Vamos partida
de flojos, que no tenemos todo el día para ustedes. Dijo un cabo.
Les fueron asignadas sus literas y sus
cajas de pertenencias. Se les leyó las instrucciones correspondientes. Al pelotón
de Cheché les fue asignado un viejo instructor con unas arrugas en la cara pero
que al parecer tenía todas las mañas del mundo.
— ¡Atención!
Sonó un fuerte
grito en la puerta del barracón.
—Escuchen bien,
todos.
Los nuevos reclutas formaban una fila doble
frente a sus camas.
—Dentro de diez
minutos, los quiero vestidos en ropa de faena y listos para pasar lista.
— ¡Hay de aquel
que se haga el desentendido!
—Cabo hágase
cargo.
—Sí, sargento.
A los cinco minutos, todos estaban
listos y en formación para salir del barracón que servía de cuartel.
Afuera, en medio de una explanada
estaba el sargento Tejada esperando a su grupo, eran las seis de la tarde.
Al mismo tiempo, los demás pelotones
se fueron presentando con sus respectivos sargentos en el patio que servía de
punto de reunión para todos.
—Siéntense,
dijo el sargento.
—Hoy, sólo
vamos a conversar un poco sobre nuestro glorioso Ejército Nacional. Además se
le explicará cuáles son sus deberes en el cuartel.
—El cabo
Gonzales será su supervisor de cuarteles. Las camas tendrán que ser arregladas
a la hora indicada y ustedes deben de estar listo a las 600 horas.
—El desayuno
será a las 6:30 horas, la comida es a la 11:30 horas, el entrenamiento empieza
a las 8:00 horas.
—Aquí sólo
existe un solo credo y se repite día y noche, escúchenlo y memorícenlos.
— ¡Sí señor!
— ¡No señor!
—El baño en la
mañana será a la 5:45 el que no se bañe ya sabe, pondrá a sudar a sus
compañeros.
—Cabo, lleve a
sus soldados a la cena. Hoy el Generalísimo quiere que sus soldados coman bien,
desde que entran a formar parte de su ejército.
El cabo González mira al grupo y
les ordena ponerse en pie, y en formación cerrada, se encaminaron hacia el
comedor de alistados. La cena para los reclutas era la clásica cena criolla.
Dos trozos duros de plátano, un poco de berenjena y un vaso de chocolate frio.
—Formen una
sola fila en orden y en silencio.
Todos los presentes miraron lo servido
en los platos de cada uno y en silencio con amargura, comieron la famosa cena
dada a quienes voluntariamente servirán a su Patria.
A las cinco y cuarenta y cinco,
en el barracón sonaron de repente ruidos infernales y gritos, era el cabo
González que por primera vez despertaba a unos jóvenes que aunque tenían
costumbres de mañaneros esa nunca fue la forma de hacerlos levantar de sus
camas, pero estaban en el ejército y ahí las cosas son diferentes.
Algunos sobresaltos y cascazos se
produjeron en el ínterin. A los cinco minutos todos estaban de pie. Medios
dormidos, medios despiertos; todos estaban parados frente a sus camastros.
—Tienen diez
minutos para asearse y prepararse en traje de faena. —Los quiero aquí ya.
Todos salieron rápido hacia las duchas
y muchos por primera vez usaban cepillos dentales. Pero para algunos, eso de
echarse agua tan temprano no era su costumbre.
—Gerónimo,
recluta con la cara llena de pintas dice: —bueno yo no soy muy amigo de esto,
de estarse tirando agua y temprano menos.
Lo que menos esperaba el muchacho es
que el cabo estaba detrás de él. Este le dice:
—Mira mi niño,
solo tú y los gatos no se bañan, termina y nos vemos afuera ya.
Todos salieron raudos y a las cinco y
cuarenta y cinco de la mañana todo el pelotón estaba parado frente al viejo
sargento. Les mira fijamente, tratando de adivinar cada pensamiento y arreglando
su sombrero de ranger les dice.
—Hoy recibirán
por primera vez las instrucciones básicas de porqué están aquí. Empezaremos con
una rutina de calentamiento y luego iremos al área de clase.
—Cabo son todos
suyos.
—Ya escucharon
al sargento, doblando por la derecha y a paso doble empezaremos. Diez vueltas
al campo.
—Ya muévanse
flojos, que esto, no es para todo el día y debo de encontrar mi desayuno
caliente, si lo retrasan y no lo encuentro así, durarán todo el día en este
lugar.
Así empezó lo que serían las doce
semanas más infernales de la vida de aquellos jóvenes y de nuestro amigo
Cheché. A la semana, ya dominaban lo básico de los ejercicios y parte de la
doctrina enseñada. Lo más interesante de eso era lo relacionado a la fidelidad
al Jefe. Sin él no hay Patria ni familia. Además se repetía lo conocido por
todos. El comunismo es el enemigo del pueblo, destruye a las familias y viola a
sus mujeres y sus hijas.
Al inicio de esta segunda semana,
a cada conscripto se le entregó un fusil Máuser calibre 7.65mm. Obtenido por el
régimen del Benefactor de España. Al mismo tiempo se le entregaba un manual
para su estudio sobre el uso y manejo del fusil en cuestión. Cuando todos estaban formados y con sus armas
al hombro, dice el sargento:
—Bien, ahora ya
saben quién es su mujer.
— ¿No es así
recluta Gerónimo?
— ¡No entiendo
señor!
—Pues mira
burro, ese cacharro que tienes en tus manos es tu novia, tu amante y tu burra
de turno.
— ¿Ya me
entendiste?
—Sí señor.
Mirando a todos
les dice en forma marcial.
—Armas al
hombro.
Todos a un solo movimiento trataron de
llevar su fusil al hombro, pero como era la primera vez algunos fallaron en el
intento.
Esto fue pretexto para que el sargento
les recetara un conjunto de ejercicios, teniendo como orientación primero el de
levantar sobre su cabeza cien veces el fusil. Quizás para algunos era algo
fácil, siendo uno de ellos Cheché. Pero para otros el esfuerzo era sobre
humano. El rifle era sumamente pesado al cabo de unos minutos de subir y bajar
el mismo.
Viendo la actitud de sus subalternos y
habiendo cumplido sus cien flexiones, les dice:
—Espero que
entiendan desde ahora lo que es, arma al hombro derecho y su cambio al hombro
izquierdo.
— ¡Firmes!
— ¡Armas hombro
derecho, ya!
Desde ese momento todos empezaron a entender
la mecánica del juego al cual serían sometidos durante sus largas doce semanas
de permanencia en el campo de entrenamiento militar.
— ¡Armas hombro
izquierdo, ya!
Repitiendo estas expresiones de
derecha y de izquierda se pasaron todo el día. En la tarde cuando ya la faena
de ejercicios había concluido, cada muchacho de estos que formaban el pelotón,
tenían tremendas magulladuras, producto del golpe que producía el pesado máuser
en el hombro.
Jesús, un joven venido de Montecristi,
mirándose ambos hombros dice:
—Creo que si
mañana tenemos que hacer esto, me quedaré sin pellejo.
Cheché que estaba a su lado le
responde:
—Lo que tenemos
es que ser un poco inteligente y vamos a averiguar cómo amortiguamos la caída
del bicho este, cuando hacemos el movimiento.
—Eso creo yo
también, dice Pedro, otro de los reclutas en el círculo de conversación.
Como cada grupo se las ingeniaba para
pasarla bien, ellos no eran tampoco diferentes a los demás. Uno tenía un juego
de barajas, otros se juntaban con un grupo del otro pelotón y jugaban dominó en
la enramada para alistados. De todos estos, el único que siempre estaba
haciendo algo diferente era nuestro amigo Cheché. Prefería pasar el tiempo
leyendo el manual que se le entregó a cada uno y limpiando su fusil. Que no
tuviera mucho aceite, pero que tampoco estuviera sucio ni oxidado en ninguna
parte metálica.
El cabo González observaba a
todos desde su área y cuando tenía oportunidad les daba algunos consejos de
cómo lidiar mejor con el arma asignada a cada uno. En medio de las
conversaciones, se escucha como otras tantas veces, la fuerte voz del cabo
González.
— ¡Atención!
Y como movidos por un resorte de un
cañón, todos se alinearon frente a sus camas en posición de firme. En ese
momento entró al lugar el teniente Reyna Pérez. Parado frente a la entrada
ordena una inspección general.
Los hombres en posición firme,
fueron mostrando su fusil, después sus manos, sus botas, su cama, y cada
pertrecho bajo su responsabilidad. Y a cada uno les fueron impuestas las
amonestaciones correspondientes. Al llegar al penúltimo turno, este le
correspondía a Cheché. El teniente Reyna Pérez lo mira, de un tirón le arrebata
el rifle, lo examina minuciosamente, lo regresa de la misma forma que lo
tomó. Revisa sus pertenencias, y cada detalle,
teniendo el conscripto todo en orden perfecto.
—Bueno, bueno,
bueno. ¿Que tenemos aquí?
—Haber hijo,
¿Dime una cosa?
—Tú eres genios
o estos son más bruto que los mulos. ¿Me puedes decir?
—Señor, solo
hago lo que mi sargento nos indica, señor.
— ¿Lo que tu
sargento te dice?
— ¡Sí, señor!
El último de la partida era el pinto,
al llegar a este le mira y volteando su cabeza hacia el sargento hace un
movimiento, tomando el arma de forma tal que casi se lleva al muchacho.
Terminada la revisión le dice al sargento:
—Sargento.
—A la orden
señor.
—Sus pupilos
hoy no dormirán.
—Como usted
ordene mi comandante.
—Limpiarán sus
fusiles y sus pertenencias, a las ocho de la mañana tienen otra inspección y si
vuelvo a encontrar este chiquero, todos serán sancionados.
— ¡Si señor!
El teniente con su sargento salieron
del barracón y cuando estaban ya fuera este le dice:
—Sargento, ese
muchacho al que usted llama Cheché tiene madera de líder, su arma estaba en
regla y todo ordenado impecablemente, nómbrelo jefe de grupo del pelotón y
responsable del mismo.
—A la orden mi
comandante.
El oficial se alejó y como una tromba
entró el sargento al lugar. Se quedó mirando a todos y al escuchar al cabo
dando la arenga de lugar, no dijo nada. Cuando este terminó dijo:
—Cuando
terminen de arreglar el chiquero y poner su fusil a punto de la inspección de
la mañana saldrán todos al patio.
—Usted, Cheché
será el guía de la formación desde hoy. Espero que no se equivoque. Entendió
bien lo dicho.
Inmediatamente
este responde desde el extremo del barracón
— ¡Señor, sí
señor, comprendida la orden señor!
Todos se pusieron a limpiar sus
fusiles y botas para la inspección de la mañana siguiente. Como Cheché no tenía
que hacer gran cosa, se puso a ayudar aquellos que no tenían listos sus pertenencias.
A las nueve de la noche todo estaba que relucía como espejo, jabón en mano
estaban cepillándose las manos y cortándose las uñas. Así era la vida de la
guardia.
Esa noche la cena estaba más fría que
una hielera, y quince minutos después todos estaban ya dormidos.
La noche sería larga para muchos
ya que el calor era insoportable a pesar de las arboledas del lugar. En su cama
Cheché tenía un sueño apacible en su camastro. El subconsciente lo llevó a su
campo y sus guineas, todo le giraba en su cabeza.
—Tírale a la
cabeza, que se van las malvadas.
—Chencho no las
dejes ir.
— ¡Benditas
guineas estas!
—Volaron al
cafetal y yo aquí sin piedras en el bolsillo.
De repente en el barracón del cuartel se
soltaron todos los demonios, se volvió a escuchar un ruido infernal y como
movidos por resortes, se tiran de los camastros. El cabo González les dice voz
en cuello.
—Todo el mundo
tiene diez minutos para estar en formación y listo para la inspección.
Sin perder tiempo, cada joven se
prepara y fueron saliendo formándose en fila. Cheché encabezaba el grupo fusil
al hombro.
Llegó el sargento con cara de mala
pinta y un olor a romo malo, que mareaba al más bonito. Se para frente a la
tropa y grita.
— ¡Atención!
— ¿Cabo están
todos presentes?
—Sí mi sargento.
Responde este.
—Descansen.
—Bien, irán a
desayunar y después se formarán para la inspección.
— ¿Quedó claro?
— ¡Sí señor!
—Hoy vamos a
realizar pruebas de resistencias físicas.
—Correrán,
harán movimientos de brazos y piernas y practicarán como usar sus bayonetas.
—Márchelos
cabo.
— ¡Atención!
—Columna
derecha, marchen.
—Uno, dos,
tres, cuatro.
Y con su cadencia de marcha, se fueron
hacia el comedor de alistados. Lugar donde se le daba el desayuno y como
siempre, el mismo era de dos trozos de plátanos duros, un jarro de avena y de
compañía berenjenas con huevos.
Unos de los reclutas al ver el
servicio dice.
—Si mi madre
viera esta bazofia, se moriría de vergüenza, en las filas del Jefe dizque dando
estas porquerías.
— ¿Quién dijo
algo ahí?
Silencio total, nadie movió un músculo
de la cara. Todos estaban de acuerdo, el desayuno era una porquería. Realizar
esta faena solo les tomaba cinco minutos. De una vez y con el último bocado en
la boca, tenían que salir a formar sus pelotones.
Casi nunca podían tomar agua
suficiente. Por eso sus cantimploras tenían que estar llenas para saciar su
sed.
Tomando un buen trago de agua estaba
Cheché, cuando se presentó el sargento. Los miró a todos, dejando ver que él
era el dueño de ellos. Dejó que terminaran de beber y llamó a formar.
— ¡Atención!
—Hoy vamos a
demostrar que lo aprendido en estas semanas, fue asimilado y bien aprendido por
ustedes.
—Todo aquel que
no demuestre actitudes de buen soldado, será mandado a la Compañía D.
A todos les pasó un escalofrió por su
piel. La D Compañía estaba formada por los más ineptos del ejército y sus
componentes servían para todo tipo de faena no deseada por ningún soldado.
—Columna de
tres. Tendremos marcha de endurecimiento de 20 km. —al regreso espero que estén
entero para la inspección y chequeo reglamentario.
Todos se aprestaron para la faena. Era
la forma de probar a los soldados y endurecerlos en su trabajo. Pasaron medio
día en ese trajín. Cuando regresaron, los formaron a todos.
—Cabo, — ¿listo
para inspección?
—Sí, mi
sargento.
Se acercó el
teniente y dirigiéndose al sargento le pregunta.
— ¿Lista la
compañía para la inspección?
— ¡Sí señor!
En esta ocasión y lápiz y papel en
manos el teniente revisaba cada recluta. Y se anotaban las faltas por
negligencia de los soldados. Al llegar donde el pinto de la compañía, el sudor
corría por su frente. Como de costumbre el teniente le toma el arma, la
inspecciona y la retorna. Cuando ya se marchaba mira la hebilla de la correa
que por la corredera le asomaba un hilito y regresando frente a este le dice:
—Sargento a
este, una semana después del día de trabajo limpiando baños.
Siguió su inspección y al llegar donde
Cheché, hace uno de los movimientos más bruscos que el sargento haya visto.
Revisa el arma, la cual está impecable en su condición, mira al joven de arriba
abajo, le revisa el cabello, y las manos. Todo correcto.
—Sargento, a
este recluta lo inscribe en el curso de conductores.
—Como usted
ordene, señor.
—Bien, llévelos
al área de los ejercicios, mañana tendremos exámenes de arma. Pónganse en sus
momentos de ocio a repasar sus manuales.
—Son todo suyo
sargento.
— ¡Atención!
—Por la derecha
cubran.
La tropa se movió en orden y marchando
con su cadencia de un, dos, tres, se dirigió hacia el campo de ejercicios
físicos. No importaba la caminata realizada. Ellos se estaban formando para
servir al ejército. Al llegar formaron los fusiles en cuarteles y de inmediato
los sargentos de esa zona, junto al sargento del pelotón empezaron los
ejercicios.
Todos estaban en camisetas, el sol
daba duro, con los sargentos al frente, a los lados y en sus cerebros. Los
ejercicios de brazos y piernas fueron los que abrieron la tanda. Así pasó todo
la faena. A las doce y treinta fueron llamados a formar los pelotones. Era la
hora de la comida y el descanso.
Sudados y cansados, el pelotón de
Cheché se formó e inmediatamente con el sargento al frente, marcharon hacia los
barracones. Dejaron todas las pertenencias en orden, saliendo en fila hacia el
comedor de los reclutas. Como siempre, el chao era lo habitual de un día de
semana. Un moro bien seco con bacalao y un guineo de aperitivo. En las jarras
de aluminio tomaban una buena cantidad de agua para bajar el alimento
suministrado. Lo de la carne era los sábados y martes. En el mejor de los casos
el lunes era guiso de berenjena y arroz blanco.
El resto de la tarde lo pasaron
en la instrucción de fusilería. Ellos tenían que pasar el examen el día
próximo.
Todos se ponían a practicar, primero
sin los ojos vendados y más tarde con los ojos tapados. Esto se debe a que en
la oscuridad si se traba el fusil tienen que arreglarlo. De todos, el más
diestro en esa parte era Cheché y el pinto no se quedaba atrás. Su amigo lo
había ayudado para que aprendiera la mecánica de armar y desarmar el arma.
—Me puedes
decir — ¿cómo tú lo haces? Que parece todo tan fácil.
—Miren, si
vemos, la cuestión es sencilla.
—Aquí todos
recibimos la misma clase a la misma hora.
—La diferencia
está en el empeño que cada uno pone y escuchar con cuidado.
—Todo se basa
en cómo se acecha y se mata la guinea.
— ¿Y cómo es
eso? Pregunta uno de los compañeros.
—Miren, para
cazar una guinea ya sea en una canasta, como con un tirapiedras, hay que tener
paciencia y poner mucha, pero mucha atención.
—Así es que
aprendo todo aquí.
—Si le dice eso
al sargento estoy seguro de que te pone uno de sus castigos favoritos. Dijo el
conscripto Medrano.
—Pues mira, si
me pregunta algún día como me las hago para ser eficaz, les diré qué es por mi
técnica de matar guineas.
Todos se rieron a carcajadas por unos
minutos. Después de las cuatro de las tarde se presentó un cabo y preguntó.
— ¿Quién de
ustedes es Cheché?
—Aquí señor.
—Acompáñeme.
—A la orden
señor.
Salieron uno detrás del otro y se
dirigieron hacia la parte de la mecánica. Lugar que no le era permitido a los
reclutas que entrenaban. Al llegar observó que ya habían llegado cinco de sus
compañeros, pertenecientes a los otros pelotones. Un sargento mayor era el jefe
de instrucción, para los que debían aprender a conducir un vehículo.
—Soy el
sargento mayor De Jesús Olea y mis ayudantes son el sargento Durán Camilo y el
cabo Rivera Espaillat.
—Vamos a ver
quiénes son ustedes.
—Nombre, Rango
y Compañía.
—Usted.
Señalando a uno
de ellos.
—Taveras López,
de la C Compañía, primer pelotón, señor.
—García
Sánchez, de la C Compañía, segundo pelotón, señor.
Los dos que seguían siguieron el mismo
estilo de los dos primeros y solo quedaba Cheché.
—Usted es el
último, nombre y rango.
—Gil Ulloa, C
Compañía Jefe de sección del quinto pelotón, señor.
Ya el sargento tenía referencia sobre
el muchacho y le pregunta.
— ¿Cómo es que
le llaman sus compañeros?
— ¡Cheché!
Señor.
—Denme cinco
pechadas, ya.
Todos se
pusieron inmediatamente a dar sus pechadas contando en voz alta las mismas. Al
terminar se pararon en posición firme.
—En su lugar
descansen.
Adoptaron la posición de descanso y
escucharon detenidamente a su sargento mayor.
—Escuchen bien.
Desde mañana en horas de la tarde, vendrán a tomar clase de conductor de
vehículos. El ejército los formará especialistas en vehículos pesados y
livianos. Y algunos de ustedes por sus actitudes en algo más. Ya veremos su
progreso en la materia.
—El sargento
Durán Camilo los esperará cada tarde. Eso está arreglado con los sargentos de
sus respectivas compañías. — ¿lo entendieron?
— ¡Sí señor!
—Sargento, que
limpien este chiquero y luego mándelos a sus unidades.
—Entendido
señor.
Dando media vuelta desapareció por una
puerta del salón.
—Tomen esas
escobas y barran rápido este chiquero. Usted recoja lo barrido. Cheché usted
será el jefe del grupo. Los que ellos hagan mal es su responsabilidad.
— ¡Sí señor!
Al terminar la faena de la barrida se
formaron en fila y el cabo Ribera les dijo.
—Usted Gil
Ulloa, llévese a estos y en formación los deja en sus cuarteles.
— ¡Sí señor!
Salieron en fila los cincos liderados
por Cheché que se había puesto al lado de los cuatros para marcar el compás de
los pasos. Muchos que estaban en el patio miraron la acción y algunos hicieron
sus comentarios sobre el hecho.
Capítulo VIII
El máuser
La noche transcurrió como de costumbre, las luces
fueron apagadas a las diez y se ordenó silencio. Pero las expectativas para el
día siguiente eran muchas y por lo bajito se escuchaban las conversaciones de
lo que ocurriría en su repaso sobre los conocimientos que cada uno tenía sobre
su novia. Nombre dado por el sargento a los rifles Máuser entregados a cada uno
de ellos y que tenían que aprender al dedillo para pasar el curso de
conocimiento de fusilería.
—Cheché ¿que tú
piensas al respecto?
—Yo no pienso
en nada, creo que nos irá bien a todos. Hemos repasado cada parte y ayudado a
los más rezagados. Solo tenemos que poner un poco de atención y punto.
—Eso pienso yo,
dice el Pinto.
Desde la
entrada se escucha una voz fuerte y que ya ellos conocen.
— ¡Silencio!
— ¡A callar
todos partía de inútiles!
El silencio fue unísono. Todos callaron por temor a las represalias
del sargento el próximo día. Pero en la mente de cada uno, por mucho tiempo
estaba dándole vuelta la imagen de cada parte de su rifle Máuser. Cheché sin
embargo se durmió al terminar de hablar con el Pinto. Pensó en su novia Rosa
Elvira, y con una sonrisa picaresca, cerró sus ojos para abrirlos al toque del
clarín.
El Pinto tuvo pesadillas, se veía
perseguido por una jauría de hombres que le querían quitar su rifle. En su
corrida, se veía sudoroso y jadeante, los brazos le pesaban y las piernas no
les querían responder. Gritaba que no le quitaran a su novia. Con este
escándalo despertó a todo el mundo y vino el sargento a ver el
espectáculo. Lo movió de la cama con dos
buenas patadas y cuando cayó del camastro a las cuatro de la mañana, su castigo
fue permanecer en firme por el resto de la noche.
Ya nadie pegó los ojos por culpa
del Pinto. Y así le recibió el nuevo día, que venía lleno de sorpresas para
todos. A las cinco y cuarenta y cinco, se escuchó el llamado a levantarse.
Siempre los sargentos lo hacían quince minutos antes que las tropas. Esa era
una intriga de los reclutas, quienes pensaban que esos señores nunca dormían.
—Vamos flojos,
fuera de la cama. Solo tienen quince minutos para estar en la fila del desayuno
que le da el glorioso ejército dominicano. Muevan esos píes.
Por otro lado el cabo también hacía lo
suyo en el baño.
—Vamos vagos
muévanse. Todos tienen que ducharse, y tú Pinto mira a ver si encuentras a
quienes te perseguían anoche. — ¡Muévanse!
Se escuchó una soberana carcajada en
la ducha. Docenas de hombres desnudos,
tratando de tapar algo de su pudor lo más que podían, pero siempre había algo
que nunca se podía tapar y cada día ese momento era parte de una broma.
La fila del desayuno era bastante
animada, algunos hacían sus adivinanzas sobre el plato del desayuno. El plato
del día de inicio, era una sabrosa avena con chocolate y dos panes con huevos. Los
huevos lo habían frito a las cuatro de la mañana y la avena a las cinco, pero
la dejaron en los fogones para que no se enfriara. Al término del mismo, todos
salieron corriendo para formar los pelotones y empezar sus rutinas básicas.
Para todos ese día se aplicaría el examen sobre conocimientos del arma que le
fue asignada y que para todos era el Máuser español calibre 7.65mm.
El grupo llegó en formación,
armas al hombro y cantando una cadencia que por su estilo, hacía del coro unos
angelitos, hijos de su abuela.
Llegaron al salón de entrenamiento
para los exámenes. El famoso salón era una gran enramada cobijada de zinc. En
el mismo, los sargentos instructores de arma esperaban a cada pelotón. El
pelotón al que pertenecía Cheché le tocó el sargento García Guerrero, el mismo
era considerado uno de los más entendidos en la materia. Fue entrenado por
españoles que vinieron contratados por el Jefe al inicio de la década del
cincuenta.
Al llegar el grupo, este le dice:
—Siéntense en
un círculo, coloquen su arma frente a ustedes.
Todos hicieron lo ordenado por el
instructor de forma ordenada y en silencio. Este siguió diciéndoles entonces.
—Cada uno
tendrá que responder a unas preguntas que les haremos sobre su fusil. Por eso
su sargento les instruyó para que se aprendieran el manual que este glorioso
ejército les facilitó, por instrucciones precisas dada al general por el Jefe.
—Ustedes tienen
en sus manos el más famoso fusil construido en el mundo, nuestro glorioso
ejército nacional les ha provisto del arma mortal, más eficaz. El Máuser 98,
considerado el mejor fusil de cerrojo tanto de diseño como de precisión.
—Bien, cada uno
de ustedes desarmen en piezas y colóquenlas en orden correcto.
Cada conscripto realizó su faena
de acuerdo a lo establecido en el manual y practicado en sus barracas. Pero no
todos estuvieron a la altura de lo exigido por el sargento, en cuanto a la
precisión del armado de su fusil. En el grupo, unos cuantos tenían más
destrezas que otros y entre esos, estaba Cheché. Ahora tocaba recitar las
características del arma que tenían en sus manos.
En el pelotón de Cheché todos
fueron uno a uno armando y recitando el manual, el Pinto era el penúltimo y
Cheché el último, todos se quedaron mirando a estos dos jóvenes, que se habían
dispuesto luchar por el primer lugar de su grupo.
—Usted Pinto,
le toca su turno.
—Sí señor.
Empezó el armado del rifle a una buena
velocidad pero al ir a poner el esprín este se le cae por esas circunstancias
de la vida y perdió unos segundos valiosísimos. Al terminar solo miró a su
sargento y no dijo nada. Ahora le tocaba a Cheché, este inmediatamente empezó
su tarea y al mismo tiempo iba recitando las características del arma.
—Este es un
fusil Máuser 98 con un alcance efectivo de 1400 mts, y un máximo de 2000 mts.
Sus características son: longitud 1.250mm, peso 4.1 kg, cañón 740 mm, calibre
7.92 mm. Tiene un rayado de cuatros estrías. Funcionamiento de Cerrojo con un
cargador de tipo lámina de cinco cápsulas y una velocidad de 870 mts/seg. Alza
de corredera hasta 2000 mts. Señor.
Todos se quedaron callados, el
único del pelotón que no cometió faltas fue él.
El sargento al ver y escuchar lo ocurrido dio la orden.
— ¡A formar!
Rápidamente todos se formaron,
alineándose en posición firme.
—Sargento.
— ¡A la orden
señor!
—Tome a su
gente y sáquelos de mi casa.
— ¡Sí señor!
—Doblando por
la derecha marchen ya.
Así sale uno de los grupos que mejor
salieron en las prácticas de examen de su arma. La que por mucho tiempo le
acompañaría en cada trajinar de su vida militar. Como en la guardia del Jefe,
todo era marchar y faenar. Saliendo con una cadencia de un, dos, tres, al
compás del cántico del pelotón. Era la hora casi de la comida, dirigiéndose el
pelotón hacia su cuartel, a dejar las pertenencias para luego ir y hacer la
fila reglamentaria.
En las semanas que habían
transcurrido, Cheché por su entusiasmo no había tenido mucho tiempo para
detenerse a pensar en su familia, el campo y por supuesto en su novia Rosa
Elvira.
Ese día y durante todo el proceso del
examen sobre armas, mantuvo la mente ocupada en sus familiares y su novia. Todo
esto, para evitar las traiciones que dan los nervios en momentos como ese.
—Dime una cosa,
dice González y González.
—Dime.
— ¿Cómo pudiste
aprenderte todo eso y al mismo tiempo armar el arcabuz?
—Muy simple, si
te lo digo me dejas tranquilo.
—Sí hombre.
—Pues solo
pensé en mi campo y en los míos.
Como nadie le creyó lo que dijo,
todos se rieron de su ocurrencia e ingenuidad, según ellos.
Hacía veintiún días que ya estaba
fuera de la casa y don Pedro iba a visitar al joven en la fortaleza San Luis,
que estaba en Santiago. En la casa del campo, todo era algarabía. No solo iría
el padre también que le acompañaría Antonia, la cual se quedaría en Santiago
una temporada.
La madre le preparó un paquetito
con algunos presentes y le decía a su esposo algunas sugerencias para su
muchacho. Este la mira cómo siempre y le responde.
—Mira, él debe
de estar bien, si no fuera así ya sabríamos algo. Y no ha llegado ningún
telegrama.
Lo que en la casa no sospechaban era
lo carismático que se había convertido su familiar. El liderazgo demostrado en
tan pocos días y la facilidad para aprender que tenía este. Tampoco se
imaginaban lo transformado que se veía físicamente el mismo. El ejercicio
físico había cambiado su cuerpo y ya casi no quedaba marca del agua acumulada
en su musculatura.
Don Pedro y su hija salieron bien
temprano, en la casa habitual de la carretera dejarían los animales y
esperarían el vehículo que los llevaría a la gran ciudad. Antonia además
llevaba una pequeña maleta con un poco de sus ropas. Ella después de visitar a
su hermano, se quedaría una temporada donde su madrina, en Santiago.
La hora de las visitas, era los
sábados era desde las diez de la mañana. Ellos llegaron temprano a la cita. El
viejo, por dentro se sentía igual que uno de sus caballos sueltos en un
potrero. La adrenalina le corría por la sangre a raudales. Llegaron a la
entrada y un soldado le da señal de pare.
—Ustedes
párense ahí.
— ¿Que desean?
—Venimos a
visitar a un hijo mío, que está pasando centro.
—Bien, vayan
donde el oficial del día que le llamará a su pariente.
—Gracia
soldado, le responde don Pedro.
Caminaron despacio y alegres,
Antonia no había abierto la boca en todo el trayecto. Cuando estaban en la casa
de guardia, dijeron a lo que iban. Un sargento mirando a un recluta que
caminaba por el patio, lo llama y le dice.
—Usted,
señalando al recluta.
Este pegó un brinco y en dos zancadas
se cuadró frente al sargento.
— ¡A la orden
señor!
—Busque en el
área de los que pasan centro al recluta Gil Ulloa y dígale que tiene visita.
Que ellos lo esperarán en el área de los alistados.
— ¡Sí señor!
Y dando media vuelta de forma marcial,
salió a paso doble hacia la zona de los nuevos reclutas.
Cuando llegó al lugar preguntó por el
recluta y le indicaron que estaba en el área de mecánica. Se dirigió al lugar y
pregunta por el recluta Gil Ulloa. A su lado estaba Cheché y este le dice.
—Dime qué le
decimos, salió hace un momento.
—Si lo ven
díganle que lo buscan sus familiares, ellos están en la enramada de los
reclutas.
Aguantando la
emoción le dice:
—Está bien, se
lo diremos.
Salió el soldado y no bien había este
salido, cuando el joven salió corriendo hacia el lugar. A lo lejos vio a su
hermana y a su padre, apurando el paso llegó donde ellos y los abrazó.
—La bendición
papá.
— ¡Que Dios te
bendiga y proteja hijo mío!
Este, mirando a
su hijo le pregunta en susurros.
— ¿Aquí no dan
comida?
—Si todos los
días.
Pero Antonia seguía callada y se
abrazó a su hermano, con lágrimas en los ojos. Él también la abrazó y la separó
lentamente diciéndole.
—No llores, que
nadie se ha muerto. Así es la vida aquí y todos estamos bien.
—Pero tú estás
negro del sol.
—Jajajajajaja,
no, es que todos los ejercicios son al aire libre y corremos mucho.
—Díganme ¿cómo
está mi viejita linda?
—Ella está bien
y te manda su bendición, por igual los muchachos. Recibimos carta de Pedrito,
él está bien y cree que la próxima semana conseguirá trabajo.
—Papá ¿las
cosas cómo siguen?
—Igual que cómo
tú la dejaste, cada uno con sus cosas.
—Sí, entiendo.
—Mira, estos
dulces te lo manda tu madre. Es un dulce y unas canquiñas. Yo te traje unos
pesos por si lo necesitas.
—Bueno, los
pesos si me hacían falta. Los dulces, díganle a la viejita que no sabe cuánto se
lo agradezco.
En eso Antonia saca un sobre y se
lo entrega a su hermano. Este lo toma y se lo guarda en un bolsillo de su
pantalón. Ella le dice sonriendo picarescamente.
—Tú sabes de
quién es.
Él hace un
movimiento de cabeza y luego dirigiéndose a los dos les dice:
—Aquí la cosa
no es tan mala, si se tiene humor para pasar el tiempo. Usted me enseñó a que
no hay tiempos malos si sabemos cómo pasar los buenos.
Su padre, hombre que sabe cómo es
la vida le responde.
—Así es mi
hijo.
Antonia le pregunta de forma directa y
sin tapujos. — ¿tienes muchos amigos ya aquí?
—Sí, es
obligado tener conocidos, ya que tiene que hacer todo con ellos, desde dormir,
bañarte, comer en fin, todo. Tú te puedes imaginar el lío de muchos hombres
juntos. Pero aquí hay una cosa que se llama disciplina y se aplica en todo.
—Yo estoy
aprendiendo a conducir vehículos, ya estoy tomando clase de eso.
— ¿Es muy
difícil? Pregunta Antonia.
—No, pero ahora
solo me están explicando las partes del vehículo.
El tiempo pasó
entre conversación y conversación, parecía que apenas tenían unos minutos.
Llegó la hora de la partida y se abrazaron tiernamente. Antonia le promete que
iría a verlo dentro de quince días.
—Miren, no se
preocupen. Cuando termine de pasar el centro yo tengo unos días de libertad y
voy para la casa. Así que no se preocupen.
Su padre le dio un fuerte apretón
de manos y se despidió de él. Ya su hijo no era un niño, pero mucho menos un
muchacho. En la guardia lo estaban transformando en un hombre.
Salieron de ahí y se dirigieron a
la zona de Nibaje, populoso sector de la ciudad de Santiago, donde vivía la
comadre de don Pedro y donde se quedaría por unos días, si ella lo consentía,
su hija Antonia.
Para Antonia era su segundo viaje a
Santiago, ella estuvo en esa ciudad cuando le compraron sus primeros zapatos y
eso ocurrió en el tiempo de su confirmación, por el Obispo de la ciudad.
A su paso por las calles, los
jóvenes la miraban, pero como de costumbre no decían nada, por respeto al señor
que la acompañaba y cómo se comportaba, daba a entender que era su padre.
Llegaron donde la comadre y ya le
esperaban por ser la hora de la comida.
Todos se saludaron cariñosamente y
después de una pequeña conversación la comadre, junto al resto de la familia
los invita a que pasen al comedor donde ya todo estaba puesto en la mesa. Don
Pedro le pregunta dónde lavarse las manos y le indican donde.
—Ustedes saben
que estaba desde temprano con animales, luego el Jeep y más tarde en la
Fortaleza visitando a Cheché, a uno se le pegan muchas cosas.
—Así es
compadre.
Se sentaron y como si fuera una
orquesta bien dirigida al mismo tiempo, se dispusieron a comer. En la casa
tenían la costumbre de hablar durante el transcurso de la misma. Y como tenían
visita, no se atrevían a decir nada. Don Pedro que ya conocía lo parlanchina
que era su comadre, le pregunta.
— ¿Comadre y
cómo está la cosa?
—Regular mi
compadre para estos tiempos. Imagínese que ahora los muchachos se están
metiendo al ejército para que lo dejen tranquilos.
—El mío se
metió a eso, pero él lo tenía metido en la sangre desde chiquito.
—El de mi
comadre Colasa también se enganchó. Hay sí, estos jóvenes de ahora solo ven eso
de ser guardia.
—Comadre, ¿pero
usted no tiene el retrato del Jefe aquí en su casa?
—Compadre, yo
no soy política y aquí ya usted sabe cómo es que uno se gana los centavos. Que
es con el colmadito este.
—Comadre, para
que un día de esto usted no tenga un disgusto, búsquelo y póngalo en la sala.
Eso no mata a nadie.
Así transcurrió el tiempo de la
comida entre conversaciones banales y cosas sin importancias. De repente un
aroma penetra en todos los rincones y Antonia exclama.
— ¡Dios mío,
eso es vida!
Todos rieron de
la ocurrencia de la joven. Y tomando un rico café, pasó el tiempo hasta que don
Pedro tuvo que irse.
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